MARAT O EL PENSAMIENTO REVOLUCIONARIO EN DERECHO PENAL.






Manuel de Rivacoba y Rivacoba

Español republicano, combatiente contra el régimen franquista, catedrático de Derecho penal, quien nos dejó físicamente a fines de diciembre de 2000.

Fotografía tomada en agosto de 1998, en el aeropuerto de Santiago, antes de partir a España para asumir su cátedra en la Universidad de Córdoba.

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Marat o el pensamiento revolucionario

en Derecho penal

Imagen y realidad de un revolucionario

La imagen que por lo común se tiene de Marat es completamente ajena y diametralmente opuesta a la realidad. En efecto, se le suele ver como un demagogo, de pocas luces, inculto, ambicioso, sucio, descuidado de su per­sona, ignorante de la buena sociedad y las buenas maneras, miserable, re­sentido, amargado, cruel, sediento de sangre, incluso un gran criminal; pe­ro aquella bestia feroz que devoraba a los franceses y que Charlotte Cor­day, el ángel del asesinato (según sus partidarios y los enemigos de la Re­volución), creyó matar, y que luego, con errada o interesada insistencia, se ha continuado pintando, era un hombre plenamente constante y conse­cuente en sus ideas y su conducta, de sólida formación humanística y científica, de múltiples y muy variadas inquietudes intelectuales, que poseía una carrera liberal y conoció el éxito profesional, y con él el económico y el social, y que sacrificó una posición brillante al estudio y la acción pública, sin obtener ni buscar en ésta recompensa ni bienestar material, de perso­nalidad integérrima y congruente, seguro de sí, sensible y fiel tanto en su vida íntima como en el fragor de las convulsiones revolucionarias, en las que se perfilaron y aquilataron los rasgos más genuinos de su figura y en las que pereció.

Sin embargo, esta figura, por encima de la proyección universal que in­dudablemente tiene, reviste particular interés para los españoles y, en ge­neral, para cuantos componen el amplio mundo hispánico, pues su familia paterna provenía del Levante español. En una época de su vida se refirió a este país como une nation que j’aime et respecte1  y por el mismo tiempo se consagró al aprendizaje de su lengua y acariciaba el propósito de radicarse en Madrid y entregarse allí a las ocupaciones y la vida del estudio.

Jean-Paul Marat nació en Boudry, pequeña localidad del principado de Neuchâtel, el cual pertenecía entonces al dominio personal del rey de Pru­sia Federico II, el 24 de mayo de 1743, del matrimonio de Jean Baptiste Ma­rat y Louise Cabrol. El padre había nacido en Cagliari, en la isla de Cerde­ña, en 1705, y era un antiguo sacerdote exclaustrado que llegó a Ginebra el 7 de octubre de 1740 pour pouvoir en toute liberté faire profession de la religión protestante2, esto es, calvinista, y la madre, en Ginebra, en 1724, de una familia de protestantes franceses, obligados a emigrar por la revoca­ción del Edicto de Nantes en 1685. Que el apellido originario era Mara pa­rece seguro; lo que no se ha aclarado es si la t final fue añadida por el padre en 1753 o por el propio Jean-Paul en 17733.

Con el destino incierto de los exclaustrados, el padre hubo de dedicarse a muy diversas ocupaciones, entre las más modestas de visos liberales y las francamente artesanales, y el hogar, con sus siete hijos, se movió en un am­biente de pequeña burguesía que pugnaba por diferenciarse del asalariado. A despecho de estrecheces o penurias, Jean-Paul recibió una cuidadosa educación en la casa paterna, en la escuela de Boudry y en el colegio de Neu­châtel; su padre no aspiró a hacer de él sino un sabio, y su madre cultivó en su corazón los más elevados y delicados sentimientos, todo lo cual cayó co­mo siembra o lluvia benéfica sobre un natural despejado, abierto, serio, fo­goso, tenaz, filantrópico y laborioso, encendido bien pronto, o devorado, según sus propias palabras, por un decidido amour de la gloire.

A la edad de dieciséis años deja a su familia y en 1760 aparece en Bur­deos, como preceptor de los hijos de Pierre-Paul Nairac, rico armador y fu­turo diputado realista en los Estados generales, vinculado por su mujer a Suiza y al calvinismo; y en 1762 ya está en París, leyendo y estudiando de todo, ganándose acaso la vida como médico sin serlo, y entrando en relación, siquiera no fuese constante ni profunda, con los que llama nuestros pre­tendidos filósofos, quienes, a estar a lo que afirma, hicieron diferentes ten­tativas para atraerle a su partido, pero cuyos principios le inspiraron una aversión que le alejó de sus cenáculos y que había de aumentar con el tiempo, a medida que se iban desarrollando y fortaleciendo sus reflexiones y se iban definiendo sus concepciones4.

De súbito marcha a Londres en 1765. En el mismo breve párrafo en que lo explica por su anhelo de formarse en las ciencias y sustraerse a los peli­gros de la disipación, señala que allí compuso su primera obra, destinada, precisamente, a combatir el materialismo, sosteniendo, en cambio, la in­fluencia recíproca entre el cuerpo y el alma5. Se trata de su Essay on human soul, que aparece en Londres a finales de 1772, cuyo éxito6, a pesar de care­cer de cualquier indicación acerca de su autor, le anima a rehacerla y publi­car, ya con su nombre, A philosophical essay on man, en dos volúmenes, también en Londres, en marzo de 17737. Se habla de ella en la prensa y an­tes, conociéndola en el manuscrito, que le había enviado el autor, la elogió Lord Lyttleton, un gran señor cultivado, que moriría a poco y que, con el de­signio de ayudarle, le puso en relación con el conde Pouskin, ministro de Ca­talina II de Rusia en Inglaterra, encargado por la soberana de conseguir el concurso de hombres de ciencia que contribuyeran al desarrollo de su impe­rio. Daniel Hamiche apunta la idea8 de que Marat acudiría a la entrevista por pura cortesía hacia Lord Lyttleton, pero el caso es que, sobreponiéndo­se a las dificultades o necesidades que le cercaran, rehusó las brillantes pro­puestas del conde y mostró así con los hechos su diferencia del espíritu y el proceder de los ilustrados, siempre prontos a acogerse a la liberalidad de los príncipes, esto es, a ofrecerles sumisión y justificar el despotismo, y al mis­mo tiempo guardar silencio sobre sus excesos o crueldades o ensalzar su magnificencia.

Sin pertenecer a ellas y muy lejos, pues, de aspirar a introducirse en las capas privilegiadas de la sociedad y pretender insertarse en las coronas de luces que rodeaban a los monarcas más eminentes de la segunda mitad del siglo XVIII, se sentía ciudadano del mundo y apóstol de la libertad, e inclu­so a veces su mártir; era decidido partidario y difusor de los derechos del hombre, y no menos de los del pueblo, y, naturalmente, no podía someter a nadie su fiera independencia de criterio ni substituir por el lenguaje corte­sano y la adulación la franqueza y en ocasiones audacia de su palabra. Aun­que para Charles Vellay la existencia de Marat durante los diez años que vi­vió en Inglaterra permanece en la sombra9, se sabe que se mantuvo como médico, siempre sin título, en Londres, y veterinario en Newcastle, en con­tacto, según es de comprender, con gente humilde y también la muy pobre; viaja por el norte y hace una escapada a Holanda; presencia la corrupción que corroe el parlamentarismo inglés bajo el reinado de Jorge III y partici­pa en las luchas populares por reivindicar la pureza de la democracia; estu­dia y asimismo escribe y publica con fervor, tanto obras de ciencia sobre te­mas diversos10, cuanto de pensamiento político, y se gradúa de doctor en Medicina por la Universidad escocesa de San Andrés el 30 de junio de 1775. De su estancia en Inglaterra data también su adscripción a la Masonería, en la que fue admitido, en Londres, el 15 de julio de 1774, al tercer grado11.

Tan rápidamente como había dejado París por Londres en 1765, deja Londres por París en abril de 1776, quizá con algún pronto y breve retorno a la capital inglesa, mas en seguida comenzó en la corte francesa una etapa esplendorosa, que en cierto modo, o sea, en un sentido mundano, es la más brillante de su vida. Se establece como médico y el 24 de junio de 1777 es nombrado médico de los guardias de corps del conde de Artois, cargo que desempeña hasta la segunda mitad de 1783 o principios de 178412, le reporta una renta de dos mil libras y le abre la relación con la sociedad más distin­guida de la capital. En Londres ya había obtenido algunas curaciones nota­bles, y en París se hace sin tardar un gran renombre en la profesión. Con evidente, pero justificado orgullo, él mismo refiere que muchos enfermos de categoría distinguida, a los que otros médicos habían abandonado y él de­volvió la salud, se unieron a sus amigos y pusieron su empeño en hacerle fi­jar su residencia en la capital, y que él cedió a sus instancias; que el ruido de curas deslumbrantes le procuró una prodigiosa multitud de enfermos, y su puerta estaba continuamente asediada13 por los coches de personas que iban a consultarle de todas partes, y que los éxitos multiplicados hicieron que se le llamara le médecin des incurables14. Tuvo entonces prestigio, buena posición económica, servidumbre, carruaje, comodidades, elegan­cia; pero ni aun así renunció a la vida del estudio ni a sus meditaciones so­ciales, ni dejó de escribir en uno y otro orden.

Lejos de ello, instala en su propia casa un gabinete de física, toma un se­cretario que le ayude y emprende una serie de experimentos e investigacio­nes sobre materias tan diversas como el fuego, la electricidad y la luz, más interesantes, sin duda, por el espíritu de curiosidad, renovación y experi­mentación que denotan, por algunos atisbos significativos que descubren y por los limitados éxitos y los modestos reconocimientos que alcanzan, que por su acierto en general y la proyección ulterior de sus teorías, producien­do no pocas obras acerca de tales temas y también otras de carácter social. La personalidad y el relieve de que indudablemente gozaba en los círculos cultos de esta época quedan bien de manifiesto en el hecho de que nada me­nos que la figura ya para entonces patriarcal de Voltaire, con la enorme au­toridad que le rodeaba en la última etapa de su vida, se ocupara de su estu­dio de años atrás sobre el hombre, aparecido primero en inglés y para en­tonces publicado también en francés16, y le dedicara un no insignificante y sumamente acre artículo17, donde se maravilla o afecta maravillarse de que un médico escriba de cuestiones filosóficas y le reprocha sus simpatías por Rousseau, pues crítico tan eminente no se hubiera detenido y aun encona­do de no tratarse de un hombre renombrado ni críticas tan acerbas se hubie­ran gastado en una obra que careciera de importancia; al contrario, y a des­pecho de sus propósitos, transparentan una admisión no por tácita menos evidente de su entidad y sus méritos.

Sus inquietudes intelectuales y la vida del estudio prevalecieron siem­pre en él sobre cualesquiera otros intereses y pronto le absorbieron por com­pleto. Según sus propias palabras, después de seis años de éxito en el ejerci­cio de la Medicina renunció a las riquezas que su práctica le proporcionaba y se entregó al placer de difundir conocimientos útiles18. Semejante actitud le depuso de la holgura económica y las relaciones sociales en que se movía, y en adelante vivió en un ambiente mucho más modesto.

De entonces son las tentativas en unos para llevarle, y de él por ir, a Es­paña, con el objeto de crear en Madrid una Academia de Ciencias, iniciativa y propósito muy propios del siglo precisamente de las Academias. Era, por cierto, un período de esplendor para el país: lo gobernaba el conde de Flori­dablanca y lo representaba en París el de Aranda, y ambos, cada uno desde su cargo, participaron en el conato. Llevaba las gestiones en la capital espa­ñola, y se mantenía en relación con el primero, el amigo de Marat, Philippe ­Rose Roume de Saint-Laurent, con quien aquél sostuvo una nutrida corres­pondencia sobre el particular entre principios de junio y finales de noviem­bre de 178319. Según la segunda de tales epístolas, Marat consagraba ya parte de su tiempo al estudio de la lengua española; en algún momento de­bió de estar o debió de ver muy avanzado el asunto, pues en la del 26 de sep­tiembre pide un desembolso de 20 mil libras al rey de España a fin de pasar a Londres y reclutar obreros en cobre y en vidrio para llevarlos a aquel país; en la siguiente, del 6 de noviembre, se manifestaba seguro de su triunfo, ci­fraba su felicidad en llevar las ciencias exactas y útiles al punto más alto que pueden alcanzar, declaraba necesitar para lograrlo la protección de un gran rey y expresaba que llegaría al colmo de sus anhelos consagrando sus talentos al bien de una nación que amaba y respetaba20, y en la última cita como hombres de mérito españoles a Zunzunegui, Santa Cruz y Jorge Juan21. Sin embargo, en esta misma carta, que es la más amplia e importan­te y de la cual su destinatario remitió copia al conde de Floridablanca a fina­les de enero de 1784, se perciben los serios inconvenientes con que el proyec­to había tropezado22, y a ellos se debe sin duda la extraordinaria longitud de la misiva, las alegaciones que contiene del autor pro domo sua y la copiosa serie de documentos que la acompaña23. Y, en definitiva, Roume de Saint- ­Laurent, detenido en la Conciergerie, escribió a Dantón y a Robespierre el 15 de julio de 1793: Yo había obtenido para Marat el puesto de director de una Academia de Ciencias en Madrid [...]; este puesto le fue robado por las pérfidas maniobras de sus enemigos24; y España hubo de esperar para te­ner Academia de Ciencias hasta 1847.

Este desdichado episodio se entrecruzó con las pésimas relaciones que de años atrás Marat tenía con los pensadores y científicos que gozaban de re­conocimiento o prestigio como tales y con las corporaciones doctas de su pa­tria. Con raíces antiguas, en la época que durante su juventud pasó en Pa­rís, la oposición se hizo notoria y adquirió dimensiones insalvables por un incidente que desencadenó en su corazón un resentimiento inextinguible contra los sabios oficiales y las camarillas académicas. En efecto, apenas mediado 1779 anunció al conde de Maillebois sus primeras experiencias so­bre la descomposición de la 1uz26; la Academia de Ciencias fue invitada a comprobarlas, y de seguido se iniciaron un juego indigno y una persecución minuciosa y encarnizada que Marat refiere con detalle a Roume de Saint-Laurent en la carta que le envió el 20 de noviembre de 1783, saldando al ca­bo por su parte este otro episodio con el opúsculo Les charlatans modernes ou lettres sur le charlatanisme académique, de comienzos de 1789, no publi­cado, empero, sino en algunos fragmentos el 17 de agosto de 1790 e íntegra­mente como folleto en septiembre de 179127.

Luego de dar por concluidas sus actividades como médico y a pesar de los planes de divulgar conocimientos útiles, hay unos años, cosa de un sexenio, en que vive obscuramente, abrumado por la enfermedad y subsistiendo me­diante recursos diversos. Sólo en 1789, en los pródromos de los cambios que se avecinan, vuelve a aparecer y a agitarse Marat, renovado su vigor, y se­gún hace eclosión y va pronunciándose y afianzándose el proceso revolucio­nario se agranda su figura y se despliega en la multiplicidad de sus posibi­lidades su capacidad de pensamiento y de acción hasta identificarse en cierto modo su poderosa personalidad y la Revolución en su significado más profundo y su verdadera magnitud.

Ahora bien, con buena dosis de inexactitud o de injusticia Marat veía en las mentes más esclarecidas de su medio un decidido materialismo; se re­fiere a ellas como nuestros filósofos, para quienes es un crimen creer en Dios28 , y les atribuye el horrible proyecto de destruir todas las órdenes religiosas, de aniquilar la religión misma29, ofreciendo en su abono perso­nal contra las críticas o asechanzas de que era objeto la garantía de respe­tables eclesiásticos30. En el fondo, su concepción no difería del deismo que predominaba en su tiempo.

Pero el terreno predilecto para sus inquietudes y meditaciones era el de las cuestiones políticas y sociales. Sin contar treinta años, entre 1770 y 1772, compuso su novela epistolar, integrada por noventa cartas, Les aven­tures du jeune comte Potowsky, cuyo manuscrito autógrafo se conservó en­tre sus papeles y permaneció inédito hasta 1848. Situada en el ambiente de guerras civiles que desgarraba a Polonia en el siglo XVIII y en medio de los sinsabores sentimentales que agobian al protagonista, el autor reconoce las pequeñas reformas en que se divertía puerilmente Catalina II, y tam­bién sus proyectos fallidos y, en definitiva, sus ilimitados deseos de ser adu­lada y los halagos de plumas mercenarias que cantan sus alabanzas, y señala cómo la autócrata mantenía la tiranía sobre sus antiguos súbditos, la miseria y el hambre que aprisionaban a la multitud, mientras la abun­dancia y las delicias pertenecen a unos pocos, y que, estando la mayor parte de la nación, privada del precioso bien de la libertad, todos los demás se anulan. Vovelle destaca que Marat captó y mostró en esta obra la contra­dicción del despotismo ilustrado: pretender que progresen las luces sin to­car las estructuras sociales fundadas en la explotación de un campesinado miserable ; lo cual equivale a postular o exigir un paso más, o sea, a adop­tar una concepción o una actitud revolucionaria, y, por otra parte, la entre­vista en Londres de un hombre que abrigaba y tenía escritos tales pensa­mientos con el conde Pouskin, más allá de las prescripciones y las fórmulas de la cortesía, evidentemente no podía de ningún modo dar fruto y estaba de antemano condenada al fracaso.

A marchas forzadas, trabajando puntualmente veintiún horas diarias durante tres meses, manteniéndose despierto mediante un consumo exce­sivo de café que pudo costarle la vida y quedando al cabo trece días enteros en un lastimoso estado de extenuación del que no salió más que con el soco­rro de la música y el reposo, redactó otra obra más terminante en el orden de sus ideas, The chains of slavery, cuya primera edición es de Londres en mayo de 1774. El motivo de semejante premura residía en su fervor por conmover a la opinión pública ante la proximidad del fin de un parlamento desacreditado por su venalidad y la inminencia de las elecciones para reemplazarlo por uno nuevo, sobre el que reposaban todas sus esperanzas. Muy diferentemente de otros franceses, Marat no era un frío espectador y admi­rador de la sociedad y las instituciones inglesas; vivía y trabajaba allí, en contacto inmediato con las capas sociales más necesitadas, conocía y sufría la corrupción de las instituciones, y se agitaba para contribuir al remedio de aquel deplorable estado de cosas. Se trataba, pues, de despertar de su letar­go a los ingleses, pintándoles las ventajas inestimables de la libertad, los males temibles del despotismo, las escenas espantosas y terribles de la ti­ranía, o, en una palabra, de traspasar a sus almas el fuego sagrado que de­voraba la suya. Para ello recurrió a una argumentación de carácter clásico, basada en ejemplos del mundo antiguo y de la propia Gran Bretaña.

Resumiendo su pensamiento, se tiene que, sobre un fondo rousseaunia­no, las naciones en sus orígenes se forman en un período o edad infantil en que la sociedad es sencilla, de costumbres duras y agrestes, de orgullo y amor a la independencia; tras lo cual, en la época juvenil se organizan para forjar un Estado temible en el exterior y tranquilo en su interior, y por fin arriban a la época de la virilidad y el florecimiento, con el desarrollo del co­mercio, de las ciencias especulativas, de las bellas artes, del lujo, de las bue­nas maneras, de cuanto es propio de la paz, la abundancia y el ocio, llegan­do después la degeneración y dirigiéndose a su caída. Y luego se explaya con minuciosidad acerca de los apoyos o instrumentos del despotismo o la tira­nía, o, lo que viene a ser idéntico, las cadenas de la esclavitud, que dan títu­lo a la obra. La desigualdad en las riquezas provoca la pobreza, que abate a los hombres y los doblega a la dependencia y condena a la servidumbre. La concentración de las riquezas que de otro modo hubieran circulado por todo el cuerpo social genera el monopolio, que termina con la buena fe en el co­mercio y culmina en el desorden, el engaño y la lucha sin cuartel en la vida económica, poniendo en precaria situación al pueblo y haciendo a indigen­tes y opulentos por igual soportes de la opresión política.

Los príncipes aprovechan todas las situaciones para innovar y robuste­cer su poder, poniendo sumo cuidado en impedir que se manifiesten las opi­niones, que se comuniquen entre sí los diferentes sectores del Estado y con­cretamente la libertad de prensa y de expresión en general. Como para mantenerse libres los hombres sus ojos han de estar fijos sin cesar sobre el gobierno, las religiones constituyen un apoyo muy eficaz del despotismo, y ninguna lo favorece más que el cristianismo, pues su concepción de la tierra como mero lugar de peregrinación, su llamada a mirar con preferencia ha­cia un mundo superior y su prédica de la resignación hacen perder de vista el amor al bienestar y a los bienes temporales, a los que está ligado y sobre los que descansa el amor a la libertad. Otro instrumento del despotismo es el ejército profesional, cerrado sobre sí mismo, aislado del pueblo y al servicio del príncipe, distinto y sustraído del poder civil. Y, puesto que para per­manecer libre es preciso estar constantemente en guardia contra quienes gobiernan, y esta atención continuada sobre los asuntos públicos está fue­ra del alcance de la multitud, demasiado ocupada en sus propios proble­mas, se necesita que existan hombres que vigilen con diligencia la acción del gobierno y la marcha de sus designios y manejos, y que hagan sonar la alarma y despierten de su letargo a la nación, descubriéndole el abismo que se abre bajo sus pasos e indicándole sobre quién debe caer su indignación, cuando se acerque la tempestad, pues la mayor desgracia que puede susci­tarse en un país libre es la carencia de discusiones en su seno, de partidos, de efervescencia, y, cuando se enfría la sangre del pueblo, deja de preocu­parse de la defensa de sus derechos y no toma parte en la gestión de la cosa pública,  su libertad está perdida. Los proyectos del despotismo sólo pue­den ser desconcertados por los esfuerzos de la muchedumbre; frente a él se precisa una insurrección general, en la que todos estén de acuerdo contra la tiranía, en la necesidad de un jefe y en quién sea éste, y obren organiza­da y rápidamente, siendo en casi todas las insurrecciones la plebe la que po­ne el cascabel al gato.

El introductor y anotador del volumen en que se recogen los escritos me­nores de Marat subraya el cuidado que tomó éste en no renegar jamás de sus obras anteriores a la Revolución, sino, al contrario, relacionarlas, cada vez que se le ofrecía la ocasión, con sus concepciones del momento presen­te, y hacer alarde de la audacia de sus teorías, por lo demás, todas penetra­das de la doble influencia de Montesquieu y de Rousseau Marat mantu­vo con gran consecuencia su pensamiento en cuestión de principios, ya que no sobre los hombres. Resulta imposible discernir en sus escritos varia­ciones de fondo importantes. Lo que cambia en él son sus amistades y sus odios, más que sus concepciones. La marcha de los acontecimientos y las condiciones en las cuales se desenvuelve la Revolución le permiten juzgar a los hombres bajo una nueva luz, porque se los cuestiona con circunstan­cias nuevas. De ahí, los cambios súbitos, las opiniones sucesivas y en apariencia contradictorias, los ataques violentos contra los ídolos de la víspera y el encarnizamiento tanto en la hostilidad como antes en la alabanza.

Apenas se divisa en el horizonte francés la posibilidad de importantes sucesos políticos, la personalidad de Marat se galvaniza y emprende una denodada actividad de publicista, que con el tiempo y los acontecimientos irá haciéndose vertiginosa y confundiéndose con su acción en todos los es­cenarios, sin arredrarse ni decaer nunca ni cesar sino con la muerte. Ante la caótica situación financiera de Francia, Luis XVI convoca, el 8 de agosto de 1788, los Estados generales, que no se habían reunido desde 1614; y la no­ticia, que Marat recibió de un amigo, le produjo una viva sensación y le hi­zo reponerse de una grave enfermedad, entrando de inmediato en un proce­so de laboriosidad frenético, análogo al que le llevó a componer Las cadenas de la esclavitud, y escribiendo así durante los últimos meses del año su cé­lebre Offrande à la Patrie, ou discours au Tiers-Etat de France, que apare­ció anónima en febrero de 1789. Lleva un lema tomado de las Epístolas de Horacio, se encuentra articulada en cinco discursos y posee un tono eleva­do, solemne, un sí es no es retórico. Mas no por esto ni por su moderación omite y vela sus ideas, pues empieza afirmando, con énfasis, que el poder soberano reside en el cuerpo de la nación, del cual emana toda autoridad le­gítima, y que los príncipes están establecidos para hacer observar las leyes, a las que ellos mismos se hallan sometidos. Como quiera que el rey no había dado muestras todavía de su verdadera catadura moral ni de su actitud po­lítica, confía en él y dice que los sufrimientos de la Patria han llegado a los oídos del monarca, que su corazón paternal se ha conmovido y que, indigna­do por los abusos de que servidores infieles la han hecho objeto, vuela a su socorro. De todos modos, cree que los males de los franceses concluyen y que los franceses serán libres, si tienen el coraje de serlo. Confía también en que los hombres de fortuna, los nuevos nobles, los magistrados, el clero, los hombres de letras y los sabios se unirán en el tercer estado con los obreros, los artesanos, los comerciantes, los agricultores, formando entre todos una legión innumerable e invencible, que incluya en su seno las luces, los talentos, la fuerza y las virtudes, para oponerse a la facción de quienes han pro­bado sus pretensiones tiránicas. Exhorta a elegir como representantes del tercer estado a hombres de buen sentido, probos, celosos del bien público, experimentados. El quinto discurso es el más interesante, porque en él pro­pone las que denomina leyes fundamentales del reino, entre las que confiere particular relieve a las concernientes a la garantía de la libertad de prensa y a la reforma de la legislación criminal y de los tribunales. En esta materia reitera ideas que tenía expuestas en el Plan de législation criminelle, las expresa de manera más terminante o reproduce casi textualmente alguna frase rotunda.

El entusiasmo, el optimismo y el idealismo de la Ofrenda a la Patria decaen pronto en el Supplément de l´Offrande à la Patrie, que aparece en abril del mismo año 1789, también anónimo y con el propio epígrafe de Horacio.  Aunque todavía confía en las bellas cualidades de Luis XVI, no fía el remedio de las calamidades públicas ni siquiera en suponer a los príncipes el amor que deben tener y que casi nunca tienen al bien de su pueblo, pues así hubieran nacido con las disposiciones más felices y hubieran recibido la educación más sabia constituiría siempre una imprudencia entregarles la autoridad suprema. La felicidad pública sólo puede cimentarse en la existencia de derechos sagrados, en un estado de leyes inflexibles y en un gobierno de barreras insuperables. Es preciso dar a Francia, en lugar de un gobierno absoluto, una constitución sabia, justa y libre; y luego traza un esquema de separación de poderes inspirado evidentemente, aunque no lo nombra, en Montesquieu.  Los intereses de las compañías, de los cuerpos, de los órdenes privilegiados son inconciliables con los intereses del pueblo; es sobre el rebajamiento, la opresión, el envilecimiento y la desgracias de la multitud sobre lo que un pequeño número funda su elevación, su dominación, su gloria y su dicha. Así, pues, si el pueblo no tiene nada que esperar para romper sus hierros más que de su coraje, basta con mostrarles las sinrazones, la injusticia y los ultrajes de sus tiranos, que es lo que él ha hecho.  Si la salud del Estado exige que se comience por deliberar acerca de las leyes fundamentales del reino, la unidad de las decisiones exige que los tres órdenes se reúnan para deliberar sobre todos los asuntos de alguna importancia, solo uso conforme a la razón, y seguido con constancia durante varios siglos, en los que las Asambleas de la nación eran verdaderamente nacionales. Si la unidad de las decisiones exige que los tres órdenes deliberen en común, la razón quiere que opinen por cabeza, sin lo cual no habría equilibrio en los sufragios47. Que la Asamblea no se disuelva antes de haber estatuido las leyes fundamentales del reino48. Las Asambleas nacionales deben ser permanentes, y en ellas serán vanos los intentos de hacer prevalecer conveniencias personales e intereses particulares, escuchándose sólo la voz del bien público49. Se sirve de ideas y en una nota reproduce párrafos de Las cadenas de la esclavitud, sin manifestar que sea suya, sino una obra inglesa (...) igualmente notables por su energía y por su profundidad, que una sociedad patriótica, según él, se estaba ocupando de hacer traducir al francés, para poner a la nación en situación de aprovechar las grandes lecciones que contiene50. En definitiva, la concepción política que diseña y preconiza Marat no pasa de ser la de una monarquía constitucional, si bien con una fuerte inclinación popular.

     Con el desencadenarse y precipitarse de los acontecimientos y los cambios revolucionarios, empero, sus ideas, más que radicalizarse, se afianzan y se adecuan y concretan según las resistencias que despiertan y las nuevas circunstancias, y por esta vía lo que al principio era dable conseguir mediante prevenciones y mudanzas moderadas requiere progresivamente medidas más enérgicas y dolorosas y culmina en transformaciones más profundas y grandiosas; y, por otra parte, tales ideas, para ser eficaces, sin abandonar nunca la forma y las dimensiones de los folletos y panfletos de pequeña y aun mínima extensión, mas por ello mismo de mucha difusión y rápida repercusión, tienen que verterse con un ritmo continuado en periódicos que lleguen diariamente al pueblo y convertirse así en llamada y orientación cotidiana para la acción y, de ser preciso, el combate. Con lo cual irrumpió Marat y se consumió en la febricitante simbiosis de la política y el periodismo; hizo la Revolución y le hizo la Revolución, y los cuatro años que le faltaban para morir, años que fueron de fragor y de fervor, de vigilia incesante y de sacrificios crecientes, constituyeron la plenitud y la coronación de su vida.

En la plétora de la prensa francesa de aquel tiempo publicó varios periódicos, con uno de los cuales, el de mayor importancia y duración51, llegó a identificarse y a se identificado, hasta el punto de que  L´Ami du peuple tanto es su título52 como el propio apelativo personal de quien lo dirige y casi íntegramente escribe. En efecto, así como Voltaire es por excelencia el Amigo de la humanidad, noción más abstracta y acaso más generosa, Marat será para la posteridad el Amigo del pueblo, más concreta y aprehensible, de ma­yor significado político y social y, por consecuencia, de más fuerza y virtud operativa. Esta diferencia entre ambos sobrenombres o apelativos es elo­cuente acerca de la distinta personalidad de cada uno, de su contraposición y de su recíproca animadversión. Marat se contentó con sentirse siempre formando parte, y a la vez vigía y voz, de los desheredados, de los que traba­jan duramente, de los que invariablemente ponen más y obtienen menos, casi nada, en las peleas por la libertad y por el pan. Sus preferencias fue­ron, pues, habían de ir, entre las figuras sobresalientes del pensamiento en su época, hacia Rousseau, el más grande hombre que habría producido el siglo, si Montesquieu no hubiese existido.

La lealtad y consecuencia indefectible a sus principios morales y sus con­vicciones políticas le obligó con frecuencia a adoptar dolorosas divergencias y pugnas con personajes en los que había cifrado sus esperanzas hasta po­co antes e incluso con quienes habían sido estrechamente sus amigos. De lo primero se tiene buen ejemplo en Necker, que aún merece su confianza, sin nombrarle, en el Suplemento de la Ofrenda a la Patria, y al que denuncia con insistencia sólo meses después; y de lo segundo, en Brissot de Warville, con quien había tenido una cordial amistad, y que fue luego para él una verdadera bête noire, a la que atacó con extremado rigor y sin tregua. A lo largo de toda su vida fue hombre de una pieza.

A pesar de que las etapas de convulsiones revolucionarias suelen hacer difícil y hasta imposible para quienes ejercen el poder público o influyen de cerca en él el evitar muchos excesos y la prevención o la represión de no po­cos delitos, y tampoco son infrecuentes las ocasiones en que desde el propio poder o en sus proximidades se perpetran excesos y delitos, ni sus mismos, y por cierto abundantes y encarnizados, detractores pueden negar a Marat la decencia e incluso la delicadeza de su conducta, en los más diversos as­pectos de su actividad, no ya en la vida pasada, sino, con gestos de espontá­nea honradez y de ternura sencillamente conmovedores, durante y según avanzaba y se encruelecía la Revolución.

Y al fin vino a morir como vivió. Al volver a París tras una de las persecu­ciones que le hacían huir u ocultarse y que le provocaban pasajeros desa­lientos, encontró lo que Coquard califica de “un puerto de paz” entre las hermanas Simonne, Etiennette y Catherine Evrard, que habían llegado de su Borgoña nativa en la década del ochenta y trabajaban en la capital como obreras, y también el marido de la última, que era tipógrafo e imprimió mu­chas veces L’Ami du peuple; y se sitúa en enero de 1792 el comienzo de su unión con la primera de ellas. Para matarle hubo que engañarla y que en­gañarle. La vieja enfermedad se había recrudecido y se le hacía insoporta­ble; apenas podía aliviar la comezón que le atormentaba sumergido en una bañera llena de agua, de donde sólo sacaba la cabeza que pensaba y la ma­no con que escribía, y, haciéndole avisar falsa y apremiantemente que traía y le proporcionaría datos relativos a la conspiración en Normandía, pene­tró la asesina hasta la habitación en que estaba Marat, el confiado Marat, y le apuñaló. Era el 13 de julio de 1793; fueron inútiles los esfuerzos de su her­mana Albertine, que acababa de llegar de Suiza, y de Simonne, por resta­ñarle la herida; el revolucionario murió en los brazos de ésta, en los brazos del amor, de su amor.



II

Gestación y estructura de un libro revolucionario de Derecho penal



Conforme es sabido, un uso que las Academias y otras sociedades doctas más o menos parecidas que abundaban en la Europa de la segunda mitad del siglo XVIII extendieron, y que estimuló mucho la formulación del pen­samiento de la época sobre numerosos asuntos de carácter moral, político o económico, y contribuyó no poco a su difusión, fueron los concursos que so­lían convocar acerca de temas concretos de tal naturaleza, ofreciendo un premio para el estudio que, entre los presentados, resultara ganador. Al ca­lor de estas convocatorias se generaron varias de las obras, o con frecuencia simples opúsculos, denominados a menudo discursos o memorias, más re­presentativas e importantes de aquel tiempo, algunas de las cuales llega­ron a suscitar una verdadera conmoción y hasta revolución en el modo de ver y entender ciertas cuestiones, aunque no siempre las que obtuvieron las recompensas fuesen las más valiosas, ya que en ocasiones fueron corona­das por el triunfo algunas que la posteridad recuerda, así como a sus auto­res, sólo por haber sido galardonadas en certámenes a los que habían con­currido figuras más notables con producciones más notorias. Entre seme­jantes chefs d’oeuvre o capolavori, descuellan los Discursos de Rousseau o, en el ámbito más restringido de lo penal, y aparte del opúsculo de Becca­ria, los de Bernardi, de Brissot de Warville, de Lacretelle y de Robespierre.

Pues bien, en este agitado mundo de ideas e inquietudes se originó, y probablemente el fruto más granado de semejantes concursos acerca de materias penales fue, el Plan de législation criminelle, de Marat. En efecto, la Gazette de Berne publicó, el 15 de febrero de 1777, el anuncio de que un amigo de la humanidad, que, satisfecho de hacer el bien, quiere sustraerse al reconocimiento público ocultando su nombre, ha hecho llegar a la Socie­dad Económica de esta ciudad un premio de cincuenta luises en favor de la memoria que la sociedad juzgue mejor sobre el tema siguiente: Componer y redactar un plan completo y detallado de legislación criminal desde este tri­ple punto de vista:1° de los crímenes y de las penas proporcionadas que se trata de aplicarles; 2° de la naturaleza y de la fuerza de las pruebas y de las presunciones; 3° de la manera de adquirirlas por vía del procedimiento cri­minal, de suerte que la benignidad y la instrucción de las penas se concilie con la certidumbre de un castigo pronto y ejemplar, y que la sociedad civil en­cuentre la mayor seguridad posible para la libertad y la humanidad.[...]. El premio será adjudicado a fin del año 1779, y las obras del concurso deben ser dirigidas libres de gastos al señor doctor Tribolet, secretario principal de la Sociedad, hasta julio de 1779. Podrán estar escritas en latín, francés, alemán, italiano o inglés[...]. O sea, que se encargaba nada menos que un plan entero de legislación criminal, tanto en lo substantivo cuanto en lo procesal.

Interesado en el tema e impetuoso como era, de inmediato se lanzó Ma­rat a preparar la memoria correspondiente, que finiquitó y presentó en tiempo y forma, con el mencionado título de Plan de législation criminelle y bajo el siguiente lema, que tomó de Cicerón: Nolite, quirites, hanc saevitiam diutius pati, quae non modo tot cives atrocissime sustulit, sed humanitatem ipsam ademit, consuetudine incommodorum.

La resolución del concurso sufrió varias dilaciones y no se decidió hasta 1782, premiándose al fin el Abhandlung derKriminalgesetzgebung, escrito en colaboración por dos de hecho olvidados juristas sajones, Hans-Ernst von Globig y Hans G. Huster, que se publicó en 1783. Se dice que el genero­so donante del galardón había sido Federico II y que el principal animador del premio era Voltaire en persona, quien quedó tan encantado con la convocatoria, que aumentó la recompensa con una considerable suma de su bolsillo y a quien aquella iniciativa y aquel ambiente estimularon para es­cribir su célebre Prix de la justice et de l’humanité en el propio año 1777.

Con estos antecedentes y con el espíritu de su obra, Marat no podía tener éxito, pero no era hombre que se desanimara con facilidad, consideraba su Plan la menos imperfecta de cuantas habían salido de su pluma hasta en­tonces y no bien entrevió o supuso el resultado desfavorable del concurso se determinó a darla a la imprenta en Neuchâtel (Suiza) por su cuenta. La pu­blicación estuvo acabada en 1780 y en seguida la hizo remitir entera a Fran­cia. Por desgracia, el guardasellos, que a la sazón era el orleanés Armand Thomas Hue de Miromesnil, estaba informado de que el libro contenía nu­merosos pasajes subversivos y ordenó que, al llegar los volúmenes al país, fueran cortados los fragmentos incriminados y arrancadas páginas ente­ras. Tras ello, el autor resolvió destruir íntegramente la edición, de la cual parece que no se ha conservado ningún ejemplar.

El texto vio la luz dentro de la serie de obras sobre temas similares Bi­bliothèque philosophique du législateur, de su en la época buen amigo Jac­ques-Pierre Brissot de Warville, en el tomo quinto, si bien, por el lógico temor y una precaución muy explicable de aquél, sin indicación del autor; y sólo en 1790 lo publica Marat con su nombre en París, en un volumen de ciento cincuenta y siete páginas en octavo. Tal edición es verdaderamente rara, y desde ella el libro no había vuelto a las prensas hasta la muy cuida­dosa de Daniel Hamiche, también en París, de 1974, que se ha reseñado.

Es de notar que la obra responde a un afán y un propósito característica­mente éclairés, y que fue compuesta mientras no se había declarado osten­sible y cruda la crisis del ancien régime y aún se podía considerar a Luis XVI un monarca más o menos humanitario, pero que no tuvo acogida y encontró serios obstáculos para su publicación bajo aquella mentalidad y aquel régi­men, y que sólo pudo aparecer sin trabas una vez que hubieron caído, con la consiguiente desaparición de sus limitaciones y de la resistencia que opo­nían a los cambios verdaderos y profundos y la apertura del mundo a las grandes transformaciones. Por otra parte, el autor escribió en unos años de éxito en el ejercicio de su profesión, de desahogo económico y de esplendor en sus relaciones sociales, lo cual acredita que las revolucionarias ideas que explaya en ella no fueron una improvisación ni fruto de ninguna estrechez ni amargura, sino que se hallaban bien arraigadas en su pensamiento y en su idiosincrasia.

Luego de un avant-propos que Marat escribió para la edición de 1790, consta de cuatro partes, que se corresponden fielmente, a partir de la se­gunda, con las tres cuestiones en que la convocatoria del concurso había descompuesto y planteado el tema de éste. En la primera, a modo de intro­ducción, se ocupa de los principios fundamentales de una buena legislación. La segunda está dividida en ocho secciones y la primera de ellas, a su vez, en dos capítulos; y, en general, el libro se compone de parágrafos sin nume­rar, cada uno con su rúbrica y nunca muy extensos. En ciertos pasajes ado­só algunas notas que estimó oportunas y que la traducción conserva.

Sin entrar por ahora al examen de su contenido, sí cumple señalar que el tono exaltado, y a las veces, según conviene al asunto sobre el que versan ciertos pasajes, sensible o apasionado, con que expone sus razonamientos y propuestas, adelanta muy bien la significación avanzada y terminante de la obra, esto es, radical, verdaderamente revolucionaria. De ningún modo obsta a ello el eco o aprovechamiento que a menudo se puede observar en sus páginas, sean las referidas a temas fundamentales o a puntos específi­cos, de planteamientos de algunos de los principales ilustrados de su siglo, como Montesquieu y sin excluir a Voltaire, y más bien lo incentiva el espíri­tu que abierta y constantemente lo anima: el de Rousseau. Por consiguien­te, tampoco tiene nada de extraña su semejanza en muchas ocasiones con Beccaria ni que se sirva de fragmentos de Las cadenas de la esclavitud .



III

Genuina expresión del pensamiento revolucionario
en materia penal


Se ha objetado nuestra distinción entre Ilustración y Revolución, entre ilustrados y revolucionarios, entre el pensamiento ilustrado y la mentali­dad revolucionaria, sosteniendo que el primero es ya revolucionario y que las ideas de los enciclopedistas son acogidas y hechas suyas por la Revolu­ción. Lo cual, hasta cierto punto, es verdad. Existe una secuencia ideal, en las ideas y aun en las aspiraciones. Sin embargo, la diferencia es efectiva, y radica en los supuestos políticos y sociales, entre una concepción de conti­nuidad o bien de ruptura de la estructura social y de la organización políti­ca; en la actitud y el protagonismo del cambio, concibiéndolo con un criterio paternalista o, en su lugar, como una conquista automanumisora, y en su radicalismo y las consecuencias en que los cambios deben desembocar. Es una diferencia, nada menos, entre que el hombre prosiga siendo un súbdito o se erija en ciudadano.

La Revolución triunfante realizó en plenitud, ciertamente, cuanto había implícito en la mente y el empeño de los ilustrados, mas con ello desborda por encima de las limitaciones que los habían modelado, los constituían y los contenían. La contraprueba de esta aserción se obtiene no más que con observar la reacción de los ilustrados que, por ser posteriores o más longe­vos, llegaron a vivir durante los sucesos revolucionarios, con sus azares. Su actitud fue, primero, la de contemporizar; en seguida, intentar someterlos a cauces, enderezarlos, y, al fin, conspirar y esforzarse por aniquilarlos, lle­gando con frecuencia a perecer en la demanda. Era la puesta en práctica de sus propias aspiraciones, pero exaltada hasta el infinito y al precio de la quiebra y negación de su propio orden mental y social, en el que se habían formado y se habían movido a lo largo de su vida. Lógicamente, lo congruen­te habría sido adoptar una actitud inteligente, de comprensión y adapta­ción, en la que los cambios habrían incitado al desarrollo, el progreso y la evolución de las ideas, pero, psicológicamente, lo natural es que se encerra­sen en una intransigencia casi instintiva, hecha de desconcierto y oposi­ción. Encapsulados así en su mundo, en un mundo que ya no era, y desconec­tados de la realidad y del tiempo, su ofuscamiento se traduce en obturación a lo nuevo, ciego recurso a la violencia y negación u olvido de su propio pen­samiento y de su propia obra, de la trayectoria entera de sus vidas. Y esto, igual en los primeros actores que en los personajes menores de la historia.

Los ejemplos sobran. En un orden general, recordemos a Floridablanca, el viejo ministro de Carlos III; más próximo al Derecho penal, a Pedro Leo­poldo de Habsburgo, que, como archiduque de Toscana entre 1764 y 1790, había sido uno de los déspotas ilustrados más progresivos y avanzados en los diversos campos de la política y la legislación, pero que luego, en el trono imperial desde 1790 hasta 1792, no sólo fue el más encarnizado enemigo de la Revolución francesa—en lo que pudo influir el hecho de ser hermano de María Antonieta— sino que también en lo interno puso fin al gobierno refor­mador que había llevado su hermano y antecesor José II; y, entre los pena­listas, a Manuel de Lardizábal, que adoptó la actitud más sumisa a Fernan­do VII, lo mismo frente al alzamiento popular español de 1808 que frente al de 1820, y le sirvió con la mayor lealtad en su política reaccionaria y repre­siva, llegando a formar parte en 1814 de una comisión de depuración de fun­cionarios, no obstante haber sufrido persecución en la etapa antiilustrada de Godoy.

Habría sido de ver cómo hubiera reaccionado Federico II, asistido y aconsejado por Voltaire, si uno y otro hubiesen llegado a tales días y si la amistad entre ambos se hubiese mantenido hasta entonces.

Quien percibió con exactitud y mostró con claridad la diferencia fue, y ca­si cabría decir que tenía que ser, un revolucionario indudable, nada menos que Robespierre, reconociendo que cualquiera que ignorase la influencia y la política de los enciclopedistas carecería de una idea completa del prefa­cio de la Revolución, pero proclamando que, así como en materia de moral fueron mucho más allá de la destrucción de los prejuicios religiosos, en ma­teria de política quedan siempre por debajo de los derechos del pueblo, que eran precisamente los que importaban a Marat y en cierto modo repre­sentaba o encarnaba.

A pesar de la indudable cesura que se da entre los dos períodos, también hay una continuidad y acentuación del espíritu utilitarista, progresista y optimista, y, lógicamente, de la sensibilidad humanitaria y la repugnancia al dolor físico. Una época férvida de afanes transformadores y filantrópicos como la de las luces tenía que conferir particular atención, en el pensamien­to y en los hechos, a la legislación penal, y que imprimirle un rumbo nuevo, en consonancia con sus ideas y su sensibilidad. Así, no es mucho, pues, que fuera también la edad de la razón la que contempló los primeros comienzos de un trato inteligente y humano de criminales y dementes; y en verdad resultaría muy instructivo y útil como penalistas detenerse a este propósi­to en la obra y la significación de Philippe Pinel.

Ahora bien, entre la multiplicidad de temas y problemas que, igual que las restantes actividades humanas y, en términos generales, cualquier parcela de la realidad, presenta lo punitivo, existen dos que constituyen efecti­vas claves o piedras de toque para apreciar y decidir si un autor o su obra, o una legislación, están incardinados en el ideario ilustrado o en el revolucio­nario, a saber: la necesidad o la negativa de la interpretación de la ley y si la punición de un acto delictivo depende o debe prescindir de la pertenencia del condenado a uno u otro estrato social. Confluyen en las respectivas y an­titéticas tomas de posición dentro de cada una de tales cuestiones raíces fi­losóficas y concepciones políticas que conducen derechamente, por una par­te, a sostener la necesidad de la interpretación o a alegar sus inconvenien­tes, y, por otra, a defender la desigualdad o la igualdad de la pena por un mismo delito según la inserción social de quien lo haya perpetrado.

En cuanto a la interpretación, la superioridad del soberano en relación con los súbditos se refleja en que, por mucho que se restrinja, no cabe evitar la interpretación de la ley, acudiendo en último término al príncipe, de ser preciso, para que declare su intención, mientras que, cuando se entiende que la ley es obra de los ciudadanos, y no de una instancia superior, su in­terpretación por los jueces, no sólo es innecesaria, sino que denota y envuel­ve un verdadero peligro para la voluntad expresada en el texto legal y para la seguridad individual.

La misma preocupación de evitar que mediante la interpretación resul­te desvirtuada la voluntad popular plasmada en la ley, sabido es que inspi­ró la creación de la casación en la Francia revolucionaria.

Y por lo que hace a la diferencia o la identidad de las penas para la pro­pia infracción criminal en delincuentes de distinto nivel social, la confor­mación estamental, o sea, estratificada, de la sociedad, lleva por sus pasos contados a la desigualdad de las penas para los mismos delitos según que el reo pertenezca, dentro de la comunidad, a capas distintas, mientras que en una sociedad homogénea, cuya estructura se basa en la idea de un igualita­rismo esencial entre todos los ciudadanos, las penas tienen que ser idénti­cas sin atender para nada a la extracción o calidad del delincuente.

Paradigmas de estas contrapuestas maneras de concebir las cosas son Lardizábal y Beccaria, acreditados representantes, por su orden, del pen­samiento ilustrado y del revolucionario en materia penal.

Conviene advertir que en el proceso que caracteriza el siglo XVIII, com­puesto por la Ilustración, o sea, el illuminisme de los franceses, la Aufklärung de los alemanes, y la Revolución, éstos son, más y antes que períodos en sentido cronológico y que acontecimientos o conjuntos de acontecimien­tos sociales y políticos, hechos de pensamiento, que se producían en el pla­no de las ideas. Que, inmediatamente sucesivos e íntimamente conectados, el segundo proviniera y dependiera del primero, imprimiéndole un impul­so y operatividad que no tenía, rompiendo las limitaciones que lo consti­tuían y configuraban, extremando sus ideas y postulados y extrayendo en el pensamiento y en los hechos las últimas consecuencias de sus pretensio­nes y finalidades, muy a la inversa de negar lo anterior, corrobora que se trata de etapas o fases en sentido cultural, con cuanto el complejo concepto de cultura abarca, y, por semejante razón, no se dan de manera separada, fuese de seguida o con contigüidad, en el tiempo, sino que se imbrican, las influencias y los contactos de cada uno con el otro son múltiples, y en ocasio­nes no resulta sencillo situar en uno u otro de ellos a ciertos personajes o sus obras o se observa que un mismo personaje oscila y evoluciona de la mode­ración ilustrada al radicalismo y hasta el desenfreno revolucionario. Es más, el diferente grado de adelanto a la sazón en los distintos países de Eu­ropa hace que la mentalidad, los planes, las empresas de algunos respon­dan en determinado momento a estadios y perspectivas que otros ya han dejado atrás, pero, por lo mismo, pueden conocer y beneficiarse, para criti­carlos o para acogerlos en parte, de los logros que éstos tienen alcanzados. Así es como, a pesar de ser la obra penal de Lardizábal casi veinte años pos­terior a la de Beccaria, se las puede comparar y se comprende que la del es­pañol represente una concepción muy anterior a la del milanés y que en sus páginas discuta y rebata a cada paso las tajantes aseveraciones que el últi­mo había formulado y defendido con ardor.

Y, en fin, no hay que perder de vista el que dichos períodos o fases sólo en sus líneas generales son algo homogéneo, pues están llenos de diversidad, contradicciones e incluso, con frecuencia, intereses encontrados. Sin em­bargo, no por ello dejan de poseer una personalidad definida ni deja de ser hacedero trazar las líneas que los perfilan y diferencian en lo filosófico, en lo artístico, en lo social y en lo político.

En lo filosófico, inspira a los ilustrados, principalmente, la filosofía de la razón, tributaria del racionalismo continental del mil seiscientos y que des­ciende la razón, es decir, la trae, de la contemplación y discusión de los gra­ves y abstractos problemas metafísicos a la solución de los problemas con­cretos y más apremiantes del obrar del hombre y su destino, y, por otro la­do, el empirismo inglés, mientras que para los revolucionarios es más im­portante la filosofía del sentimiento y se hallan propensos a escuchar de continuo el lenguaje del corazón y a conmoverse hasta las lágrimas.

En lo artístico, predomina en aquéllos la mesura racionalista del neoclá­sico, e impulsa con creciente vigor a éstos e inflama su expresión el prerro­manticismo, que se concentra en movimientos como el Sturm und Drang (tempestad y empuje), cuya denominación vale por toda una definición y la aventaja. En lo social, los unos suelen pertenecer a la nobleza menor, se mueven con soltura en la corte y frecuentan los salones, y son audaces no más que en la esfera del pensamiento, sin sobrepasar por lo común las lin­des de un prudente teísmo o, a lo sumo, del mero deísmo, en tanto que otros son profesionales salidos de la burguesía o que proceden de regiones apartadas, en la periferia de sus respectivos países, decididos a no detener­se y a llegar en los hechos hasta todas sus lógicas y naturales consecuen­cias. En lo político, resume con mucha concisión y acierto la posición de los primeros la máxima de Turgot, todo para el pueblo, pero sin el pueblo, el cual es o debe ser, en cambio, para, los segundos, el principal actor de la vida pública y sus mutaciones.

Sobre tal fondo de renovación y de preocupación por el hombre y la socie­dad, la reforma penal no es en la centuria decimoctava una reforma más en­tre las innumerables que se trazaron los hombres de aquel tiempo. Los es­píritus más abiertos y significativos le dedicaron particular atención, y sus nombres están vinculados a ella, explicándose así, por consiguiente, que figuras que no habían sido formadas en lo jurídico, como Marat, reflexiona­ran minuciosamente y escribieran ampliamente acerca de la materia.

La reforma de la legislación tuvo grandísima importancia. Filangieri di­jo que parece que ésta es solo la última mano que falta dar para completar la obra de la felicidad de los hombres, y parece que la situación misma de las cosas la haya preparado;  y, en sentido semejante, Voltaire concluyó su Commentaire sur le traité des délits et des peines con las siguientes pala­bras: En este siglo buscamos perfeccionarlo todo; procuremos, pues, per­feccionar las leyes de que dependen nuestras vidas y nuestras fortunas.

Con arreglo a estas coordenadas y pasando de un panorama general a la concreta obra de Marat, es el momento de revisarla despaciosamente para hacerse cargo de los elementos que permitan incluirla o filiarla en una de las líneas señaladas. En obsequio a la comodidad del lector, se seguirá en la tarea el orden del libro; y en ella hay que notar ya la frase con que se abre su avant-propos, en la que se pone de relieve la estrecha dependencia de las le­yes criminales en relación con el sistema político de cada pueblo, observa­ción que por cierto había hecho décadas antes Montesquieu, pero que aho­ra se formula con singular énfasis. Por lo demás, en el propio párrafo mani­fiesta con resolución el autor, como una capital advertencia preliminar, que él escribe para hombres libres; y luego adelanta que el código criminal debe estar entre las manos de todo el mundo, idea que reitera páginas des­pués, casi al cabo de la primera parte y casi con las mismas palabras, aña­diendo, en nota, que debe ser a tan bajo precio, que el ciudadano más pobre a su vez esté en situación de procurárselo.

Se transparentan y extreman influencias de Rousseau en el atrevido aserto de que no hay en el mundo un solo gobierno que se pueda considerar legítimo, y de que, sin duda, todos los Estados han sido fundados por la violencia, el homicidio y la rapiña, y la autoridad no tuvo desde el principio otros títulos que la fuerza, apenas mitigado por la afirmación de que los males de la anarquía serían peores aún que los del despotismo. Tan firme es su convicción en este punto, que poco después, en una nota, vuelve sobre el origen injusto de todos los gobiernos de la tierra, sacando de ello argu­mento contra la pena capital.

Aceptando como un hecho que no se discute el pacto social, mediante el cual los hombres se han reunido y dado leyes para fijar sus derechos respec­tivos y han establecido un gobierno para asegurar su goce, y renuncian a la venganza para entregarla al brazo público, a la libertad natural para ad­quirir la libertad civil y a la comunidad primitiva de bienes para poseer en propiedad una parte, ve el único fundamente legítimo de la propiedad, tanto en el estado de naturaleza como en el de sociedad, en el derecho de disponer de lo indispensable para la existencia propia, sin que se extienda a na­da superfluo que sea necesario para otros; opinión que no es la de la aboga­cía, pero sí la de la razón. Y de aquí se arriba con facilidad a postular una es­pecie de reforma agraria, repartiendo equitativamente ciertas tierras en pequeños lotes, y hasta a un anticipo bastante bien perfilado de lo que hoy se llama seguridad social, comprensivo de la protección contra la enferme­dad y la vejez, claro antecedente de la Constitución de 24 de junio de 1793 en su artículo 21.

En el mismo apartado se encuentra su célebre discurso del ladrón, que pone en boca de un miserable que ha caído en el delito, verdaderamente no­table y de conmovedora elocuencia, a cuyo final el autor ve correr las lágri­mas de los hombres justos, comparable al que intercala en su opúsculo Bec­caria a propósito de la pena de muerte. Es idéntica exaltación del indivi­dualismo exacerbado que en otros arrastra a una vida libérrima, de fiera y natural independencia, en medio de vastos e ilimitados espacios, al margen de la sociedad y sus normas, iniquidades y convenciones, que desdeñan con encendidos ademanes de soberbia y sobre las que dejan caer inflamados tre­nos condenatorios; es idéntico gesto de decisión para ahondar hasta las fi­bras más íntimas y delicadas del ser humano, idéntico espíritu del que ani­ma la sensibilidad e impulsa en definitiva el mundo del prerromanticismo y recorre gran parte de sus letras, el espíritu que se deslíe en ternura o co­bra poderosos acentos viriles y el estilo siempre elevado y sonoro, por decir­lo en cifra, de Los bandidos, de El mendigo, del Canto del cosaco, de El cor­sario, de La canción del pirata.

Puesto que hayan de existir, las leyes criminales deben ser justas y sa­bias, claras y precisas, sin nada obscuro, incierto ni arbitrario. El Código pe­nal nunca será demasiado sencillo y preciso, pues importa que cada cual en­tienda perfectamente las leyes y sepa a qué se expone violándolas; y, una vez redactadas, deben ser promulgadas con el aparato más apropiado y es­cogidos los mejores medios para hacerlas respetar y observar. Aunque no expresada de manera suficiente, la idea de la legalidad, y el consiguiente afán de garantizar la seguridad jurídica y la libertad individual en esta gra­ve materia, son evidentes; lo cual queda corroborado mucho más adelante, cuando afirma que ante las situaciones respecto a las que la ley no se haya pronunciado el juez, que es su órgano, debe guardar silencio, y el delin­cuente debe ser absuelto: inconveniente muy grave, convengo en ello, pero inevitable, si se quiere desterrar todo arbitrio de los tribunales y asegurar la libertad pública.

En toda sociedad bien regulada se procura mucho más prevenir los crímenes que punirlos, y frecuentemente esto se logra sin penas graves, pues en la punición del culpable la justicia debe buscar menos vengar la ley violada que contener a quienes pudieran estar tentados de violarla. Al infligir las penas, no basta con satisfacer la justicia, sino que se precisa, además, co­rregir a los culpables, y, si son incorregibles, hay que convertir su castigo en provecho de la sociedad, empleándolos en los trabajos públicos más repug­nantes, malsanos, peligrosos. Así como a la sociedad y la equidad interesa que las penas sean proporcionadas a los delitos, a la humanidad el que no sean atroces. Las penas desproporcionadas a los delitos y demasiado atro­ces antes los multiplican que los combaten, pues exponen a que sean exe­crados aquellos que denuncian ante la justicia a los culpables de delitos pe­queños, y los mismos jueces, cuando no pueden mitigarlas, tienden a no aplicarlas, y las leyes caen en el desprecio. Por otra parte, es un error creer que se refrena al malvado con el rigor de los suplicios, pues la impresión que producen los castigos crueles es siempre momentánea y a la larga resulta nula. Primero aterrorizan a los espíritus, pero éstos se familiarizan insen­siblemente con ellos y su imagen se borra muy pronto de las mentes, que el hábito debilita todo, hasta el horror de los tormentos. Pretendiendo aumen­tar el temor al castigo, realmente se lo disminuye. Punir con la muerte es dar un ejemplo pasajero, y haría falta darlos permanentes.

En la inflicción de las penas se debe buscar tanto la expiación como la re­paración de la ofensa, de donde se sigue que imponer a cada género de deli­tos una penalidad adecuada a su naturaleza es el mejor medio de proporcio­nar la punición al crimen, con lo que la índole de la pena para los respecti­vos delitos no dependerá de la voluntad del legislador, sino que surgirá de la naturaleza de las cosas y, muy lejos de consistir en una violencia del hom­bre sobre el hombre, representará un triunfo de la justicia y de la libertad.

La justicia debe ser imparcial, y, en consecuencia, por un mismo delito la punición ha de ser igual para todo delincuente, sin hacer acepción de la per­tenencia del individuo a uno u otro grupo social. Este igualitarismo penal, basado en una concepción identitaria, no diferenciadora, de la condición humana, y, por ende, en una concepción homogénea, no estratificada, de la sociedad, es un igualitarismo, pues, de principio, que no excluye, sino que admite y aun requiere la estimación de las circunstancias en que está situa­do el sujeto y que de consiguiente atenúan o agravan en los distintos casos su responsabilidad, y fue, más que deformado, desnaturalizado por el inge­nuo radicalismo revolucionario, de los códigos franceses de 1791 y 1795, con su sistema de penas únicas y fijas para cada especie delictiva, sin tener en cuenta para nada las particulares realidades que graviten sobre el agente. Y pone bien de relieve la perspicacia de un hombre que no era de Derecho, como Marat, el que, muy a la inversa de caer en semejante simplificación de las cosas, su rotunda postulación y defensa de la igualdad en lo penal no le impidiera percatarse de la necesidad de tomar en consideración las circuns­tancias delictuosas.

Hace especial hincapié en que las penas deben ser personales, sin que nadie sea notado de infame por ellas fuera de los malhechores, compendian­do los mismos argumentos de que casi simultáneamente se sirve sobre este tema Robespierre; y de paso se pronuncia contra la pena de confiscación, entendida en su sentido propio, o sea, como privación de toda su fortuna al delincuente, aunque no tenga a su cargo a ninguna persona.

Es la impunidad de los crímenes, no la benignidad de las penas, lo que hace que las leyes sean impotentes: si no cabe un exceso de moderación al crearlas, tampoco cabe que ninguna rigidez sea excesiva al hacerlas cum­plir; que sean, pues, inflexibles. Dos preocupaciones muy vehementes y muy de la época, una, de índole doctrinal, esta de los inconvenientes de la impunidad de los delitos, y otra, de carácter político, el propósito que venía acentuándose a lo largo de toda la monarquía absoluta y que culmina con las transformaciones revolucionarias por destacar, incrementar y realzar el poder del Estado, hasta conseguir que se imponga sin excepciones a todos los demás en el cuerpo social y sea único, se conjuntan en la condenación y la desaparición del asilo (no debe, en absoluto, haber asilo), y, relacionada con ello, en la existencia de una sola jurisdicción (habrá una jurisdicción única en el Estado).

A renglón seguido de haber señalado que no se ha de penar a los imbéci­les, ni a los locos ni a los ancianos caídos en demencia, pues, sabiendo ape­nas lo que hacen, no saben cuándo obran mal, ni a los niños, pues todavía no sienten la obligación de someterse a las leyes, finaliza la primera parte es­tableciendo que el hombre no es punible sino cuando llega a la edad de la ra­zón, y, como esta edad varía con el clima, el temperamento y la educación, y es preciso no dejar nada al arbitrio de los jueces, en cada país debe fijarla la ley en el término en que comiencen a formarse los sujetos menos precoces.

La segunda es un verdadero catálogo de los diversos delitos en particu­lar y las penas que respectivamente les convienen, clasificando y ordenan­do con cuidado aquéllos en ocho clases, según un orden que en cierto modo anticipa la que mucho después habrá de ser clásica estructura del Código napoleónico, señalando éstas con precisión y humanidad y ponderando con frecuencia la ventaja de prevenir determinados crímenes en vez de castigarlos. A pesar del carácter más técnico y de los afanes político-criminales que prevalecen en esta parte, no faltan en ella observaciones y advertencias de mayor calado, que denotan la mentalidad transformadora que la anima, es decir, revolucionaria: la crítica de los opresores y los tiranos; el derecho inalienable de los pueblos y de cada uno de sus miembros a fiscalizar la con­ducta de sus gobernantes; el de no someterse a las órdenes injustas; la re­sistencia a las empresas ilícitas; la concepción del atentado contra la vida del príncipe como un simple asesinato. En la imposibilidad de detenernos en todos los puntos salientes de la obra en su segunda parte, mencionare­mos siquiera unos pocos: su entendimiento y referencia de la legítima de­fensa, a falta de protección de la ley y como una vuelta al estado de natura­leza, sólo para el homicidio; su profunda y delicada comprensión de la con­dición de la mujer y su avanzada postulación de que la penalidad del adul­terio, ya que no vaya a ser más severa para el varón, sea igual para ambos sexos, así como su aserto de que la pena más natural de este delito consiste principalmente en el divorcio de los cónyuges; su propuesta de que, en aten­ción a la injusticia de que los hijos de una unión ilícita sufran penas por las faltas de sus padres, todos deben ser declarados legítimos; su defensa de la libertad y la tolerancia religiosas, y su afirmación de la impunidad del ateís­mo, las herejías y el cisma. También es de notar que, muy en la línea france­sa sobre el particular, patrocine idéntica punición para los autores que para los cómplices de un delito.

Contemplando las dos primeras partes en su conjunto y relación, y sin pretender atribuir a Marat la moderna división del Derecho penal en una parte general y otra especial, tampoco se deja de percibir ni es de negar la existencia de un atisbo de ella en sus páginas, al iniciarlas con la considera­ción de las nociones generales y los principios fundamentales y extenderse luego por separado acerca de los distintos delitos y sus penas, si bien la obra no adopte, como es natural, un criterio propia y rigurosamente técnico, sino de política en materia criminal, dicho sea en sentido amplio.

Las partes tercera y cuarta son de índole procesal, pero no por ello menos innovadoras ni importantes. El pensamiento y el ambiente de reforma pe­nal en la Europa ilustrada y revolucionaria no se circunscribieron a lo subs­tantivo, sino que abarcaron también lo procesal, y no pusieron menor ahín­co en este ámbito. Se comprende que así fuera por la reconocida inherencia del Derecho penal al Derecho procesal penal y porque, conforme señala con mucho acierto Carlo Paterniti, lo que ante todo atrae la atención de los estudiosos de aquel tiempo es la forma del proceso, esto es, la manera como la justicia se realiza, para reformarla y racionalizarla, o sea, humanizarla.

De nuevo habrá que limitarse a llamar la atención ahora hacia los mo­mentos más significativos en estos temas, siguiendo asimismo el orden de la obra, en la que de inmediato se advierte un gran interés por preservar y garantizar la inocencia. Para penar el delito, proteger la inocencia, respe­tar la humanidad y asegurar la libertad hay que hacer la justicia en públi­co; idea que al cabo de bastante más de doscientos años mantiene incólume su acierto y autoridad, pero que entonces por su contraste con la realidad dominante era de suma entidad, y a la que confiere tal importancia, que la reitera, destacando en versalitas, que la traducción castellana conserva, la máxima de que todo delincuente sea juzgado, pues, a la faz del cielo y de la tierra. Con el fruto de una ligera cuota impuesta a todos los ciudadanos se formará un fondo público del que saldrá la indemnización que se pague a los testigos por los gastos y la pérdida de tiempo a que se vean obligados para concurrir a la instrucción del procedimiento, y de donde se sacará con qué subvenir a los costos que requiere la administración de justicia, pues im­porta que sea gratuita. En tanto que no resulte probada a los ojos de los jue­ces la responsabilidad del acusado, no hay derecho para tratarle como cul­pable, claro y próximo antecedente del artículo noveno de la Declaración revolucionaria de los derechos del hombre y del ciudadano y de lo que hoy se conoce como presunción de inocencia. En el mismo apartado se ocupa de las separaciones que deben existir entre quienes estén privados de libertad, para no confundir a los pequeños delincuentes con los grandes criminales, ni a los pequeños delincuentes entre sí, ni, singularmente, a los grandes cri­minales con el conjunto de los presos, sobre todo si tienen cómplices; y, por otra parte, señala que en las cárceles conviene que cada recluso tenga un habitáculo independiente, y aconseja o exige que la policía de las prisiones no debe estar confiada a los carceleros, sino que el tratamiento de los dife­rentes criminales es incumbencia de la ley; y que un magistrado respetable visite de tiempo en tiempo estas tristes moradas, recibiendo las quejas de los encerrados en ellas y haciéndoles justicia de sus despiadados guardia­nes. Constituiría un abuso el que los tribunales criminales procediesen del príncipe, y deben ser completamente independientes, pues de otro modo es­tarían siempre a las órdenes del patrón que los nombra, y jamás consulta­rían sino su voluntad; resguardo de auténtico interés actual en no pocos países para estigmatizar y evitar la injerencia del poder político en la desig­nación de los magistrados judiciales y la creación o el mantenimiento de ju­risdicciones especiales abiertamente a su servicio. Adversario indudable de los magistrados vitalicios, de los tribunales permanentes, de los jueces profesionales, por sus numerosos y gruesos inconvenientes, es partidario decidido del juicio por jurados, como no podía dejar de ocurrir en el mundo de ideas y valoraciones en que se halla inserto.

Por último, sostiene que el inocente que se haya visto envuelto injusta­mente en una causa criminal sea indemnizado proporcionalmente a los perjuicios que ha padecido, al malestar que ha sufrido, a la congoja que le ha atormentado y a los disgustos que le han afligido; iniciativa que en el te­rreno positivo plasmó a poco en el parágrafo XLVI de la Riforma della legis­lazione criminale toscana, de 30 de noviembre de 1786, y sólo mucho más tarde y no de manera muy perfecta en el art. 129 del Código Penal de Pana­má, de 22 de septiembre de 1982, publicado el miércoles 6 de octubre y vi­gente ciento ochenta días después de su sanción.

Esta doctrina se matiza con observaciones agudas o sagaces, como la que desliza Marat en una nota casi al final de su libro: La elocuencia es una co­sa bella, pero debe ser desterrada de los tribunales de justicia. Y aquél termina de modo y en un estilo muy impresionante y romántico: oyendo el autor la voz de la naturaleza gimiente, oprimiéndosele el corazón y cayén­dose de sus manos la pluma.

La obra conforma un cuerpo de doctrina muy completo y bien trabado, lo que equivale a decir un genuino sistema, muy superior en este aspecto a producciones similares de su época, acaso más conocidas, y mucho más avan­zada y terminante que todas, innovadora y audaz, sin dejar de ser pruden­te ni perder el contacto con la realidad ni de vista lo posible o lo factible, ni entregarse, por ende, a ninguna quimera. Así, pues, no es la obra de un so­ñador ni de un visionario; tampoco recoge las ocurrencias, los expedientes o las propuestas más o menos afortunadas y oportunas de ningún arbitrista, sino que constituye expresión de una mente inquisitiva y reflexiva, a quien mueven y dirigen con rigor las demandas de la razón y exaltan y hay instan­tes en que enternecen los sentimientos de humanidad y fraternidad, y que medita, proyecta y trabaja para un mundo de libertad; o en pocas palabras: se trata de la expresión penal más característica y acabada, paradigmática, del pensamiento revolucionario.



IV

Difusión y versiones de una obra revolucionaria
sobre asuntos penales


Efectivamente, el Plan de Marat es, sin duda, la exposición más pura del pensamiento revolucionario, que cuestiona el fundamento mismo del poder constituido. No obstante, ha tenido una difusión mucho menor y es mucho menos conocido que lo que por su significación y sus méritos hu­biera sido de esperar. Como señala Zaffaroni, no tuvo la misma influencia que Beccaria en la legislación posterior, pero ello es sólo una cuestión de cir­cunstancia histórica. En la propia Francia permaneció sin pasar por la imprenta desde la edición de 1790 hasta la de 1974, verdaderamente in­teresante y grata. En la fenecida República democrática alemana, es decir, en la Alemania oriental, apareció una traducción en 1955, y tenemos no­ticia de la existencia de otra rusa.

En cambio, con notable anterioridad A. E. L. lo vertió al castellano, aña­diendo a sus iniciales en la portada del libro la frase Abogado del Ilustre Colegio de esta Corte, intitulando su traducción con cierta libertad Principios de legislación penal y publicándola en Madrid el año 1891, en un volumen en octavo de XXVII más 230 páginas. Interesa dar la notación exacta de la obra: J. P. Marat. / Principios / de / legislación penal./ Obra publicada en París en/ 1790./Versión castellana con la reproducción por el fotograbado del/ retrato del autor/ y una introducción con notas antropológicas / y ex­posición de algunos tratados / especialmente de los delitos contra las cos­tumbres/y de la/prostitución/por/A. E. L. /Abogado del Ilustre Colegio de esta Corte./ Madrid:—1891. / Librería de Gabriel Sánchez,/ Calle de Carre­tas, núm. 21. Está impresa en la Imprenta de J. Cuadrado. Divino Pastor, 9, y ofrecida con una dedicatoria algo prolija en la página VII al célebre po­lítico español Excmo. Sr. D. José Canalejas y Méndez (1854-1912), justificando en ella la traducción por reproducir una obra rara y de verdadero in­terés bibliográfico, y aún quizá de actualidad, y su anonimato por razones de prudencia y respeto a especiales circunstancias, ya que, si bien no ha procurado rehabilitar a Marat, al apologista del Terror, aún tratándose de un trabajo jurídico, no desconoce la repulsa que suscita su nombre.

No puede, por tanto, sino extrañar y doler que, existiendo esta ya anti­gua traducción castellana, y, por supuesto, una reciente edición francesa, un catedrático de Derecho penal en una universidad española cite en la ac­tualidad la obra de Marat, no por una ni por otra, sino por su versión alema­na. Existiendo en nuestro idioma, pues, la mentada traducción, y dados sus méritos, y teniendo en cuenta, por otra parte, el sabio consejo de Jimé­nez de Asúa, de que es bueno no olvidar a los que nos precedieron, para que quienes nos sucedan no nos paguen en la misma dolorosa moneda de ingra­titud, se estima lo más prudente reproducirla y ponerla al alcance de to­dos, sin intentar una nueva, restaurándole, empero, el nombre original de la obra, mucho más adecuado que el poco afortunado con que apareció en castellano. También se encontrará en el presente volumen, además de las notas del autor, las que le adosó el traductor por ser en general ilustrativas y oportunas.

Se conserva íntegra asimismo la introducción, incluido su exceso de sig­nos de admiración al comienzo. A pesar de que las fuentes exageradamente parciales de que se sirve y los fuertes prejuicios ideológicos que consiguien­temente le dominan alejan al autor, y privan a sus páginas, de toda ecuanimidad y le hacen incurrir en grandes errores y graves injusticias, tam­poco se ha de decir que sea un obcecado y desconozca o niegue la capacidad intelectual, la preparación científica y la sensibilidad moral del famoso montagnard, ni las excelencias y la significación de su obra sobre asuntos penales. Y otra característica que recomienda con vigor el mantenimiento de la introducción es que constituye un elocuente documento de época, muy propio del tiempo en que fue escrito y que pone la obra en relación con el pen­samiento penal de entonces, el positivismo preponderante a la sazón y las luchas finiseculares entre las escuelas.

Igualmente, conviene señalar que se ha tomado en consideración lo que al respecto manifiesta el traductor en su introducción, y la ilustración que figura al inicio en esta edición con la efigie de Marat es la misma que apareció en la página II de la de 1891.

Por último, sorprende saber, siempre por la introducción, que el tra­ductor tuvo ocasión de leer la edición primera de Neuchâtel, y la tradujo a vuela pluma, sin proporcionar ninguna aclaración ni precisión acerca del particular, y añadiendo, en cambio, que después pudo lograr un ejemplar de la edición de París de 1790, y que entonces compuso poco a poco su defi­nitiva versión castellana, pues se halla generalizada la aserción de que de aquella impresión inicial no ha quedado ningún ejemplar.


 *   *   *


Al finalizar estas páginas preliminares y facilitar con este volumen el ac­ceso a lo más depurado, a la verdadera quintaesencia de la doctrina revolu­cionaria sobre las materias o cuestiones delictivas y punitivas, nos domina la impresión de prestar así un servicio al estudio de la evolución del pensa­miento penal y al conocimiento de cómo se forma su concepción contempo­ránea, es decir, restrictiva, garantizadora, humanitaria, o en una sola pala­bra: liberal.


Notas


1.    En carta a su amigo Philippe-Rose Roume de Saint-Laurent, del 6 de noviembre de 1783. La correspondance de Marat, recueillie et annotée par Charles Vellay, Paris, Eugéne Fasquelle, Editeur (Collection L’élite de la Révolution), 1908, p.23.


2.    Extrait du registre de la Chambre des prosélytes de Genève. Cit. Por Jean Masin, Marat, Paris, Club français du livre (Collection Portraits de l’Histoire), 1960, p.12.


3     Todavía existe una carta de Marat, de fecha incierta, entre el segundo semestre de 1777 y finales de 1783 o comienzos de 1784, y destinatario no conocido, pero que indudablemente era juez de armas, reclamándole los antecedentes de nobleza de su familia en España y en Francia, firmada J.P. Mara dit Marat. Cfr. La correspondance de Marat, cit, p.88.


4     Es interesante reproducir sus palabras: Dès mon enfance, j’ai cultivé les lettres, et avec quelque succès, j’ose le dire. A peine eus-je atteint l’âge de dix-huits ans, que nos prétendus philosophes firent différentes tentatives pour m’attirer dans leur parti. L’aversion que l’on m’avait inspirée pour leurs principes m’eloigna de leurs assemblées et me garantit de leurs funestes leçons. Cette aversion n’a fait qu’augmenter, à mesure que le raisonnement s’est fortifié chez moi, et longtemps ella fixa l’objet de mes réflexions. Carta a Roume de Saint-Laurent, de 20 de noviembre de 1783, en La correspondance de Marat, cit., p.25.


5     L’envie de me former aux sciences et de me soustraire aux dangers de la dissipation m’avait engagé de passer en Anglaterre. J’y devins auteur, et mon premier ouvrage fut destiné à combattre le matérialisme, en developpant l’influence de l’âme sur le corps et du corps sur l’âme. Voilá l’époque de mes malheurs. En la misma carta, ibidem, ps.25-26.


            Vuelve con insistencia sobre estas ideas en la propia misiva: Un ouvrage destiné à combattre le matérialisme; y J’ai combattu les principes de la philosophie moderne: voilà l’origine de la haine implacable que ses apôtres m’ont vouée: Ibidem, ps.,respectivamente, 27 y 28.


6.    Sin embargo, esta primera obra de Marat merece actualmente un severo juicio crítico a su reciente biógrafo Olivier Coquard, Marat, trad. De C.        


       H. Silva, Sâo Paulo, Scritta, 1996, ps. 57-58.


7.    El texto francés, De l’homme, ou des principes et des lois de l’influence               


       de l’âme sur le corps et du corps sur l’âme, en tres volúmenes, es de Amsterdam, 1775-1776 .


8.    En su edición del Plan de législation criminelle, de Marat, Texte conforme à l’edition de 1790, Introduction et postface de Daniel Hamiche, Paris, Aubier Montaigne (Bibliothèque Sociale), 1974, p.16.


       Sobre esta edición, se puede ver mi recensión en la revista Doctrina Penal, de Buenos Aires, Ediciones Depalma, año 1, 1978, ps. 242-246.


9.    Introduction a La correspondance de Marat, cit., p.VII


10.  Entre ellas, An essay on gleets (blenorragia), Londres, 1775, que es la primera que redacta directamente en inglés.


11.   Cfr. Coquard, op. cit., p.51


12.   En el Almanach royal continúa figurando en él hasta 1787. Cfr. Vellay, Introduction, cit, p.X.


13.   Literalmente, asaltada.


14.   Cfr. Carta a Roume de Saint-Laurent, de 20 de noviembre de 1783, cit., en La correspondance de Marat, cit., p.28. Parece que una de tales curas deslumbrantes fue la de la marquesa de Laubespine, bella paciente que, a lo que se dice, no desdeñaba los solícitos cuidados de Marat también fuera de lo profesional.


15.   A este respecto conviene no olvidar su aplicación de la electricidad a la medicina y su memoria Recherches sur l’électricité médicale, que la Academia de Rouen le premió en 1783.


16.   Cfr. supra, texto y nota 7.


17.   En el Journal de Politique  et de Littérature, de París, número 13, del 5 de mayo de 1777, ps.38-43, o sea, de un año antes de la muerte de su autor. Aunque el artículo es anónimo, que proviene de la pluma de Voltaire se deduce con facilidad y seguridad, no sólo de su estilo sarcástico, sino, sobre todo, de la nota del editor en la p.38. Cfr. Hamiche, op.cit., ps. 19-20 y 25, nota 18.


18.  Cfr. su sumamente extensa e interesante carta a Roume de Saint-Laurent, ya mencionada, del 20 de noviembre de 1783, en La correspondance de Marat, cit., p.36.


19.  Cfr. cartas de Marat fechadas el 2 y el 19 de junio, en julio (sin especificar el día), el 20 de julio, el 8 y el 26 de septiembre, y el 6 y el 20 de noviembre, en La correspondance de Marat, cit., ps.16-17, 17-18, 18-19, 19-21, 21, 21-22, 22-23 y 23-44; la última, con una colección de documentos relativos a sus actividades y sus méritos científicos que se extiende de la p.45 a la 87.


20.   En el texto original: Quant á mon triomphe, il ne sauvait me manquer; mais j’ai mis mon bonheur á porter les sciences exactes et utiles au plus haut point qu’elles peuvent atteindre. J’ai besoin pour réussir de la protection d’un grand Roi, et je serais au comble de mes voeux si je puis consacrer mes talents au bien d’une nation que j’aime et respecte. Ibidem, p.23.


21.   Cfr. ibidem, p.35.


22.   Pues empieza: Il est donc vrai, mon ami, que la calomnie a volé de Paris à l’Escurial pour me noicir dans l’espirit d’un grand Roi et d’un illustre Mécène. Vingt lettres, dites-vous, m’ont peint sous les couleurs les plus noires.


23.   Se conoce los nombres de ciertos agentes o altos funcionarios de la embajada de España en Francia que intervinieron en las negociaciones: Bernardo Belluga, Solano, el vizconde de Herrería y Heredia; algunos, como a lo menos los dos primeros, poco favorables a los planes y las pretensiones de Marat.


Esto aparte, parece que Marat tuvo la ocurrencia de exigir que su empresa no fuese sometida a la Inquisición. Por obstinación ideológica, el propio Marat habría cavado, por tanto, la tumba de su proyecto, cabiendo a los sabios simplemente sepultarlo (Coquard, op. cit., p.169). Pero con facilidad cabe pensar que lo que Coquard llama obstinación ideológica muy bien sería fidelidad a unos principios y coherencia en su conducta.


24.   Introduction, cit., p..XIII, nota.


25.   Cfr. ibidem, p. VIII


26.   Cfr. carta del 19 de julio de 1779, en La correspondance de Marat, cit., ps. 3-4.


27.  Es decir, enseguida de manifestar la Asamblea nacional en su sesión del 14 de agosto de 1790 la intención de ocuparse de la reforma de las Academias.


        Se lo puede ver en Les pamphlets de Marat, avec une introduction et des notes par Charles Vellay, Paris, Eugène Fasquelle, Editeur (Collection L’élite de la Révolution), 1911, ps.255-296.


28.  Carta a Roume de Saint-Laurent, de 20 de julio de 1783, cit., en La correspondance de Marat, cit., p.19.


29. Carta a Roume de Saint-Laurent, de 20 de noviembre de 1783, cit. ibidem, p.38.


30. Carta a Roume de Saint-Laurent, de 20 de julio de 1783, cit. ibidem, p.20.


31.  En Jean-Paul Marat: Textos escogidos, prólogo, selección y notas de Michel Vovelle, trad. de Manuel Serrat, Barcelona, Labor (Colección Maldoror, Las ediciones liberales), 1973, p.104, nota 5, apunta agudamente a este respecto Vovelle: Posible referencia a Denis Diderot.


32. Ibidem, p.16.


33. Parece que hubo una reedición en octubre de 1775. En francés, Les châines de l’esclavage aparece en París, 1792. Hay reediciones en París, 1851 y 1972.


34.  Resulta imposible negar la actualidad o el valor permanente de muchas de estas ideas.


35. Palabra, sin duda, más apropiada que la de revolución.


36. Hamiche, op. cit., ps.40 y 43, dice que Las cadenas de la esclavitud son el primer tratado práctico sobre la insurrección para uso de los revolucionarios, y que Marat puede ser llamado con justo título el primer gran teórico moderno de la insurrección.


37. Vellay, Introduction a Les pamphlets de Marat, cit, p.VII.


38. Cfr. ibidem.


39.       Ibidem, ps.IX-X


40. Se la puede ver en Les pamphlets de Marat, cit, ps.1-35.


41.  Por ejemplo, que los juicios sean públicos y que los jueces no lo sean de por vida ni formen un cuerpo o carrera judicial.


42.  Así, cuando, refiriéndose a los abusos odiosos de los tribunales, sostiene que el mejor medio de cortarlos de raíz sería adoptar la jurisprudencia criminal de los ingleses. Offrande à la Patrie, cit., p.30.


43.  Que el juicio se celebre a la cara de los cielos y de la tierra. Ibidem. Repárese en el plural que queda destacado, pues en el Plan estas palabras están en singular.


44.  Recogido asimismo en el volumen Les pamphlets de Marat, cit., ps. 37-70.


45.  Ibidem, ps.39-40


46.  Ibidem, p.59, citando en nota precedente desde mediados del siglo XIV hasta 1560.


47.  Ibidem, p.60.


48.  Ibidem, p.62.


49.  Ibidem, p.63.


50.  Ibidem, ps. 67-68, nota. Acerca de la aparición de dicha obra en francés, cfr, supra, nota 33.


51.  Interrumpida, sin embargo, por las persecuciones, y reapareciendo en diversas ocasiones.


52.  Recordemos los de los restantes, por el orden de su aparición: Moniteur patriote, Le Publiciste parisien, Le Junius français, Journal de la République française y Publiciste de la République française.


53.  La Revolución se hizo con la ayuda de la clase trabajadora y de los estratos inferiores de la burguesía, y difícilmente hubiera triunfado sin ellos. No obstante, tan pronto como la burguesía hubo alcanzado sus fines, abandonó a sus antiguos aliados y quiso disfrutar ella sola de los frutos de la lucha común. Arnold Hauser, Historia social de la literatura y del arte, trad. de A. Tovar y F.P Varas-Reyes, 15ª ed., 3 vols., Barcelona, Guadarrama, 1979, tomo II, ps. 330-331.


54.  Les charlatans modernes, etc.,cit., p.283.


55.  Aunque no sin algún recelo y severas condiciones: Au reste, si sa vertu venait un jour à se démentir, je cessarais à l’instant d’être son apologiste; mais ce qui ne changera point en moi, c’est mon zêle pour la Patrie, c’est mon amour pour la justice et la liberté. Supplément de l’Offrande à la Patrie, cit., p.53, nota.


56.  Se conserva una carta sumamente agradecida y efusiva de Marat a Brissot, cuando éste se encontraba en Londres, en 1782, que se puede leer en La correspondance de Marat, cit., ps. 8-10.


57.  Es característico de los auténticos revolucionarios mantenerse inflexibles y tenaces en la acción política y tratar con gran humanidad a las personas.


58.  Op. cit., p.259.


59.  Por cierto, en estos mismos Discursos se tiene un caso famoso de haber acudido a uno de tales concursos un autor de nombradía inmortal con una obra que los generalizados juicios posteriores han consagrado con celebridad imperecedera, sin lograr, empero, el triunfo, que obtuvo, en cambio, otra de mucha menor valía, de autor muy obscuro. Así ocurrió con el Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes, que presentó Rousseau al concurso organizado por la Academia de Dijon para 1753, en el que no se galardonó sino un Discours del hoy casi desconocido abate François-Xavier Talbert, publicado el año siguiente en un folleto de treinta y cinco páginas en octavo.


60.  Cfr. Hamiche, op. cit., p. 19; Luis Jiménez de Asúa, Tratado de derecho penal (publicados, 7 vols.), tomo I, 3º ed., actualizada, Buenos Aires, Losada, 1964, ps. 260-261, y Coquard, op. cit., p.93.


61.  El nombre de la sociedad que convocaba al concurso era, en alemán, Oekonomische Gesellschaft.


62.  De su discurso Pro Sexto Roscio Amerino, LIII, 154. Significa: No soportéis por más tiempo, quirites, esta crueldad, la cual no sólo sometió de manera sumamente atroz a muchísimos ciudadanos, sino que aniquiló la misma humanidad, a fuerza de sufrimientos.


63.  Hamiche, op., p.21.


64.  Cfr. ibidem, y Jiménez de Asúa, op., vol. y ed. cits., ps 262-263.


65.  10 vols. Paris, 1782-1785.


66.  Paris, 1783.


67.  Chez Rochette, Imprimeur, rue Saint-Jean-de-Beauvais, nos.37 et 38.


68.  En la nota 8.


69.  En sentido idéntico, Hamiche, op.cit., ps. 20-21.


70.  Cfr. Jiménez de Asúa, op., vol. Y ed. cits., p. 261.


71.  Cfr. Juan Antonio de Val, Apéndice a su edición de De los delitos y de las penas, de Beccaria, trad. De Juan Antonio de las Casas, Madrid, Alianza Editorial, 1968, p.191, nota 25.


72.  Para todo lo anterior, cfr. Rivacoba, La reforma penal de la Ilustración, Valparaíso, Sociedad Chilena de Filosofía Jurídica y Social, 1988, ps. 18-19.


73.  Rapport sur les rapports des idées religeuses et morales avec les principes républicains, ante la Convención nacional y ante la Sociedad de los Jacobinos, del 18 de Floreal del año II (7 de mayo de 1974) (en el volumen Discours et rapports de Robespierre, avec une introduction et des notes par Charles Vellay, Paris, Eugéne Fasquelle, Editeur [ Collection L’élite de la Révolution], 1908, ps. 347-378), p. 364.


74.  John H. Randall, jr., La formación del pensamiento moderno, trad. De Juan Adolfo Vásquez, Buenos Aires, Editorial Nova, 1952, p.378.


75.  Independientemente del tema de estas páginas, sería interesante examinar el paralelismo que existe y las diferencias que se den en los sucesivos modos de entender y de tratar, o de no entender y de maltratar, a locos y delincuentes.


76.  Ampliamente sobre el particular, Rivacoba, op. cit., ps 20-21, y Lardizábal, un penalista ilustrado, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1964, ps. 70-73 y 79-81. Es de ver también al respecto, del propio autor, División y fuentes del Derecho positivo, Valparaíso, Edeval, 1968, ps 129-136.


77.  Con raras excepciones, como el materialismo de Holbach (1725-1798), que se libró de persecuciones y desvíos gracias a su título de barón y la afabilidad y largueza con que invitaba y protegía. Pero, en contraposición, recuérdese a Helvetius (1715-1771), perseguido por la Iglesia y el Estado y mal visto por sus contemporáneos más insignes, y, sobre todo, a La Mettrie (1709-1751) y su triste destino. El materialismo estaba aún muy distante de la aceptación que iba a tener un siglo más tarde.


78.  Cfr. asimismo Rivacoba, La reforma penal de la Ilustración, cit., ps. 14-15.


79.  Ciencia de la legislación, trad. de don Jayme Rubio, 10 vols., Madrid, 1787 y siguientes, tomo I, Introducción.


80.  Aparecido en septiembre de 1766.


81.  De l’esprit des lois (1748), Libro sexto, Capítulo XV.


82.  De manera curiosa y significativa termina su prefacio con una referencia a la ilustración del mundo y a las luces, que a medida que se extienden hacen cambiar la opinión pública y que poco a poco los hombres lleguen a conocer sus derechos, con lo cual querrán disfrutar de ellos, y entonces, solamente entonces, impacientes por los hierros que los sujetan, procurarán romperlos.


83.  Esta Constitución es la más democrática de todas las promulgadas en Francia (Tomás Elorrieta y Artaza, La democracia moderna [Su génesis], Madrid, Espasa Calpe, s. f., p.238).Expresa el más acabado ejemplo de constitución democrática (Manuel García-Pelayo, Derecho constitucional comparado, 2ª ed., Madrid, Revista de Occidente, 1951, p.432).


84.  De manera no tan clara, pero no menos efectiva, la frase, algo posterior en la obra, la desobediencia a las órdenes injustas, y la resistencia a las empresas ilícitas, no deben, pues, ser reputadas delitos, tampoco deja de ser un precedente de dicha Constitución en su artículo 35.


85.  Si se comparan los textos, se ve que Marat no se ha limitado a traducir los párrafos italianos; los amplía y, sobre todo, les infunde un ardor, un tono arrogante y combativo que le pertenece enteramente. Jiménez de Asúa, op., vol. y ed. Cits., p. 262


86.  Con lo cual quedan evocadas las figuras tal vez más señeras del prerromanticismo y del romanticismo en varias literaturas.


        Por lo demás, al respecto, con amplitud y bibliografía, Rivacoba, Lardizábal, un penalista ilustrado, cit., ps 56-58; y repárese con particular atención en los párrafos de Luis Sánchez Agesta, El pensamiento político del despotismo ilustrado, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1953, ps. 238, 240 y 250, allí reproducidos.


87.  Aunque un concepto de naturaleza de las cosas tiene raíces antiguas, en el estoicismo romano y, sobre todo, en Lucrecio, cuyo poema se intitula precisamente De natura rerum (Sobre la naturaleza de las cosas), y aparece también en la dirección intelectualista de la escolástica medieval— particularmente, en Santo Tomás—, fue reactualizado en la época moderna por Montesquieu, en L’esprit des lois, de 1748. La noción se encuentra asimismo, poco después, en Goethe y en Schiller. Desde entonces, reaparece con insistencia en el pensamiento jurídico, aunque sin alcanzar un desarrollo sistemático, sino en intentos siempre renovados, tanto entre los germanistas, como Runde, cuanto entre los romanistas, como Voigt y Leist; en la escuela histórica, con Savigny y Puchta; en la jurisprudencia de los conceptos y Ihering; en el movimiento del Derecho libre, con Adickes y Ehrlich; en la doctrina católica del Derecho, con Mausbach, y en la dogmática del Derecho mercantil; con Vivante, y, bajo otros nombres, puede reconocerse también en teorías como la de los reales de la legislación, de Huber, la del método fenomenológico, de Reinach, y la del orden concreto, de Carl Schmitt (cfr. Gustav Radbruch, La naturaleza de la cosa como forma jurídica del pensamiento, trad. de Ernesto Garzón Valdés, Universidad Nacional de Córdoba, 1963, ps, 64-66, y Antonio Fernández-Galiano, Introducción a la Filosofía del Derecho, Madrid, Ed. Revista de Derecho Privado, 1963, p.174.)


            La expresión naturaleza de las cosas aparece en obras jurídicas de fines de siglo XVIII y comienzos del XIX. Su mención parece ser un fenómeno propio de la literatura alemana. Cuando se la menciona en las obras italianas, francesas o inglesas, se hace siempre referencia a su origen alemán. (Garzón Valdés, Derecho y “naturaleza de las cosas”, Universidad Nacional de Córdoba, 1970, t, I, p.13. Seguidamente, da una reseña muy amplia de autores que emplean la expresión).


            En la época así indicada aparece la mención del concepto en Marat; indudablemente, no por influencia alemana, sino, con seguridad, por la de Montesquieu. El caso es que constituye otro precedente de las modernas teorías de la naturaleza de la cosa, que no suelen citar sus partidarios ni estudiosos.


       Enemigos de esta noción fueron —en su tiempo— Bergbohm (Jurisprudenz und Rechtsphilosophie, 1892) y Binding(1841-1920). Hoy, las doctrinas de la naturaleza de la cosa configuran una de las principales orientaciones de la Filosofía jurídica posterior a la segunda conflagración mundial, dentro de la cual pueden apreciarse pensamientos y tendencias muy diversos (Radbruch, Fechner, Coing, Maihofer, Welzel, Stratenwerth, Ballweg, etcétera), pero que de alguna manera coinciden, dicho en términos muy generales, en vincular la regulación jurídica a la realidad objetiva sobre la cual ha de versar, y constituyen, por ello, en palabras de Fernández-Galiano, op. cit., p.177, una dirección doctrinal del objetivismo jurídico.


88.  Pásesenos el neologismo.


89.  En el Discurso que le premió la Academia de Metz en 1784. Acaso no sea impertinente señalar que para Mario A. Cattaneo, Beccaria e Robespierre, contributo allo studio dell’Illuminismo giuridico (en Atti del Convegno internazionale su Cesare Beccaria, promosso dall’Accademia delle Scienze di Torino nel secondo centenario dell’opera “Dei delitti e delle pene”, Torino, 4-6 ottobre 1964, Accademia delle Scienze, 1966, ps. 317-328), Robespierre, como Beccaria, fueron hombres que honraron a la humanidad (p.328). 


90.  Así, entre otros, el contrabando, el suicidio, la usura y los originados en el desarreglo de las costumbres sociales.


91.  Temen todo lo que pueda despertar los espíritus y erigirán en crímenes la negativa a obedecer sus órdenes injustas, la reclamación de los derechos del hombre y las quejas de los desgraciados oprimidos. Y, por lo demás, no hay nada más irritante que las falsas ideas que los legistas asalariados han dado de los crímenes de Estado.


92.  Tradición de la que el Derecho penal no se ha liberado en Francia hasta nuestros días, con la vigencia del nuevo Código, el 1º de marzo de 1994, artículo 122-5.


93.  Línea que perdura invariable en el Código penal de 1994, artículo 121-6.


94.  Cfr. Rivacoba, recensión citada en la nota 8, p. 246, y Elementos de criminología, Valparaíso, Edeval, 1982, p.43, nota 42. 


95.  Note al Codice criminale toscano del 1786, Padova, Cedam, 1985, p.53.


96.  Las leyes no están menos hechas para proteger la inocencia que para punir el crimen. Si permiten acumular sobre la cabeza de un acusado las pruebas del delito que se le imputa, deben dejarle todos los medios posibles de defenderse. Y algo después:  Si a la seguridad pública importa que el crimen sea siempre punido, a la libertad de los individuos importa que la inocencia sea siempre protegida.


97.  Que cada uno sea juzgado por sus pares. Doce jurados le parecen suficientes; estarán presididos por un magistrado vitalicio, y éste, asistido por un secretario, y para la validez del juicio bastará que reúna por lo menos los tres cuartos de los votos.


98.  Cfr. Rivacoba, La reforma penal de la Ilustración, cit., ps 33-34, y obras, textos legales y pasajes allí indicados.


99. En efecto, teme que con sus habilidades corrompa el criterio de los jueces y arme su brazo contra el inocente en favor del culpable.


100.Como era de esperar por sus respectivas personalidades, extracción social y profesiones, e incluso por la trayectoria vital de cada uno, en Marat se extreman, estilizándose, los rasgos revolucionarios de la obra de Beccaria. Rivacoba, recensión citada en la nota 8, p.244.


101. Eugenio Raúl Zaffaroni, Tratado de derecho penal, Parte general, 5 vols., Ediar, Buenos Aires, 1980-1983, t.II, p. 97.


102. Ibidem.


103. Cfr. supra, II, texto y nota 68.


104. Plan einer Criminalgesetzgebung, Berlin, Deutscher Zentralverlag, 1955.


105. Así en efecto, Juan Bustos Ramírez, Introducción al derecho penal, Bogotá, Temis, 1986, p. 108, y Manual de derecho penal. Parte general, 3ª ed., aumentada, corregida y puesta al día, Barcelona, Ariel, 1989, p.105.


106. Op., vol. y ed. cits., p. 480.


107. Como su reiterada afirmación del anarquismo de Marat.


108. Como al referirse a la persona del eminente revolucionario.


109. En palabras del traductor: la noble lucha de doctrinas entre las escuelas clásica, la correccional y la de antropología criminal, amparada por las ciencias experimentales o de observación.


110. & III: El retrato de Marat.


111. & I: Motivos de esta traducción.


112. Cfr. supra, II, texto y nota 64, y autores, obras y pasajes allí indicados.


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