VIOLENCIA, MANIPULACIÓN
SEMÁNTICA E HIPOCRESÍA.
“Con una monotonía y una
constancia verdaderamente abrumadoras, se afirma y se reitera que vivimos en
sociedades violentas y que nuestra época es violenta, cual si al presente se
hubiera exacerbado la violencia y en su extremosidad fuera una particularidad o
distintivo de este tiempo. Sin ánimo de contradecir ni de defraudar a cuantos
lo sostienen o repiten, yo les invitaría a echar con el recuerdo una rápida
mirada al pasado desde el más remoto, es decir, desde lo que conocemos de la
prehistoria hasta el más próximo, o sea, hasta ayer mismo, seguro de que, salvo
en personalidades aisladas, en grupos reducidos que no han alcanzado eco ni
perduración, y en momentos y documentos de significación fugaz en la historia,
que perecieron y desaparecieron rápidamente, atropellados sin ningún
comedimiento por renovadas oleadas de violencia, ésta constituye una constante
de la humanidad y forma parte indefectible de su patrimonio en las relaciones
entre los individuos. Lo cual, si bien se considera, nada tiene de extraño,
porque la violencia no es sino el ejercicio y aplicación de la fuerza física
sobre los demás para apartar o destruir lo que representa o reputamos un
peligro para nuestra subsistencia o nuestro desarrollo, entendidos una y otro
en su más amplio sentido, y constituye por ello una característica o propiedad
congénita de los seres superiores y, por supuesto, del hombre. Se trata, pues,
de una moda de obrar puesta al servicio del instinto de conservación, coronado
o complementado por el impulso o la tendencia a imponerse y prevalecer, sea en
sí mismo o en una entidad colectiva a la que se pertenece. Ahora bien, en el
hombre, como ser de fines y vocado a los valores, la violencia, y en general
todas sus aptitudes físicas, pueden y aun deben ser orientadas y ejercidas
racionalmente, esto es, sometiéndolas a límites e incluso domeñándolas y
conteniéndolas en la inercia, o lo que viene a ser igual, empleándolas o
sujetándolas siempre con inteligencia, para la consecución de sus propósitos y
la realización de sus aspiraciones ideales. Por ende, pretender que el ser
humano prescinda de la violencia, aparte de constituir un imposible, le
incapacitaría para tender hacia fines y obrar conforme a valores, o, en
términos más breves y contundentes, le aniquilaría en tanto que hombre.
De ahí, en definitiva, la vacuidad de frases ya acuñadas y de
curso común que denotan la moda, condenando rotundamente la violencia, venga de donde venga; en la mayoría, irreflexiva, y en no pocos interesada, pues a cuantos
han logrado por medios violentos y ha menudo cruentos y crueles una situación
de supremacía social o política, o la prolongan o se benefician de ella, nada
importa más que su mantenimiento y que los subyugados ni siquiera piensen en la
violencia para alzarse y frangir su opresión. Lo irreflexivo o lo hipócrita de tal
condena se pone bien de manifiesto con sólo preguntarse cuál sería la reacción
de quienes la profieren, si en su presencia osara alguien atentar contra su
honor, o propasarse con una mujer o abusar de un niño: ¿irían muy urbanos a
denunciarlo ante la policía o a querellarse en el juzgado, o propinarían una
viril bofetada al ofensor? Sin salir de este supuesto, ¿cómo se calificaría en
la sociedad, incluso entre los más pacíficos, al que acudiera a la autoridad y
cómo al que resuelva el caso con la fuerza de su mano? En una perspectiva
semejante, ¿habría que condenar también a los que un día rompieron los lazos
de la sujeción, lucharon y vertieron sangre y conquistaron la independencia; a
los que en cualquier momento se opongan con violencia a una sublevación
liberticida, y, en fin, al que libere a un pueblo, con ímpetu mortal, del
oprobio de una tiranía? Por este camino, desde el más imponente totalitarismo
hasta la más vulgar dictadura —en el sentido usual de la palabra, no en el
técnico— tienen asegurada su subsistencia hasta la consumación de los siglos,
ya que será muy difícil, por no decir imposible, que se conmuevan y rindan a
las plegarias, pues suelen contar con vigoroso respaldo de lo alto, ni que
cedan a la voz del sufragio, que ya se cuidarán de que no se pronuncie. Y es
que los entes y los hechos naturales por sí solos son ciegos para los fines y
refractarios a los valores; en efecto, ni la ostra se abre por reflexiones y
consejos ni la roca se inmuta por referencias a la belleza, y se necesita una
visión que anticipa y una estimación que mueve, servidas por la energía
inteligente del hombre, para separar las valvas del molusco y extraer su
riquísimo contenido y para que el mármol despierte transmutado en una imagen
hermosa”.
[De “Violencia y justicia”,
1994].
…