MANUEL DE RIVACOBA: VIOLENCIA Y JUSTICIA. Por Manuel DE RIVACOBA.


Violencia y justicia


Disertación pronunciada por Manuel de Rivacoba, en el solemne acto de apertura del curso académico en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Decana de las de América), de Lima, celebrado el lunes 4 de abril de 1994.







Presentación por el autor.

Violencia y justicia es un tema permanente, si no constitutivo, para el Derecho, tanto como realidad normativa, cuanto en el aspecto teórico, sea reconstruyendo científicamente en éste un ordenamiento determinado o sea contemplando lo jurídico en su mayor grado de abstracción. Y no puede sino ser así, ya que en el Derecho se observa un esfuerzo radical por monopolizar la violencia y, al propio tiempo, racionalizar su ejercicio, es decir, por someterla a límites, poniéndola al servicio, o sea, tomándola y empleándola como medio, de fines valorados de relevante significación social, y concibiéndola, en definitiva, como garantía de la convivencia en libertad. Lo cual nada tiene de particular, pues en el fondo no difiere de la tarea esencial y constante en que consiste y está empeñada la cultu­ra, es a saber, la de, lejos de amputar los componentes y las tendencias más elementales y primarias del hombre, refrenarlas o contenerlas y encauzarlas, sublimándolas, esto es, transmutando y continuando el proceso de hominización en un progreso, más elevado, de humanización.

Lo anterior no empece a que en ciertas circunstancias sociales el tema se complique y adquiera más importancia, haciendo, por lógica, que el estudioso del Derecho recapacite entonces con particular detenimiento sobre las relaciones de la violencia con lo jurídico. El problema ha cobrado en la actualidad magni­tud de tragedia y persistencia de endemia en no pocas regiones del globo, susci­tando por lo común –también es lógico— en quienes deben tratarlo, más domi­nados y movidos por reacciones emocionales que animados y guiados por una visión lúcida de las cosas, frecuentes excesos que enconan las situaciones y con­tadas medidas que las resuelvan o atenúen.

Bien se sabe que uno de estos lugares es el País Vasco, y sin dificultad se comprenderá que un hombre a quien su entrega a la investigación y la medita­ción no desentiende del mundo que le rodea ni desliga de la sociedad a que pertenece, penetrado, además, de la convicción de que el conocimiento y el pensamiento, muy a la inversa de constituir un juego o entretenimiento de la mente, placer de solitario o asunto sólo para entendidos, deben contribuir a enriquecer, incluso con sus errores y desaciertos, un caudal colectivo de cultura, y dedicado, en fin, al estudio del Derecho, sintiera en seguida la necesidad intelectual y moral de examinar y explicarse, desde el punto de vista de la especialidad que cultiva y hasta donde le resultara factible, aquellas desventuras que angustian al pueblo de que trae origen y al que debe en buena parte la formación de su personalidad, y que sintiera no menos imperiosa la necesidad de exponer en un medio apropiado el fruto de sus indagaciones y reflexiones. No extrañará, pues, que a poco de ser generosamente acogido como miembro de número en la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País (Comisión de Vizcaya) casi a me­diados de mayo de 1989, juzgara que este verdadero areópago de la cultura de nuestro pueblo constituía la institución adecuada para ocuparnos del tema, de­batirlo en su seno y proyectar luego hacia la comunidad, con la autoridad y la serenidad características de dicha corporación, un haz de razonamientos oportu­nos, y que lo propusiera más de una vez, sin que, pese a la conformidad con que fue siempre recibida la iniciativa, se llevara nunca ésta a cabo; ni tampoco ha de sorprender que, al honrarme algunos años después la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Decana de las de América, con la invitación de que pro­nunciara en su prestigiosa Facultad de Derecho y Ciencias Políticas la lección inaugural del curso académico de 1994, de inmediato considerase que en medio de las violencias encontradas que asuelan al Perú hace demasiado tiempo se me ofrecía la ocasión conveniente y se me imponía el estrecho deber de referirme en tal solemnidad a la violencia y la justicia.

En los meses siguientes se observa en el Perú una indudable declinación de los grupos insurgentes y ha decrecido la violencia subversiva, pero no así, paradójicamente, la gubernamental. Recapacitando con calma y desapasionamiento acerca de este fenómeno, y relacionándolo con otros semejantes que han sucedido u ocurren en latitudes y contextos diferentes, resulta fácil de com­prender. Lo que se suele llamar subversión, y con denominación más efectista y sobrecogedora terrorismo, no es, en realidad, más que una expresión o una reacción desesperada y violenta, de vastos sectores sociales o de grupos más o menos amplios y bien compactos que se consideran sus intérpretes y su brazo armado, frente y contra una opresión, disimulada o desembozada, mas siempre implacable, sea en lo político o en lo económico, y a veces también en lo cultu­ral, que exacerba hasta el paroxismo las contradicciones y los conflictos que talen en una sociedad y se muestra determinada con firmeza a no efectuar ni admitir en ella cambios que los alivien o resuelvan. Lo más simple ante tales situaciones, y, por ende, también lo menos racional y fecundo, es ampararse en posiciones de ventaja sofística, confundiendo o pretendiendo confundir legali­dad con legitimidad y las formas y los medios jurídicos con la esencia y las funciones del Derecho, y encastillarse en el ejercicio y la aplicación indiscriminada de la fuerza estatal, desencadenando el terrorismo de Estado, que, por cierto, es el verdadero terrorismo. Ahora bien, esta lucha, que se quiere hacer pasar por una lucha contra reivindicaciones injustificadas, la subver­sión y el terrorismo, reporta beneficios y ventajas de muy distinta índole a poderosos clanes de también muy diverso carácter, interesados sobre todas las cosas, aunque la erupción violenta decaiga, en que no desaparezca, y que muy bien pueden, en lugar de esforzarse por su acabamiento definitivo, echar mano de recursos muy dispares y fomentarla e incluso lograr que perdure como un mal endémico o que reviva de manera más o menos esporádica. Por otra parte, a pesar de la estructura y cohesión de estos grupos o movimientos que por su ideario y en pos de unos fines de liberación se entregan a la violencia y con frecuencia el sacrificio, no son inmunes, y mucho menos con el transcurso del tiempo o en épocas de desaliento o descomposición, a la infiltración de agentes adversarios, ora de información o, con preferencia, provocadores, que suelen inducirles a la adopción de actitudes o consignas delirantes y la comisión de agresiones desatentadas, que contribuyen a su descrédito y proveen de nuevos argumentos a la opresión y la represión.

Por último, en un examen cuidadoso de tales situaciones no se debe desde­ñar, sino mirar con atención, un suceso que a primera vista puede parecer una característica de estos problemas y cuantos tienen interés en desfigurar las cosas presentan sin falta como un rasgo negativo más, connatural a dichos movimien­tos, cuando realmente no pasa de ser una secuela, que, al debilitarse o desvane­cerse sus posibilidades de triunfo o las esperanzas y la confianza en él, y diluirse como formación combatiente, algunos de sus integrantes, desarraigados del me­dio social al que pertenecen y en el que con anterioridad estaban insertos, quebra­dos en su perspectiva ideal y moral, forjados en la rudeza de la clandestinidad y la violencia, y acaso huérfanos de cualquier otra preparación y de cualesquiera otros recursos para rehacer su vida e incluso para subsistir, terminan engrosando las filas de la delincuencia armada.

Acerca de estas cuestiones y otras no menos sugestivas e importantes, referidas al caso peruano, acaba de aparecer en Lima hace exactamente tres meses un libro sagaz, muy bien documentado y de extremado rigor crítico, escrito por un fino penalista de aquel país, el profesor doctor Raúl Peña Cabrera, en colabo­ración con su joven discípulo Uldarico Bojórquez Padilla, y prologado por mí (Traición a la patria y arrepentimiento terrorista. Delito de terrorismo, Lima, Grifley, 1994, 496 páginas), que conviene leer despacio.

De no anublárseme la memoria un día, siempre recordaré con efusiva gra­titud la apertura de curso en la Facultad sanmarquina de Derecho, repleto de público su amplio salón de actos, al caer la tarde del lunes 4 de abril de este año, y, sobre todo, la extraordinaria benevolencia, aprobación y simpatía con que fue recibida mi disertación, confirmadas en no escasas reuniones y conversaciones durante los días sucesivos, hasta que volvieron a honrarme, el sábado 9, con pre­ciada distinción. La vanidad no me ciega hasta el punto de pensar que semejante acogida se debiera a ninguna originalidad ni profundidad de su contenido ni a ninguna belleza en la elocución, pero sí creo que no fue ajena a ella, además de la generosidad de los circunstantes, muy propia de la idiosincrasia peruviana, la fortuna de haber resumido y expresado, en no demasiadas palabras, las ideas, inquietudes y preocupaciones más apremiantes que agobian a las comunidades que sufren bajo la crueldad de una violencia desaforada. Tal es, pues, la razón de que me haya decidido a entregar a las prensas el texto de lo que entonces dije, con el designio de que así pueda llegar a otras tierras también dilaceradas por violen­cias que se contraponen y pugnan sin reconocer apenas espacio para la justicia.
15 de octubre de 1994.




Violencia y justicia

Ilustrísimo señor Decano y demás autoridades universitarias; señores profesores; señoras y señores; queridos estudiantes:

I

Cuando uno está embargado por los sentimientos —tal, yo, ahora—, ha de expresarlos, éstos irrumpen en su expresión, y sólo así alcanza el sosiego preciso para exponer y discutir luego sus ideas. Y dos son los sentimientos que en estos instantes me dominan: por un lado, en lo más íntimo de mi ser, la gratitud, que es siempre más honda y pura cuanto son más altos y gratuitos los favores que la suscitan y a que con ella se corresponde, y pocas distancias habrá mayores que la que media entro un sencillo profesor que no ha creado escuela y modesto científico que no ha hecho ningún descubrimiento portentoso que, por ende, nada original puede aportar, y la universidad más antigua del continente americano, de extendido renombre, que le llama y acoge para que explique una lección de significación extraordinaria. El otro —poco conciliable, ciertamente, con la humildad y la gratitud, pero la existencia de los hombres no se teje sólo con el hilo consistente de la coherencia, sino también con el hilo vivaz de las contradicciones—, el otro es el orgullo, un sentimiento al que parece que somos propensos los españoles, pero que hay ocasiones en que se justifica, y una de ellas es la de encontrarse en una universidad creada por España no más que a lo dieciséis años de haber fundado esta ciudad y que perdura y ha acrecentado su prestigio sin  interrupción y con solidez.

Creedme que pocas cosas levantan e hinchen tanto el ánimo de un español —henchir, que no es hinchar, sino más bien todo lo contrario, y ánimo harto menguado y decaído en nuestra época— como llegar a una de estas nobles creaciones de cultura con que los españoles iluminamos el mundo y que se sobreponen a las vicisitudes de los tiempos. Con lo cual no penséis que soy de aquellos de la España evangelizadora de la mitad del orbe, [...] martillo de herejes, [...] espada de Roma, cuna de San Ignacio, no, que ni olvido ni disimulo el obscurantismo y el fanatismo, la crueldad y la codicia que impulsaron a gran parte de nuestros antepasa­dos y sembramos por la Tierra, y que por nuestra malaventura no se fueron con el pasado y practicamos con singular afición y eficacia sobre nosotros mismos. Pero tampoco España ha sido siempre y sólo un país de sumisión y conformismo, intolerante, inquisitorial y excluyente, sino que nunca se ha extinguido en ella, unas veces arroyo soterrado o tenue y remansada otras en ancho río o fluyendo más bien en precipitada cuanto fecunda corriente, una tradición de disidencia y comprensión, de cultura y fraternidad; y esta tradición, inquieta de descontento y de búsqueda, de afán de mejoras y de integración creadora, que en la península se exten­dió o prolongó bajo persecuciones, opresiones y exclusiones o evasiones, se expandió con frecuencia subrepticiamente, bajo la férula de conquis­tadores y encomenderos, y también la de los religiosos, sin distinguir de razas ni hemisferios.

Enriquece este orgullo y sobre él se yergue contemplar cómo los hijos de la emancipación, empresa no menos española que la del descu­brimiento y la conquista y que dio a ésta sentido y la completó, continúan y engrandecen nuestras fundaciones y ganan para ellas nuevos laureles. Entre otros innumerables, es particularmente el caso de San Marcos.

Confío en que no os asombre, pues, ni toméis a arrogancia, que con entera sinceridad os diga que me encuentro entre vosotros como en mi casa, o quizá mejor que en mi patria, con un pozo de desazón en el alma, empero, por estar hablando en este estrado, cuando debiera estar escu­chando en esos bancos; injusticia notoria que a vosotros os honra, por­que nace de vuestra generosidad, y que a mí, por la sensación ambigua, hecha de complacencia y de pesar, que suelen provocar en los humanos las injusticias que les reportan un beneficio o sacian una vanidad, me envuelve en confusión y gratitud.

   Mas pasemos ya al tema de esta disertación, que yo preferiría que fuese una conversación.



II

   Con una monotonía y una constancia verdaderamente abrumadoras, se afirma y se reitera que vivimos en sociedades violentas y que nuestra época es violenta, cual si al presente se hubiera exacerbado la violencia y en su extremosidad fuera una particularidad o distintivo de este tiempo. Sin ánimo de contradecir ni de defraudar a cuantos lo sostienen o repiten, yo les invitaría a echar con el recuerdo una rápida mirada al pasado desde el más remoto, es decir, desde lo que conocemos de la prehistoria hasta el más próximo, o sea, hasta ayer mismo, seguro de que, salvo en personalidades aisladas, en grupos reducidos que no han alcanzado eco ni perduración, y en momentos y documentos de significación fugaz en la historia, que perecieron y desaparecieron rápidamente, atropellados sin ningún comedimiento por renovadas oleadas de violencia, ésta constituye una constante de la humanidad y forma parte indefectible de su patrimonio en las relaciones entre los individuos. Lo cual, si bien se considera, nada tiene de extraño, porque la violencia no es sino el ejercicio y aplicación de la fuerza física sobre los demás para apartar o destruir lo que representa o reputamos un peligro para nuestra subsistencia o nuestro desarrollo, entendidos una y otro en su más amplio sentido, y constituye por ello una característica o propiedad congénita de los seres superiores y, por supuesto, del hombre. Se trata, pues, de una moda de obrar puesta al servicio del instinto de conservación, coronado o complementado por el impulso o la tendencia a imponerse y prevalecer, sea en sí mismo o en una entidad colectiva a la que se pertenece. Ahora bien, en el hombre, como ser de fines y vocado a los valores, la violencia, y en general todas sus aptitudes físicas, pueden y aun deben ser orientadas y ejercidas racionalmente, esto es, sometiéndolas a límites e incluso domeñándolas y conteniéndolas en la inercia, o lo que viene a ser igual, empleándolas o sujetándolas siempre con inteligencia, para la consecución de sus propósitos y la realización de sus aspiraciones ideales. Por ende, pretender que el ser humano prescinda de la violencia, aparte de constituir un imposible, le incapacitaría para tender hacia fines y obrar conforme a valores, o, en términos más breves y contundentes, le aniquilaría en tanto que hombre.

De ahí, en definitiva, la vacuidad de frases ya acuñadas y de curso común que denotan la moda, condenando rotundamente la violencia, venga de donde venga; en la mayoría, irreflexiva, y en no pocos interesada, pues a cuantos han logrado por medios violentos y ha menudo cruentos y crueles una situación de supremacía social o política, o la prolongan o se benefician de ella, nada importa más que su mantenimiento y que los subyugados ni siquiera piensen en la violencia para alzarse y frangir su opresión. Lo irreflexivo o lo hipócrita de tal condena se pone bien de manifiesto con sólo preguntarse cuál sería la reacción de quienes la profieren, si en su presencia osara alguien atentar contra su honor, o propasarse con una mujer o abusar de un niño: ¿irían muy urbanos a denunciarlo ante la policía o a querellarse en el juzgado, o propinarían una viril bofetada al ofensor? Sin salir de este supuesto, ¿cómo se calificaría en la sociedad, incluso entre los más pacíficos, al que acudiera a la autoridad y cómo al que resuelva el caso con la fuerza de su mano? En una perspectiva semejante, ¿habría que condenar tam­bién a los que un día rompieron los lazos de la sujeción, lucharon y vertieron sangre y conquistaron la independencia; a los que en cualquier momento se opongan con violencia a una sublevación liberticida, y, en fin, al que libere a un pueblo, con ímpetu mortal, del oprobio de una tiranía? Por este camino, desde el más imponente totalitarismo hasta la más vulgar dictadura —en el sentido usual de la palabra, no en el técni­co— tienen asegurada su subsistencia hasta la consumación de los si­glos, ya que será muy difícil, por no decir imposible, que se conmuevan y rindan a las plegarias, pues suelen contar con vigoroso respaldo de lo alto, ni que cedan a la voz del sufragio, que ya se cuidarán de que no se pronuncie. Y es que los entes y los hechos naturales por sí solos son ciegos para los fines y refractarios a los valores; en efecto, ni la ostra se abre por reflexiones y consejos ni la roca se inmuta por referencias a la belleza, y se necesita una visión que anticipa y una estimación que mue­ve, servidas por la energía inteligente del hombre, para separar las valvas del molusco y extraer su riquísimo contenido y para que el mármol des­pierte transmutado en una imagen hermosa.

Por lo demás, ni el proceso de formación de la personalidad ni el de evolución de la cultura pretenden en ningún momento erradicar los impulsos ancestrales del hombre, de carácter natural e instintivo y, por tanto, también antisocial y de origen filogenético, que se transmite con la herencia arcaica y garantiza la vida del individuo y la continuidad de la vida en sucesivos individuos. Lejos de ello, consisten en su crítica y cul­tivo, sublimándolos en su satisfacción conforme a normas y valores que se introyectan, esto es, que se integran en la personalidad individual, configuran el superyo o conciencia social de cada individuo y le hacen partícipe de una sociedad. De esta suerte, los impulsos más elementales y primarios del ser humano, y los conflictos que se producen en su subconsciente, con su enorme fuerza motora, pueden servir a fines nobles y altruistas, de alto significado comunitario, e incluso encontrar su sentido en su propio sacrificio o negación.

Dando un paso más, es un dato de observación elemental, y que por ello no requiere demostración, que el Derecho, con su relevante signi­ficación social, de ninguna manera es ajeno ni indiferente a la violencia, antes bien, pretende en principio su monopolio, proscribiéndola y san­cionándola fuera de su ejercicio y autorización, y esto, no sólo en el or­den interno, sino también en el internacional, admitiéndola en ambos hasta su expresión o intensidad más exasperada, como se percibe en la legítima defensa, la pena de muerte y la guerra, instituciones jurídicas, todas, que tanto son de aplicación en o por un Estado particular, cuanto por la propia comunidad internacional.

Resulta igualmente obvio, sin adentramos aquí en los problemas de su definición o caracterización, que el Derecho es lo que desde Stammler se denomina autárquico, es decir, que sus normas se imponen con independencia y aun en contra de la voluntad de los destinatarios, esto es, de los obligados por ellas, y que, en consecuencia, es asimismo coercible, o sea, que dispone de los medios, y, en último término, la fuer­za, para hacer que tales obligados cumplan incondicionalmente los de­beres jurídicos que les incumban. A todas luces, un Derecho impotente no es Derecho. Con lo cual se tiene la violencia instalada en la propia médula de lo jurídico, como recurso connatural del que no le cabe pres­cindir, y el Derecho aparece como un sistema monopólico y organizado de violencia. Si bien es susceptible de otro sentido, o quizá lo tuviera en sus inicios, no se ha de olvidar la presencia de la espada entre los símbo­los de la justicia y su interpretación como signo de la violencia a su servicio. Más lo indudable es que esta espada no puede ser manejada sino por un ser humano, o, expresado de otro modo, que la violencia no se da fuera de los individuos y, por tanto, en el Derecho sólo puede ser puesta en práctica por los individuos encargados —funcionarios— o facultados —particulares— para efectuar la coacción.

Pero el Derecho, o, con mayor concreción, el ordenamiento jurídico, esto es, el conjunto unitario y coherente de normas que rigen en un cierto momento dentro de un ámbito espacial determinado, con la violencia que le es propia, tiene por objeto organizar y mantener el orden jurídico, o sea, un conjunto armónico de relaciones de vida, reguladas jurídica­mente, que se dan en una sociedad o un grupo social en un momento determinado. En otras palabras, el ordenamiento viene a ser algo así como el armazón del orden, y éste, una suma estructurada de relaciones de convivencia entre los hombres. Por consiguiente, aunque formalmen­te haya sido dado por los órganos y guardando los procedimientos preestablecidos para ello, un Derecho que no asegure un nivel apreciable y suficiente de convivencia tampoco es en la realidad Derecho.

A nadie escapará la imprecisión del concepto de nivel apreciable, que tal vez fuese mejor calificar de adecuado, y suficiente de convivencia, pero nadie negará que es básico dentro de él hacer efectivo el Derecho, lo cual implica, sin duda, no consentir, ni, menos, procurar, y no digamos ya amparar o provocar, por una parte, lo antijurídico, y, en particular, aquella especie de lo antijurídico constituida por lo delictivo, ni, por otra, la impunidad. Con ello va algo que lo agravaría, a saber, la lenidad, por no decir tampoco ahora la indulgencia, la benevolencia ni la conni­vencia con ciertos sectores, que, cuando esto ocurre, suelen ser los más afortunados y poderosos, dentro de la sociedad, y el desprecio, la burla y la severidad contra aquellos de suyo débiles y vulnerables. Y esto no debe ser entendido de modo demasiado simple, como si se refiriese úni­camente al trato de una realidad actual, sino que se debe pensar con preferencia en el trato de hechos que se hayan producido en un pasado en el que no pudieron ser sometidos al Derecho y que continúan gravi­tando, con sus protagonistas vivos y activos, cuando no también en pues­tos de relieve e influencia o autoridad, en el presente. Así, bajo los totalitarismos, tiranías o dictaduras que han padecido en estos tiempos no pocos países, fueron perpetrados incontables desafueros y delitos que entonces era imposible perseguir, esclarecer y hasta conocer, y no es in­frecuente, sino usual, que quienes detentaban el poder dictaran antes de abandonarlo, con el nombre que mejor les pareciera, unas disposiciones de autoamnistía para sus conmilitones, partidarios, polizontes y sicarios, y, por de contado, para sí mismos, dejando o intentando dejar todo, se­gún frase muy conocida de un personaje siniestro, atado y bien atado, sin que los regímenes de otra laya que les han sucedido hayan puesto interés o decisión para traer semejantes fechorías y semejantes malhechores a juicio ni para declarar que semejantes autoamnistías apenas son tristes contrafiguras de una auténtica amnistía.

Dentro de un nivel mínimamente aceptable de convivencia es, en otro sentido, también básico el respeto y garantía de los derechos fundamentales de la persona, tal cual sean entendidos y compartidos por la conciencia social que anime y a que responda el ordenamiento, lo cual, por mera lógica, envuelve la proscripción de tratos que acaso hayan esta­do admitidos otrora, pero que han dejado de ser compatibles con las exigencias que plantea el reconocimiento de la dignidad humana, empe­zando por las designaciones humillantes, las identificaciones impersonales, las discriminaciones degradantes o la obligación de usar vesti­menta u ostentar distintivos que por su connotación de infamia puedan socavar la autoestima de los sometidos a ello o producir un efecto estigmatizante o repulsivo para los demás. Entre una lamentable multi­tud de ejemplos, sean del pasado o del presente, acuden presurosas a la mente de un penalista, y confío en que siquiera en gracia a su deforma­ción profesional se le disculpará que las mencione, la asignación de un número y la referencia por él a los penados en las prisiones, la designa­ción de los delincuentes como antisociales o con otros calificativos no más justificados ni más honrosos, el apelativo de algunos como terroris­tas o como miembros de una banda terrorista, la imposición del célebre y oprobioso traje a rayas, o de atuendos o tocados equivalentes, a los condenados, y otras muestras innumerables de carencia del sentimiento de humanidad que niegan por sí solas la aptitud y la actitud para convivir.

Por otra parte, en este punto es oportuno llamar la atención sobre la insuficiencia, y los funestos efectos, de aquellas concepciones que con­sideran Derecho todo lo que, y sólo porque, tenga forma de tal, o, dicho de otra manera, que lo reducen a sus puras formas. Por su propia índole, éstas consisten en entidades ideales, y de ahí se sigue que el formalismo puede ser exacto y fecundo en un plano gnoseológico y ontológico, de máxima abstracción, para indagar las condiciones del conocimiento del Derecho y su ser en general; pero lo único que se da en o a que accede la experiencia jurídica, y que en los hechos dispone de fuerza y se impone, son los Derechos u ordenamientos espacial y temporalmente —hic et nunc— determinados, cada uno de los cuales se concreta e identifica, y se distingue de los restantes, por sus contenidos, que son, de cierto, el objeto de las correspondientes reelaboraciones dogmáticas, señalan sus limites y generan su diversidad. Esto explica la incapacidad del formalismo para comprender que los cambios políticos desde regímenes de opresión a otros de factura democrática que se llevan a cabo con arreglo a las normas establecidas no suponen alteraciones de fondo, sino que suelen impedirlas, y simplemente disimulan y aseguran la continuidad de las situaciones de predominio existentes; fenómeno que ha acaecido con deplorable insistencia en nuestros días. En relación con ello está, pero atañe mucho más al hilo principal del discurso que venimos desarro­llando, una práctica que adopta una forma jurídica para vulnerar la nota de inviolabilidad del Derecho y que, por tanto, lo conculca: el hecho, no insólito, de enmascarar bajo una apariencia de Derecho los que no pasan de ser actos de imposición dictados por los titulares del poder público para beneficiarse del acatamiento que aquél provoca y descargar así con menor riesgo y mayor eficacia exacciones y violencias arbitrarias en su provecho o en provecho de individuos o sectores precisos, como ocurre cuando se da el nombre y trato de delito de rebelión o de traiciónala patria a lo que no lo es, se extiende la jurisdicción militar —prescindien­do aquí de sus orígenes y su carácter corporativos y de la contradicción ínsita en su misma noción, así como de los obstáculos con que perturba la convivencia— a actividades por completo ajenas a lo castrense, o se promulga mandatos que bajo un anodino aspecto procesal involucran la negación del principio del juez natural y extraen a los procesados, sea en su pro o para perjudicarlos, del imperio de los jueces estatuidos por la verdadera ley. No; Incitatus, el famoso caballo de Calígula, por muy pun­tuales y solemnes que fueran las formalidades con que le confirieron tan eminente dignidad, nunca fue cónsul, como tampoco el mero conjuro de unos ritos y unas palabras logrará jamás que nada en sí ilegítimo sea respetado como Derecho y regle el desenvolvimiento ordenado y libre de una sociedad.

Sería inagotable la tarea de repasar todas las maneras posibles de desvirtuar el Derecho, o acaso fuera más correcto decir destruirlo, ani­quilarlo, privándole de los contenidos que constituyen su entidad de regulador externo de la conducta humana, mientras se conserva, no las paredes maestras, sino sus formas exteriores, para utilizar su figura, nombre y fuerza como poderosos instrumentos de imposición y dominio. Con lo cual, lo que es noble edificio, construido con muchos sacrificios a lo largo de siglos y milenios, que ampara la convivencia entre los hom­bres, de golpe se degrada a miserable cobijo, quizá encubierto tras memo­rias ilustres o brillantes trazas, donde se guarecen aprovechados y facinerosos. Los procedimientos más importantes, empero, quedan exa­minados, mas todavía será conveniente fijarse en otro, que contradice asimismo la esencia de lo jurídico, observando las apariencias, pues como quiera que el Derecho regula relaciones entre seres humanos y es así eminentemente interindividual, atenta de plano contra él que uno d( los sujetos de una relación, y nada menos que uno que tiene a su cargo declararlo en una situación conflictiva y hacerlo efectivo, se despersonalice, ocultando o desfigurando su faz y substituyendo algo tan genuino y expresivo de cada cual como la firma por frías cifras. Ahora bien, la despersonalización de uno cosifica sin remedio al otro, o sea aquel a quien debe juzgar, ¿y hay mayor contrasentido, algo más inhumano que sentirse juzgado por un ignoto o que juzgar una cosa? Toda verdadera inmediación jurídica, toda palpitación de vida, toda relación entre semejantes, toda humanidad, sin las cuales no es factible un auténtico juicio, perecen. Por lo demás, con los medios de muy diversa índole existentes para averiguar la identidad que se esconde, el pretendido resguardo que con ello se aduce de la seguridad de los jueces resulta bien precario o ilusorio. Sería una exageración aseverar que los jueces sin rostro sean una invención moderna, pero era uso tan dejado atrás, que fuera del círculo de los aficionados a la arqueología jurídica, no a la historia yacía en el olvido, hasta que una ominosa iniciativa de cabezas entera das y pueblos desarrollados lo ha resucitado. Que a poco hayan tenido imitadores, sin aminorar la responsabilidad de éstos, acrecienta la de aquéllos. Y, en fin, también las injusticias, demandas o controversias que se arrastran sin solución o siquiera atención por décadas, generaciones o centurias, lacerando de continuo entre tanto a los individuos, las familias o los pueblos en sus más caros y vitales intereses materiales, culturales o morales, carcomen sin cesar la confianza en el Derecho y el Derecho mismo y acaban por dejar visible y temible en su lugar, no el libro de la leyes ni la balanza con su fiel, sino sólo la espada.

Cuando por cualquiera de estas vías, o por varias a la vez, o por otras diferentes, se disuelve la esencia del derecho y luego se evapora, lo único efectivo que resta siempre bajo su figura o nombre es la violencia. Es llegada asimismo, entonces, la hora, por decirlo con noble frase de Locke, de apelar al cielo. También lo señaló Schiller. Sólo que el cielo posee otro significado, llena otras necesidades y pertenece a otro plano en la vida de los hombres. Es la vuelta, pues, en palabras igualmente de Schiller, al estado de naturaleza. Frente o contra la violencia parece no haber más recurso que la violencia.

Trayendo la cuestión a regiones menos elevadas, esta vuelta al estado de naturaleza no es, desdichadamente, a un estado de naturaleza, Ya fuera pacífico o bondadoso o difícil y belicoso, primigenio, a partir del cual cupiese construir de nueva planta la sociedad, sino que se da en el seno de una sociedad circunscrita por un pretérito que condiciona el presente y sus problemas, y se origina y caracteriza por una suma inextricable de finalidades frustradas, confianzas burladas, sacrificios des­preciados y valores hollados, que se han acumulado hasta la desespera­ción. Apenas habrá que añadir que así la violencia adopta a la vez un cariz vindicativo y otro creador, pero que por la fuerza arrolladora de los impulsos instintivos se desencadena en venganza.

Ante semejante estado de ruina y desintegración moral, y a menudo con ella también política y económica, el espíritu de la violencia se encarna en individuos aislados o por lo común en grupos compactos y más o menos nutridos, que, en ademán de reacción extrema contra una opresión actual u otra pretérita que no ha alumbrado un porvenir de promisión y esperanza, y con voluntarismo denodado, asumen sobre sí la empresa de renovar la - socie­dad, acaso demoliendo antes los estorbos que perduren del pasado, y abrazan con un fervor que puede degenerar en fanatismo el sistema de creencias, fines y valores que predominan en la comunidad, o toman por tal y ponen en su lugar el suyo propio, lanzándose, con una convicción, una fuerza y una entre­ga verdaderamente ciegas y absolutas, a la lucha por conquistar, sin medir el precio, una mañana de dignidad.

En el ánimo reactivo contra una situación que se aborrece y no se soporta, suelen conformar el estímulo más poderoso las injusticias pade­cidas y, sobre todo, las iniquidades sin sanción y los crímenes coronados por la impunidad. O sea que, en realidad, no se trata sino de una repulsa activa frente a la falta contumaz de respeto y satisfacción en los hechos a valores sumamente arraigados y considerados de capital importancia. Lo cual desemboca, sin desvío ni lenitivo posible, en la venganza.

Para la tradición escolástica, el apetito irascible capta en todo ser vivo el bien sensible que conviene, no a los sentidos, sino a su naturaleza, y tiende hacia él, reaccionando pasionalmente en forma de ira, a la que pertenece o que comprende la venganza, ante un mal presente y grave, que le priva del bien o se lo impide. En el sutil análisis de Spinoza, la venganza se engendra en el odio que producen los males inferidos o los daños sospechados; y, con mayor concisión, por último, Durkheim señala que no es más que el mismo instinto de conservación exasperado por el peligro.

La reacción vindicativa, por su naturaleza instintiva, es violenta, irracional y anómica, y, por serlo, no reconoce límites. Halla su terreno de predilección en la violencia, ahoga toda la parte simpática e intelec­tual del ser humano, y no se sacia ni cesa sino con la aniquilación del individuo o las cosas sobre que recae o una vez descargado el furor y exhaustas las energías de quien la ejerce. Ley la ha clasificado en homotrope,  la que acomete contra el ser odiado o contra sus pertenencias, y heterotrope, la que trata de atacarlo en otra persona, vinculada con él de manera real o simbólica; y en la práctica de una actividad de sus características no puede asombrar que se produzcan abundantes casos de error. Vales características la destinan fatalmente a errar muchas veces el blanco, y a dirigirse, en la mayoría de las ocasiones, hacia verdaderos inocen­tes. Ahora bien, condenarla sin esforzarse por comprender los problemas y reclamos que la generan y disparan constituye una conducta irra­cional que, antes que a resolver los conflictos, contribuye a agravarlos y perpetuarlos.

Que, cuando la violencia adquiere bulto y fuerza y se extiende hasta cobrar cuerpo de movimiento vindicativo y manumisor, se pre­tenda combatirla con una decidida intolerancia, una represión insistente v tina persecución feroz, que superan en medios, formas e intensidad su crueldad, muy al revés de ser nuevo, constituye uso inveterado. Tampoco lo es que en dicho combate tomen parte grupos privilegiados, que gozan de impunidad y favor, o que se aproveche la miseria de ciertos sectores, o sus vínculos o contactos, para inducirles o compelerles a intervenir; ni que se acabe creando situaciones de confusión y de temor generalizados, ni que se intente vanamente justificar todo ello con imprecaciones y soflamas retóricas y promesas demagógicas, y encubrirlo con negacio­nes inverosímiles y superficiales formalidades jurídicas. Pero, puesto que estos movimientos traen su origen, y asimismo sus razones, de un clima pertinaz de sujeción e injusticia y, sobre todo, de incomprensión e indiferencia por sus problemas, u otros problemas de profunda grave­dad social que toman como propios, empeñarse en terminar con ellos mediante el empleo de una fuerza y una violencia mayores y más eficaces agrega a un fracaso seguro otros inconvenientes nada fútiles. El fracaso es inevitable, porque resulta casi imposible exterminar cualquier violencia que discurra por espacios vastos y difíciles y despierte, al lado de odios y resistencias, también sentimientos de simpatía y solidaridad, y, aun cuando se la derrotara, permanecerían vivas sus raíces y persistirían los problemas que le dan sentido, raíces y problemas que, tardando más o menos, ocasionarán nuevas oleadas de violencia. E inconvenien­tes quizá de más peso son la multiplicación de los desastres, el despres­tigio de los poderes públicos y del Derecho con que se procura legitimar su desatentado ejercicio, y, quizá el peor de todos, la provisión de nuevos argumentos que confirmen y refuercen aquellos de que ya disponen los alzados. En vez de que amaine, así puede enconarse la violencia.

Siendo sus motivos, según los distintos casos, sociales, políticos o económicos, es, lógicamente, en tales ámbitos donde se ha de buscar la solución de los respectivos problemas y ponerla en ejecución. Y, de no ser la solución factible o sencilla, los mitigarán, sin duda, una solicitud decidida y cálida, un ahínco sincero y una explicación clara. De esta suerte, y no de otro modo, se irá apagando y se extinguirá por sí sola, falta de razón de ser, la violencia desenfrenada, el Derecho volverá por sus fueros y no permanecerá más que la violencia embridada por él para su servicio, es decir, para mantener su imperio, conteniendo y sancio­nando los desmanes violentos de individuos aislados, por frecuentes que sean, y haciendo posible así la vida de cada uno como ser libre y en concurrencia con la de todos.

Claro es que siempre habrá doctrinas que hagan de la fuerza su razón y que busquen imponerse en vez de persuadir, y mentalidades fanáticas, incapaces de ver en el diferente un hombre ni de valorar por sí mismo al ser humano, pero en un régimen de libertad, participación y solidaridad, garantizado por el Derecho, apenas encontrarán apoyo, re­sonancia y simpatía.

Mientras tanto, tiene un valor inmenso para conseguirlo la con­ducta de los jueces, y la de quienes coadyuvan con ellos, que en las épo­cas de violencia desatada, en las que se hace del Derecho una irrisión y cualquier miedo está fundado, no escatiman sacrificios para mantener como razón de su ministerio y de su vida, y en algunas ocasiones tam­bién de su muerte, la lealtad a la justicia, y, sin dejar de guardar las formas, atienden sobre todo a la substancia de lo jurídico, se atienen a sus principios, procuran sus fines y realizan sus valores. Doquiera se hallen, merecen bien de su patria, de cuantos cultivamos el Derecho, de todos los espíritus libres y de la humanidad.



III

Al cabo de estas ya largas y no sé si enfadosas reflexiones, que mucho me complacería someter al contraste de vuestro pensamiento y de vuestro juicio, dos conclusiones se desprenden, en mi criterio, inconcusas; am­bas, de la máxima significación e importancia, bien sabidas de los doctos maestros que me rodean y que para quienes pisan por primera vez una Facultad de Jurisprudencia o cursan en ella pueden constituir una lec­ción al mismo tiempo elemental y decisiva.

Una es que el Derecho no puede consistir jamás en un huero conjunto de coerciones al servicio de quien haya sido elevado al poder o acaso sólo lo detente, porque se destituye de toda dignidad, y se rebaja al nivel ínfimo de la parodia o al delictuoso de la complicidad o el encubri­miento, cuando se hace instrumento de tortura o de opresión, y ascien­de, en cambio, hasta su plenitud ideal, cuando garantiza sin excepciones a los hombres la libertad y es medio cierto de la convivencia humana.

La otra consiste en distinguir, entre cuantos se ocupan del Derecho, aquellos que llevan unas bisagras donde los hombres tienen sus riñones y están prestos a doblarse y a servir con sus conocimientos o con sus simples habilidades a cualquiera que les mande o que les pague, y los que lo estudian, lo enseñan, lo invocan o lo aplican con integridad de criterio y respeto a su genuina entidad. Sólo estos últimos, modestos o renombrados, son auténticos juristas. Que nunca se pueda decir de nin­guno de nosotros la crítica que formuló von Kirchmann en su célebre conferencia berlinesa de 1847 a los juristas romanos que con la misma tranquilidad e idéntico espíritu concienzudo comentaban la constitución despótica del Imperio que la ley de la República empapada en la doctrina de la libertad.
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