Tal es el fundamento profundo de las
relaciones del Derecho penal con el Derecho político y de la continua y
poderosa influencia de éste sobre aquél. Sin carecer totalmente de
significación, las demás razones que suelen aducirse se asientan más bien en
tierra friable y antes son consecuencias de dicho fundamento que bases últimas
de ninguna relación. Así, el contenido de numerosos preceptos penales,
suministrado por intereses políticos y sociales; la noción misma de delito
político; la existencia por lo general en los textos constitucionales de
principios cardinales para el Derecho punitivo, como el de legalidad; la
prohibición, en algunas constituciones modernas, de ciertas penas, consideradas
incompatibles con determinada imagen del hombre y la consiguiente concepción
de los poderes que es dable al Estado ejercer sobre él; la finalidad que
señalan también algunas leyes fundamentales en la actualidad para las penas; la
referencia en ocasiones a ciertos delitos, e incluso la tipificación de otros,
dentro del articulado constitucional, dejando a la legislación criminal sólo
el señalamiento de la penalidad correspondiente, sin que sea necesario declarar
que, por su superior jerarquía, estas disposiciones se imponen siempre, no sólo
al Código, sino a todo el ordenamiento punitivo de un Estado.
Con razón observa Soler, en frase muy aguda,
que ‘a un Estado siempre se le puede decir: muéstrame tus leyes penales, porque
te quiero conocer a fondo”.
(De
“Orden político y orden penal”,
1995).
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