DARIO FO, PREMIO NOBEL 1997: "CONTRA JOGULATORES OBLOQUENTES".


DARIO FO
La Conferencia del Premio Nobel 1997:
"Contra jogulatores obloquentes".
"...Hemos tenido que aguantar el abuso, los asaltos de la policía, los insultos y la violencia, y es Franca quien ha tenido que sufrir la agresión más atroz.
Ella ha tenido que pagar más profundamente que cualquiera de nosotros, con su cuello y miembro en el equilibrio, por la solidaridad con el humilde y el golpeado, como ha sido nuestra premisa."


Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura.





Los dibujos que les estoy enseñando son míos. Se les han repartido copias de los mismos, ligeramente reducidos. Durante cierto tiempo tuve la costumbre de utilizar imágenes cuando preparaba algún discurso: en lugar de escribirlo, lo ilustro. Esto me permite improvisar, ejercitar mi imaginación, y obligarles a ustedes a utilizar la suya.
 
  A medida que avance, les indicaré de cuando en cuando donde estamos en el manuscrito. De ese modo no perderán el hilo. Les será de especial ayuda a los que no entiendan ni el italiano ni el sueco. Los que hablan inglés tendrán una enorme ventaja sobre el resto, ya que imaginarán cosas que yo no he dicho ni pensado jamás. Desde luego, tendremos el problema de las dos risas: los que entiendan el italiano se reirán de inmediato, los que no, tendrán que esperar la traducción al sueco de Anna Barsotti. Y luego están los que no sabrán si reír en la primera ocasión o en la segunda. De cualquier modo: empecemos.
Señoras y señores, el título que he elegido para esta pequeña charla es "contra jugulatores obloquentes", que todos ustedes reconocerán como latín, latín medieval, para ser exactos. Es el título de una ley promulgada en 1221 en Sicilia por el emperador "ungido por Dios" al que en la escuela se nos enseñó a ver como un soberano extraordinariamente ilustrado, un liberal.
  "Joculatores obloquentes" significa "bufones que insultan y difaman". La ley en cuestión permitía a todos los ciudadanos insultar a los bufones, golpearles e incluso -si estaban de humor- matarles sin correr el riesgo de ser juzgados y condenados por ello. Me apresuro a asegurarles que esta ley ya no está en vigor, por lo que puedo proseguir sin peligro.
  Señoras y señores, algunos amigos míos, distinguidos hombres de letras, han declarado en diversas entrevistas a la radio o a la televisión: "Sin duda, el mayor premio lo merecen los miembros de la Academia Sueca por tener el coraje de conceder este año el Premio Nobel a un bufón". Estoy de acuerdo. El suyo ha sido un acto de valentía que raya la provocación.

  Basta pasar revista al alboroto que ha provocado: sublimes poetas y escritores que normalmente ocupan las esferas más encumbradas y que rara vez se interesan por aquellos que viven y se afanan en planos más humildes, se han visto sacudidos por una suerte de torbellino. Como ya he dicho, aplaudo y coincido con mis amigos. Estos poetas habían alcanzado ya alturas parnasianas cuando ustedes, con su insolencia, les hacen caer tambaleándose a tierra, donde se dan de bruces con el lodo de la normalidad. Insultos y exabruptos se lanzan ahora contra la Academia Sueca, contra sus miembros y sus parientes hasta la séptima generación. Los más enardecidos claman: "¡Abajo el rey... de Noruega!". Parece que, en su obcecación, confunden una dinastía con otra. Hay quien aterrizó de mala manera, magullándose sus partes bajas. Hay informes que atestiguan que los nervios y el hígado de ciertos poetas han sufrido terriblemente. Durante un par de días, no había farmacia en toda Italia que pudiera proporcionar un tranquilizante. Pero, queridos miembros de la Academia, es hora de admitir que esta vez se han pasado. Quiero decir, venga ya, primero le dan el premio a un negro, luego a un escritor judío, y ahora a un payaso. ¿Qué pasa? Como dicen en Nápoles: ¿pazziàmme? ¿Han perdido el seso?

  También la alta clerecía ha sufrido sus momentos de locura. Diversos potentados -importantes partidarios del Papa, obispos, cardenales y prelados del Opus Dei- se han subido por las paredes hasta el punto de solicitar la habilitación de la ley que permitía quemar en la hoguera a los bufones. A fuego lento.



  Por otra parte, les puedo decir que hay un gran número de personas que se regocijan conmigo de su decisión. Y por ello quiero darles las gracias más festivas en nombre de una multitud de mimos, bufones, payasos, volatineros y cuentistas. Y hablando de cuentistas, no debo olvidar los de la pequeña ciudad junto al lago Maggiore donde nací y me crié, una ciudad con una rica tradición oral. Estaban los viejos cuentistas, los maestros vidrieros que nos enseñaron a mí y a otros niños el oficio, el arte de tejer fantásticas tramas.

  Les escuchábamos estallando en carcajadas, carcajadas que se helaban en nuestras gargantas cuando comprendíamos la trágica alusión que se escondía tras cada sarcasmo. Aún recuerdo la historia de la Roca de Caldé. "Hace muchos años", comenzó a relatar el viejo vidriero, "allá arriba, en la cumbre de ese escarpado acantilado que se eleva sobre el lago, había una ciudad llamada Caldé. Resultó que esa ciudad se encontraba sobre un espigón suelto de roca que lentamente, día tras día, se deslizaba hacia el precipicio. Era una ciudad espléndida, con su campanario, una torre fortificada en el punto más alto y un racimo de casas, una junto a otra. Es una ciudad que una vez estuvo allí y que ahora no está. Desapareció en el siglo XV.


   >>"Eeh", gritaban a sus habitantes los campesinos y pescadores que vivían en el valle."Os estáis resbalando, os vais a caer". >>Pero los habitantes del risco no les escuchaban, incluso había quien se reía y se burlaba de ellos. "Os creéis muy listos tratando de asustarnos para que salgamos corriendo de nuestras casas y de nuestra tierra, y haceros con ellas. Pero no somos tan tontos". >>De modo que siguieron cuidando sus viñedos, arando sus campos, casándose y haciendo el amor. Iban a misa. Notaban que la roca cedía bajo sus casas, pero no le daban importancia. "La roca, que busca su sitio. Es normal", decían tranquilizándose unos a otros. >>Y la roca estaba a punto de hundirse en el lago. "Cuidado, cuidado, ya tenéis el agua por los tobillos", les gritaba la gente desde la orilla. "Tonterías, son los manantiales subterráneos; es que hay un poco de humedad", decía la gente de la ciudad y así, sin prisa pero sin pausa, la ciudad entera fue engullida por el lago. >>Glu...glu...plaf...se hunden...casas, hombres, mujeres, dos caballos, tres burros...¡iiiiaaaa!...glu. Impertérrito, el sacerdote escuchaba la confesión de una monja: "Te absolví... animus...santi...glu...Aame...glu...". La torre desapareció, el campanario se hundió con campanas y todo: Ding...dong...pam...plof...


  "Incluso hoy, prosiguió el viejo vidriero, si miras al agua desde ese saliente, y si en ese mismo momento estalla una tormenta y los rayos iluminan el fondo del lago, podrás ver -¡por increíble que parezca!- la ciudad sumergida con sus calles intactas, e incluso a sus habitantes caminando de un lado a otro y repitiéndose a borbotones: "No ha pasado nada". Los peces se pasean delante de sus narices, incluso se les meten en los oídos. Pero ellos simplemente los apartan: "No hay nada de que preocuparse. No es más que algún tipo raro de pez que ha aprendido a nadar en el aire". >>"¡Achís!" "Salud" "Gracias...hay algo de humedad hoy, más que ayer...pero por lo demás todo va bien". Han llegado al mismo fondo del lago, pero en lo que a ellos respecta, nada ha ocurrido".

  Aunque sea inquietante, no se puede negar que una historia como ésta aún tiene algo que decirnos. Les repito, les debo mucho a estos vidrieros míos, y ellos -se lo aseguro- les están enormemente agradecidos a ustedes, miembros de esta Academia, por el reconocimiento de uno de sus discípulos. Y expresan su gratitud con una exuberancia explosiva. En mi ciudad natal la gente asegura que la noche en que llegó la noticia de que uno de sus cuentistas había recibido el Premio Nobel, un horno que había permanecido inactivo durante cincuenta años estalló de pronto en un arco iris de llamas, lanzando al aire -cual traca final- una miríada de astillas de vidrio de colores que luego aparecieron flotando en la superficie del lago exhalando una impresionante nube de vapor.


  Mientras aplauden tomaré un trago de agua. (Volviéndose hacia la intérprete:) ¿Quiere un poco? Es importante que hablen ustedes mientras bebemos, porque si tratan de oír el borboteo del agua, nos atragantaremos y empezaremos a toser. Así que, en lugar de eso, pueden ustedes intercambiarse lindezas como << Oh, qué tarde más agradable, ¿no le parece?>>. Fin de la interrupción: pasemos a la siguiente página, pero no se preocupen, a partir de ahora iré más rápido.


   Más que otros, esta tarde son ustedes acreedores del solemne y expresivo agradecimiento de un extraordinario maestro de la escena poco conocido, no sólo en Francia, en Noruega o en Finlandia, sino incluso en Italia. Y, sin embargo, hasta Shakespeare fue sin duda el mejor dramaturgo de la Europa del Renacimiento. Me refiero a Ruzzante Beolco, mi mayor maestro junto con Molière: ambos actores y dramaturgos, ambos destinatarios del escarnio de los hombres de letras de su época. Sobre todo, se les despreciaba por llevar a la escena la vida cotidiana, las alegrías y la desesperación de la gente común; la hipocresía y la arrogancia de los ricos y los poderosos, y la injusticia incesante. Y lo que no les podían perdonar era que, al contar estas cosas, hacían reír a la gente. La risa no agrada a los poderosos. Ruzzante, el verdadero padre de la Commedia dell'arte, también creó un lenguaje propio, un lenguaje por y para el teatro basado en una variedad de lenguas: los dialectos del valle del Po, expresiones en latín, español, e incluso alemán, mezclados con sonidos onomatopéyicos de su propia invención. Es de él, de Beolco Ruzzante, de quien aprendí a liberarme de la escritura literaria convencional y a expresarme con palabras masticables, con sonidos inusuales, con diversas técnicas de ritmo y respiración, e incluso con el habla absurda y laberíntica del "grammelot".


  Permítanme que le dedique una parte de este prestigioso premio a Ruzzante.
Hace unos días, un joven actor de gran talento me dijo: "Maestro, debería tratar de proyectar su energía, su entusiasmo, a la gente joven. Tiene que entregarles el relevo. Tiene que compartir su experiencia y sus conocimientos con ellos". Franca -mi mujer- y yo nos miramos y dijimos: "Tiene razón". Pero, si enseñamos a otros nuestro arte y compartimos esta carga de fantasía, ¿de qué servirá? ¿Adónde conducirá? En los últimos meses, Franca y yo hemos visitado varias universidades para dirigir una serie de talleres y seminarios con jóvenes. Nos ha sorprendido -por no decir inquietado- descubrir su ignorancia de los tiempos que vivimos. Les referimos los juicios en curso en estos momentos en Turquía contra los supuestos culpables de la masacre de Sivas. Treinta y siete intelectuales demócratas de ese país, que se habían reunido en una ciudad de Anatolia para rendir homenaje a un famoso bufón medieval del período otomano, fueron quemados vivos al amparo de la noche, atrapados en su hotel. El incendio fue obra de un grupo de fundamentalistas fanáticos que disfrutaban de la protección de algunos miembros del propio gobierno. En una noche, treinta y siete de los artistas más celebrados del país, escritores, directores, actores y bailarines kurdos, fueron aniquilados. De un solo golpe, estos fanáticos aniquilaron a parte de los exponentes más relevantes de la cultura turca. Miles de estudiantes nos escuchaban. La expresión de sus caras revelaba su asombro e incredulidad. No habían oído hablar de la masacre. Pero lo que más me impresionó es que ni siquiera los profesores presentes conocían el hecho. Ahí tenemos a Turquía, en el Mediterráneo, casi enfrente, insistiendo en unirse a la Comunidad Europea y, sin embargo nadie había oído hablar de la masacre. Salvini, conocido demócrata italiano, tenía razón cuando observó: "La extendida ignorancia de lo que ocurre es el mayor bastión de la injusticia". Pero este desconocimiento de los jóvenes les ha sido insuflado por los que tienen la obligación de educarles e informarles: entre los ignorantes y los inconscientes, los maestros de escuela y otros educadores merecen mención de honor.
Los jóvenes sucumben fácilmente al bombardeo de banalidades y obscenidades gratuitas a que diariamente los someten los medios de comunicación de masas: desalmadas películas televisivas donde en el lapso de diez minutos se ven expuestos a tres violaciones, dos asesinatos, una paliza y una colisión múltiple de diez vehículos sobre un puente que acaba derrumbándose, tras lo cual todos -coches, conductores y pasajeros- se precipitan al mar...sólo una persona sobrevive a la caída, pero no sabe nadar, de modo que se ahoga, entre los vítores de una masa de curiosos que de pronto irrumpe en la escena.
En otra universidad representamos una parodia sobre un proyecto -ahora en vías de ser realizado- de manipulación de material genético, o, para ser más precisos, la propuesta del Parlamento Europeo de admitir el derecho de patente de organismos vivos. Percibimos claramente que el tema provocaba un escalofrío entre los presentes. Franca y yo les explicamos cómo nuestros eurócratas, impulsados por poderosas y ubicuas multinacionales, están preparando un plan digno del argumento de una película de horror y ciencia ficción titulada "El hermano cerdo de Frankenstein". Están tratando de conseguir la aprobación de una directiva que (¡no se lo pierdan!) autorizaría a las industrias a adquirir la patente de criaturas vivas, o de partes de ellas, creadas con técnicas de manipulación genética que parecen sacadas de El aprendiz de brujo.


  El procedimiento es el siguiente: manipulando la información genética de un cerdo, un científico logra humanizar en cierto modo al cerdo. De este modo resulta mucho más fácil extraer del cerdo el órgano elegido -un hígado, un riñón- y trasplantarlo al hombre. Pero para asegurarse de que los órganos del cerdo no son rechazados, es necesario transferir al hombre ciertas partes de la información genética de dicho cerdo. El resultado: un cerdo humano (muchos de ustedes dirán que ya hay muchos). Y cada parte de esta nueva criatura, de este cerdo humanizado, está sujeta a nuevas leyes de patentes, y quien desee una parte de él tendrá que pagar los derechos de copyright a la empresa que lo "inventó". Las enfermedades derivadas del trasplante, monstruosas deformaciones, infecciones...todo ello constituye opciones incluidas en el precio... El Papa ha condenado rotundamente esta monstruosa hechicería genética. La ha tachado de ofensa contra la humanidad, contra la dignidad del hombre, y se ha molestado en subrayar la ausencia total e irrefutable de valor moral del proyecto. Lo sorprendente del caso es que, mientras esto ocurre, un científico americano, un mago notable -seguramente habrán sabido de él por los periódicos- ha logrado trasplantar la cabeza de un mandril. Les cortó la cabeza a dos mandriles y las intercambió. No puede decirse que los mandriles estuvieran en su mejor momento después de la operación. De hecho, les dejó paralizados, y ambos murieron poco después, pero el experimento funcionó, lo que es una gran cosa. Pero, y aquí está la dificultad: este Frankenstein de nuestros días, un tal profesor White, ha sido distinguido entretanto con el título de miembro de la Academia Vaticana de las Ciencias. Alguien debería advertir al Papa. Así que representamos estas farsas criminales ante los chicos de las universidades y se desternillaron de risa. Decían de nosotros: "Son la monda, se inventan las historias más fantásticas". Ni por un momento intuyeron siquiera que las historias que les contábamos eran ciertas. Estos encuentros han fortalecido nuestra convicción de que nuestra tarea es -coincidiendo con la exhortación del gran poeta italiano Savinio- "contar nuestra historia".

  Nuestra misión como intelectuales, como personas que se suben a un estrado o a un escenario y que, lo que es aún más importante, se dirigen a la gente joven, nuestra misión no es simplemente enseñarles un método, cómo usar los brazos, cómo controlar la respiración, cómo usar el estómago, la voz, el falsete, el contra campo. No basta con enseñar una técnica o un estilo: tenemos que enseñarles lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Tienen que ser capaces de contar su propia historia. Un teatro, una literatura, una expresión artística que no hable de su propio tiempo no tiene relevancia.


  Hace poco participé con muchas otras personas en una conferencia donde intenté explicar, especialmente a los participantes más jóvenes, los entresijos de un caso judicial italiano particular. El caso original ha dado lugar a siete juicios distintos, cuyo resultado ha sido la condena de tres políticos italianos de izquierda a veintiún años de prisión cada uno, acusados de haber asesinado a un jefe de policía. He estudiado los documentos del juicio -como hice cuando preparaba la Muerte accidental de un anarquista- y en la conferencia relaté los hechos pertinentes, que en realidad son bastantes absurdos, incluso grotescos. Pero en cierto momento me di cuenta de que estaba hablando en el vacío, por la sencilla razón de que mi audiencia ignoraba no sólo el caso, sino lo que había ocurrido cinco años antes, diez años antes: la violencia, el terrorismo. No sabían nada de las masacres perpetradas en Italia, de los trenes volados, las bombas en las plazas o los grotescos juicios que se han celebrado desde entonces. Lo que resulta terriblemente difícil es que, para hablar de lo que está ocurriendo hoy, tengo que empezar por lo que pasó hace treinta años y luego ir avanzando. No basta con hablar del presente. Y, fíjense bien, esto no ocurre sólo en Italia: lo mismo ocurre en todas partes, en toda Europa. Le he intentado en España y me he encontrado con la misma dificultad; lo he intentado en Francia, en Alemania; aún tengo que intentarlo en Suecia, pero lo haré. Para concluir, déjenme compartir esta medalla con Franca. Franca Rame, mi compañera en la vida y en el arte, que ustedes, miembros de la Academia, citan en su razonamiento de la concesión del premio como actriz y autora, ha intervenido en muchos de los textos de nuestro teatro. En estos momentos, Franca está actuando en un teatro en Italia, pero se reunirá conmigo pasado mañana. Su vuelo llega a mediodía; si quieren, podemos ir todos a recibirla al aeropuerto. Franca tiene un agudo sentido del humor, se lo aseguro. Un periodista le hizo hace unos días la siguiente pregunta: "Bien, ¿qué siente al ser la esposa de un Premio Nobel? ¿Qué siente al tener un monumento en su casa?" A lo que respondió: "No me preocupa, ni lo considero una desventaja en absoluto; llevo mucho tiempo ensayando. Cada mañana hago mis ejercicios: me pongo a gatas, y así me voy acostumbrando a ser el pedestal de un monumento. ¡Y soy bastante buena!". Como les he dicho, tiene un agudo sentido del humor. A veces incluso dirige su ironía contra sí misma. Sin ella a mi lado, donde ha permanecido ya toda una vida, jamás habría realizado el trabajo que ahora consideran digno de este honor. Juntos hemos planeado y puesto en escena miles de obras, en teatros, fábricas ocupadas, en sentadas en universidades, incluso en iglesias no consagradas, en cárceles y en parques, bajo el sol y la lluvia, siempre juntos. Hemos tenido que soportar abusos, asaltos de la policía, insultos de los bienpensantes y violencia. Y es Franca la que ha padecido la agresión más atroz. Ha tenido que pagar más caro que ninguno de nosotros, con su propia integridad física, la solidaridad con los humildes y los derrotados que ha sido siempre nuestra premisa.

  El día en que se anunció que se me iba a conceder el Premio Nobel me encontraba frente al teatro de la Vía di Porta Romana, de Milán, donde Franca, junto con Giorgio Albertazzi, representaba El demonio con tetas. De pronto me vi rodeado de un enjambre de reporteros, fotógrafos y cámaras de televisión. Un tranvía que pasaba por ahí se detuvo inopinadamente, el conductor se bajó a felicitarme, y entonces los pasajeros hicieron lo mismo y se pusieron a aplaudir; todos querían estrecharme la mano y felicitarme...cuando, de pronto, se pararon y, al unísono, gritaron: "¿Dónde está Franca?".
  Empezaron a aullar "Francaaaa", hasta que, poco después, apareció. Estupefacta y con lágrimas en los ojos, bajó a abrazarme. En ese momento, como caída del cielo, apareció una banda tocando sólo instrumentos de viento y tambores. Estaba formada por chiquillos de todos los rincones de la ciudad, y resultó que era la primera vez que tocaban juntos. Tocaron Porta Romana bella, Porta Romana a ritmo de samba. Jamás he oído nada más desafinado, pero fue la música más hermosa que Franca y yo hayamos escuchado nunca.


Créanme, este premio es para los dos.