Obra hermosa pero poco conocida, en el año
1984 una publicación colectiva le ofrece
a Manuel de Rivacoba la ocasión de publicitar un fragmento del principal texto que
entonces preparaba, denominándole
LOS IUSNATURALISTAS CLÁSICOS Y EL PENSAMIENTO
PENAL.
En él, revisa, esencialmente, el siglo XVII,
exponiendo especialmente a Grocio, Hobbes y Pufendorf, y deteniéndose en John
Locke.
Como el propio autor lo señaló, integrantes de
una corriente importante, por las orientaciones que trazaron para las épocas
que les suceden.
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Los iusnaturalistas clásicos y el pensamiento penal
Los iusnaturalistas clásicos y el pensamiento penal
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LOS IUSNATURALISTAS CLÁSICOS Y EL PENSAMIENTO
PENAL
Para nadie constituyen hoy un arcano las
relaciones, más que estrechas, íntimas, de éste [el Derecho penal] con
la filosofía, sin cuyo conocimiento y comprensión no es posible, ni explicarse
a fondo la evolución del Derecho criminal, ni construir y entender una
auténtica dogmática penal, ni el manejo y aplicación adecuada y proficua, con
sentido verdaderamente humano, del ordenamiento punitivo.
Ahora bien, la cultura y, por ende, el
Derecho son historia. De ahí, pues, que tales relaciones no conformen algo
estático, sino que posean un carácter dinámico, que sean algo fluyente, que
constituyan, un proceso. En él, los iusnaturalistas clásicos tuvieron una
importancia muy superior a la de otros momentos filosóficos y ejercieron una
influencia decisiva para las transformaciones que se produjeron en el siglo
XVIII y la configuración del Derecho penal contemporáneo. Sin embargo, no es
usual reconocerlo así ni aun
detenerse en su estudio, y obras recientes que han ahondado acaso como
ninguna antes en el análisis de dichas relaciones, llegando incluso a explorar
las repercusiones o la significación que la mística haya podido tener para lo
punitivo, prescinden de toda atención al iusnaturalismo moderno.
Este vacío justifica las páginas que siguen,
las cuales no son sino un fragmento de la obra sistemática que preparamos de
Derecho penal. Al estudiar en ella la doctrina en la Edad moderna, la
descomponemos, abstracción hecha de figuras singulares de difícil encasillamiento,
en cuatro sectores o corrientes: los prácticos, los penitenciaristas, los
fisonomistas y los filósofos; éstos, en, su mayoría, de Grocio en adelante,
creadores y partidarios de un iusnaturalismo renovado, basado en la naturaleza
humana y que funda e informa la vida social a través del contrato, o sea,
clásico, por oposición al teológico que le antecedió y al meramente
racionalista que habría de sucederle.
Si
bien su objeto y contenido proporcionan a estas páginas —escritas,
naturalmente, sobre los propios textos, harta donde nos ha sido posible, de los
autores a que se refieren— cierta unidad y permiten su publicación por separado,
su pertenencia a una obra mucho más vasta, comprensiva y completa explica
algunas particularidades que se observarán en su cuerpo e incluso el tenor y la
numeración de las notas.
…
Una corriente de doctrina completamente
desentendida del Derecho existente e inadvertida en la vida jurídica de aquellos
tiempos, pero que con sus ideas esparce incentivos y sugerencias para los que
habían de venir, es la de los filósofos. Pertenecientes, en su inmensa
mayoría, a lo que se llama escuela clásica del Derecho natural, no están
absorbidos por el Derecho punitivo ni siquiera es éste su preocupación
principal, y sólo se ocupan de cuestiones penales tangencialmente o de pasada;
sin embargo, como puede calcularse, son siempre fundamentales, que hacen al
ámbito de su acción y a su finalidad, y las enfocan con un criterio
estrictamente racionalista, sembrando con ello el germen de las elaboraciones
criticas y renovadoras que, cuando bajo su estímulo se vuelquen las mentes a reflexionar
sobre el Derecho criminal, aflorarán en el siglo XVIII y, junto con servir de
piqueta que demuela los ordenamientos penales del antiguo régimen [333], planearán los que han de
sucederles y plantearán su necesidad ineludible y su urgencia perentoria. La
importancia de tal corriente no está dada, pues, por la influencia que
ejerciera en sus días, sino, por las orientaciones o directrices que traza
para los próximos.
Mas, antes de entrar a considerar
particularizadamente el pensamiento de sus componentes, será útil dedicar dos
palabras a un error muy difundido en este terreno, que, aunque puesto de
manifiesto como tal error hace mucho, aún se repite, incluso autorizado a veces
por penalistas de nota: que los utopistas del Renacimiento [334] negaron el ius puniendi o derecho de
punir, esto es, su legitimidad [335], precediendo en varios siglos con su
negación a los anarquistas modernos. Nada, sin embargo, más lejos de la verdad,
pues lo mismo Moro que Campanella se cuidaron de señalar el régimen penal en
las repúblicas ideales que respectivamente describen: humano y benigno el del
canciller inglés, como corresponde a la sociedad laica, democrática y liberal,
y, por tanto, hasta cierto punto permisiva, de Utopía, y riguroso y cruel el
del fraile calabrés, en concordancia con la sociedad autoritaria y teocrática [336],
y, por ende, severa y represiva, de La Ciudad del Sol [337].
Las sucintas ideas de Bacon sobre lo que nos
interesa aquí se hallan en sus Essays, y, concretamente, en el ensayo
56, De la judicatura, de 1612 [338]. Empieza recordando a los jueces
"que su oficio es jus dicere y
no jus dare; interpretar
la ley, no hacerla o darla”, frase muy conocida, que revela la preocupación de
su autor por el excesivo arbitrio judicial de la época e insinúa, frente a él,
la necesidad de que los jueces se sometan sin excepciones a la ley, la cual,
como dice en otra obra [339], será tanto mejor cuanto menos deje al arbitrio de
aquéllos (optima lex quae minimum
arbitrii judici relinquit), continuando de este modo la tendencia,
ya expresada en el siglo anterior [340] y que se exalta en el siguiente [341],
de privar de toda libertad a la judicatura en relación a la letra de la ley y
de convertir a sus componentes en autómatas o ciegos servidores de ella. En
consecuencia, alerta a los juzgadores ante las interpretaciones laboriosas y
retorcidas, “pues no hay peor tortura que la de las leyes”, y “especialmente en
el caso de las leyes penales", a fin de que el efecto intimidatorio
buscado o pretendido en éstas no se trueque en rigor y "hagan caer sobre
la gente esa lluvia de que hablan las Escrituras [342], pluet super eos
laqueos, porque, si se oprimen las leyes penales, son como lluvia de lazos
sobre el pueblo”. Y, no sin incurrir en alguna contradicción, pero con sentido
asaz certero de la necesidad de que las leyes penales concuerden con el sistema
de valores actualmente admitido por la comunidad, sostiene que, "si han
estado durmiendo por largo tiempo o si se han convertido en inadecuadas para
los tiempos presentes, sean pospuestas por los jueces prudentes" [343].
Concluye tales reflexiones con un humanitario consejo a los jueces, que
insiste, por una parte, en la primacía de la ley y el acatamiento que le deben,
y culmina, por otra, con una recomendación humanísima que muy de lejos anticipa
máximas contemporáneas harto divulgadas [344]: "En las causas de vida o
muerte, los jueces deben en justicia (mientras la ley lo permita) recordar la
misericordia; y lanzar una mirada
severa al delito, pero una mirada compasiva a la personal” [345] [346].
El holandés Hugo Grocio, (1583-1645) importa
sobre todo en la evolución de la doctrina jurídica por ser el padre de la escuela
clásica del Derecho natural, renovando,
además, con ella en los tiempos modernos el viejo pensamiento contractualista
acerca del origen de la sociedad civil y la justificación del poder político, y
uno de los creadores, con Francisco de Vitoria (1492-1546), Fernando Vázquez
de Menchaca (1512-1596), Baltasar de Ayala (1543-1612) [347] y otros españoles,
del Derecho internacional. Sabido es que, para Grocio [348], "el Derecho natural es un dictado de la recta
razón, que indica que alguna acción, por su conformidad o disconformidad con la
misma naturaleza racional, tiene fealdad o necesidad moral, y de consiguiente
está prohibida o mandada por Dios, autor de la naturaleza” [349], y que, esto
no obstante, valdría y obligaría “aunque concediésemos, lo que no se puede
hacer sin gran delito, que no hay Dios, o que no se cuida de las cosas humanas”
[350]. De la naturaleza del hombre proviene también el appetitus
societatis, es decir, su deseo de sociedad con otros seres de su especie,
mas no de cualquier compañía o agrupación, sino de una conforme a la condición
de su entendimiento, o sea, tranquila y ordenada [351], que precisa, para
conservarse, la existencia del Derecho, siendo así fuente de él [352]. La
sociedad se constituye mediante un pacto, que es un hecho histórico, no único
para el género humano ni idéntico en todos los pueblos, sino múltiple y
diverso, efectivamente acaecido a la cabeza o comienzo de cada uno [353]. Ahora
bien, aunque Grocio se preocupa en lo fundamental por otros temas de mayor entidad
o de distinta índole, no deja de prestar atención al Derecho criminal, centrado
en el concepto de pena y contemplándola como castigo de las ofensas [354].
Sumamente célebre es su definición de ella: malum
passionis quod infligitur ob malum actionis [355]. Se funda en la justicia expletiva o conmutativa, pues en
la pena “hay algo que se aproxima a la naturaleza de los contratos; porque así
como el que vende, aunque nada diga de particular, se considera que se obliga a
todas aquellas cosas que son naturales de la venta, así el que delinque por su
voluntad parece que se obliga a la pena, porque un crimen grave no puede menos de ser punible,
de suerte que el que directamente quiere pecar, consiguientemente quiso
también merecer la pena" [356]. Y su finalidad es triple: la enmienda y el
ejemplo, que manifiesta tomar de Platón en
el Georgias, y la reparación del mal que se refiere a la
utilidad del que la exige, que dice añadida por el filósofo Tauro y definida
por Clemente Alejandrino en estos términos [357]. A este propósito, Barth
escribe que la teoría de Grocio sobre la pena "se basa en la tesis de
Platón y Séneca, según la cual la pena se orienta no hacia el pasado, sino
hacia el futuro. Rechaza la vieja concepción de la pena como una compensación.
La compensación sirve a la ira y a la venganza, a la pasión por lo tanto; pero
contradice a la razón, enemiga de las pasiones, y contradice también al
Derecho natural que se funda en la razón. El talión es en apariencia propuesto
por el Antiguo Testamento; pero, en realidad, nunca fue practicado y sólo
sirvió de amenaza. Según el Derecho natural, «el hombre está tan unido de
afinidad con los demás hombres, que sólo puede dañarle para alguna buena
consecuencia». Y ésta ha de ser triple: para el criminal, para el perjudicado y
para todos los demás. El criminal debe ser aterrorizado o enmendado; sólo en
casos de imposible enmienda, siendo entonces la muerte para él el menor mal,
ha de ser ejecutado; el perjudicado debe ser protegido de repetición del mal; y
todos los demás han de ser advertidos de la posible imitación del criminal” [358].
Con todo, la prevaleciente es sin duda el ejemplo y advertencia general para
evitar mediante él que los demás, aterrados e intimidados por la pena en lugar
de halagados por la impunidad, delincan en lo sucesivo [359].
La responsabilidad criminal es estrictamente
personal. “Nadie inmune de delito puede ser castigado por delito ajeno" [360],
porque la obligación a la pena nace del mérito, y el mérito es personal, pues
que tiene origen en la voluntad" [361]. Por ende, no es lícito castigar a
la comunidad por los delitos de sus componentes [362]. Sin embargo, dicho
principio no se opone a los efectos indirectos que derivan de la transcendencia
o comunicación de las penas, no encontrando así inconveniente en que por la
confiscación de los bienes de los padres se vean privados de ellos sus hijos,
ya que tales bienes no habían de llegar a éstos sino de haberlos conservado sus
progenitores "hasta el momento de la muerte” [363], ni en que la deshonra
de los mayores pase a sus descendientes, puesto que no se les despoja de nada
sobre lo que tuviesen derecho propio [364]. O sea, que, a pesar de reconocer
el principio, todavía restringe mucho sus lógicas consecuencias y se halla a
distancia inmensa del radicalismo con que se mirará al uno y se extraerán las
otras en el siglo XVIII [365].
En la imposición de la pena ha de estarse al
mérito, es decir, al “propósito y el voto de aquel que delinquió" [366],
atendiendo para esto a la aptitud del individuo para resistir o someterse a los
estímulos que apartan del delito o que incitan a él. De tal suerte,
"cuanto más es impedido el juicio del ánimo que elige, tanto es de menor
importancia, por las causas naturales, el delito que se comete” [367]. Y debe
graduarse con arreglo a las condiciones personales de quien haya de padecerla [368].
No son punibles “los actos meramente
internos, aunque en algún caso, como por confesión subsiguiente, vengan en
conocimiento de los demás” [369]; “los actos inevitables de la naturaleza
humana" [370] ni “los pecados que ni directa ni indirectamente atañen a la
sociedad humana o a otro hombre” [371]. En relación con esto, los delitos contra
la religión sólo han de ser penados por la utilidad que la religión reporta a
la sociedad [372], y no es lícito punir a quienes se resisten a abrazar la
religión cristiana ni a los que, creyendo en ella, dudan o yerran en alguna de sus verdades [373],
evidenciando un espíritu tolerante que se desarrollará y hará fértil con el
andar del tiempo.
Para concluir, no estará de más rememorar la
escasa simpatía de Grocio por la pena de muerte y el ahínco con que evoca
prestigiosas ejemplos de su reemplazo en la antigüedad por otras [374].
Entre tanto, en Inglaterra, John Selden
(1.584-1.654), figura relevante en los acontecimientos políticos de su país y “el
hombre más instruido de su tiempo” [375 [376], se oponía frontalmente a las
ideas de Grocio. Así como a la tesis de éste sobre la liberad de los mares [377]
opuso la de la extensión a ellos de la soberanía de los Estados ribereños [378],
difiere también de manera diametral en su concepción del. Derecho punitivo [379]
eminentemente retribucionista y expiatoria.
Para Selden, es de razón y esencia de la
pena que se imponga por un delito o culpa con el objeto de repararla, expiarla
o purgarla. En lo fundamental, es retributiva, sin perjuicio de ser también
medicinal, como suele decirse en las escuelas, por servir para la enmienda, ya
del propio delincuente, ya de los demás. Por tanto, a su juicio, el dicho
platónico de que nadie prudente pune porque se haya pecado, sino para que no se
peque, no puede ser verdadero más que en relación con ciertas especies, grados
o modalidades de la pena prescritas por la ley e infligidas a los hombres
únicamente para que no delincan o para la enmienda y consiguiente conservación
de la sociedad pública, y que se aplican y adaptan a las circunstancias de
personas, lugares y tiempo; pero, considerada la pena genéricamente o en su
naturaleza, no mira sólo al que violó el derecho para que no delinca de nuevo,
sino que se irroga sobre todo por razón de un delito anterior y el mal de una
acción pretérita. Así, pues, la pena en general, cualquiera que sea su especie,
es retributiva y se irroga en virtud del mérito y porque se ha delinquido,
teniendo sentido medicinal tan sólo la fijación y la inflicción de esta o
aquella pena en particular, ya que pertenece al arbitrio del legislador establecer
el grado necesario o la modalidad adecuada para la enmienda y conservación de
la sociedad pública. En definitiva, la causa formal de la pena consiste por
excelencia en ser castigo, satisfacción, purificación o expiación siempre de un
crimen o delito cometido, por lo cual es correcto llamar a las penas
expiaciones o liberaciones instituidas por la ley; y la enmienda futura se
cuenta sólo entre sus causas finales.
Tal realce de la finalidad retributiva,
extremándola con afán moralizador hasta la expiación y purificación, y el
lógico carácter secundario de la prevención, constituyen una auténtica
excepción en la orientación utilitaria y preventiva que domina en el
pensamiento del siglo
XVII, y esta singularidad explica la falta de proyección e influencia del de
Selden sobre la mentalidad y las transformaciones del XVIII [380].
También Thomas Hobbes (1.588-1.679) [381]
ve aún en el origen de cada sociedad civil una convención efectiva, real,
histórica, de carácter, por tanto, empírico, pero entrevé asimismo ya el carácter ideal de la noción del contrato social, como explicación y
modelo racional de las comunidades políticas, con un valor, por ende, lógico y
deontológico o rector [382]. Antes de la convención se extiende el estado de
naturaleza, que Hobbes, “siguiendo la tradición epicúrea” [383], concibe como
“un estado de barbarie y de guerra de todos contra todos” [384] En él, los hombres, que son
todos iguales y cuya naturaleza es egoísta, reside en la tendencia a la propia
conservación y procura la consecución de sus intereses, tenían un ius
omnium in omnia (derecho de todos sobre todo) y se encontraban de
consiguiente trabados en un bellum omnium contra omnes (guerra de todos
contra todos). Mas, ante esta situación de lucha y de peligro generalizados y
continuos, la naturaleza humana busca la paz y la seguridad y su preservación,
e impulsa a los individuos, que pasan mediante un contrato al estado de
sociedad, renunciando íntegra e incondicionalmente todos y cada uno de ellos a
su libertad y sus derechos naturales y sometiéndose absolutamente a un
soberano, que garantice el orden y las proteja. El hombre no es sociable ni
entra, pues, en la colectividad por inclinación natural, sino llevado por la
necesidad (ad societatem homo
aptus, non natura, sed disciplina factus est). Ahora bien, este paso se
opera a través de dos pactos: uno, por el que los hombres se unen y se
desprenden de sus libertades y derechos, y otro, por el que los transmiten y se
sujetan a un poder absoluto, sea un monarca, como Hobbes personalmente prefiere,
sea una asamblea [385]. Frente al soberano omnímodo, no restan a los súbditos
otras libertades sino aquellas en que la obediencia anularía el fin para el
cual ha sido instituida la soberanía [386], y su deber de obediencia cesa tan
pronto como cesa el poder que los protege [387]. Siendo la seguridad la razón y
finalidad del contrato social, en la medida en que el soberano atente contra
ella o no la garantice el contrato queda rescindido.
El Derecho
penal no procede de ninguna concesión de los súbditos; es propio del soberano,
pero tiene su fundamento en el derecho que en el estado de naturaleza competía
a cada cual de hacer cuanto fuera preciso para la conservación de sí. Y la pena
es un mal infligido por la autoridad pública al transgresor de la ley, a fin de
que por miedo de él la voluntad de los hombres se conforme o acostumbre a su
obediencia; pensamiento que también prepondera, pero aparece más matizado,
cuando dice que en la pena no se ha de mirar el mal pretérito, sino el bien
futuro, o sea, que infligir una pena no, es lícito más que con el fin de que
quien haya pecado se corrija o que, advertidos los demás con su suplicio, se
hagan mejores. En efecto, la ley natural permite precaverse para lo futuro, no
vengarse de lo pasado, pues la venganza, en cuanto atiende sólo al tiempo
pasado, no representa otra cosa que un triunfo y gloria del ánimo que no se
dirige a ningún fin, y es, por tanto, irracional y vana. Así, cualquier mal que
se irrogue sin la intención o la posibilidad de disponer al delincuente o a los
otros hombres, por el ejemplo, a cumplir las leyes, no es pena, sino acto de
hostilidad, e igual significado tienen, en plano distinto, los perjuicios que
se cause a los adversarios o a los rebeldes, porque la pena implica el sometimiento al contrato
social y consiguientemente a la ley, y los primeros es evidente que se hallan
fuera de uno y otra, y, por lo que hace a los segundos, quien niega la
autoridad de la comunidad ha roto el contrato, ha dejado de ser súbdito y, en
vez de estar cubierto por la protección de las leyes, se ha convertido en un
enemigo, renovando el estado de guerra.
Pecado es, no sólo la infracción de la ley,
sino también cualquier intención de obrar injustamente; el delito es una especie
de pecado en la que se exterioriza la intención mediante la comisión, por hecho
o por palabra, de lo prohibido por la ley o la omisión de lo que ordena; y, si
el legislador no ha dictado regla alguna, el súbdito es libre de obrar o de
abstenerse, conforme a su propia discreción. El delito ha de encontrarse, pues,
establecido por ley, y ninguna que se dé después de un hecho puede tornarlo
delictuoso; la pena supone una transgresión de ley ya existente, y un daño que
se imponga por hecho anterior a ley que lo prohíba o que lo mande no es pena,
sino acto hostil. Por ende, su vinculación con la ley es clara, y en tal sentido debe considerarse a
Hobbes un precursor del principio de legalidad de los delitos [388]; no así, en cambio, de la legalidad de las penas,
ya que cabe que la ley que crea el delito no le asigne su sanción y entonces
puede ser castigado con pena arbitraria. [389].
“La idea de la responsabilidad se delinea en
el Leviatán con perfiles audazmente modernos” [390]. El libre albedrío
parece a Hobbes una locura y un absurdo. Entiende que el mundo es lógico, que
todas las cosas y todos los hechos están relacionados entre sí, y que ni en la
naturaleza ni en el hombre ocurre nada a cuya producción no concurra cuanto
existe, y es decidido defensor del determinismo de las acciones humanas [391].
Esto no significa que en el recuerdo y en la fantasía no nos sintamos libres,
ni que no queramos lo que podemos y que en tanto es así quepa calificar
nuestras acciones de libres; lo que niega es la libertad de la voluntad, la
libertad de querer. Traída tal concepción al problema del delito, las causas de
éste son los defectos del entendimiento, los errores en el razonamiento y los
impulsos de las pasiones. Con lo cual, si bien desaparecen el mérito y el demérito
dependientes de la libertad y las acciones son buenas o malas por su
concordancia o no con las leyes naturales y civiles, no quedan excluidos un
mérito y un demérito basados en este valor intrínseco de los actos ni, en consecuencia,
una responsabilidad graduable. A este respecto se ocupa Hobbes, bajo el nombre
de excusas, de la legítima defensa, el estado de necesidad, la
imposibilidad de conocer la ley, y la obediencia; y también de las
circunstancias que determinan la diversa gravedad de los delitos.
Clasifica las penas en corporales,
pecuniarias, la ignominia, la prisión y el destierro. Y para él la ley penal
está dirigida solamente a los magistrados (loquitur tantum ad ministros
publicos), con el designio de que no dejen impunes los delitos [392].
Samuel
von Pufendorf (1632 [393] - 1694) fue el “primer titular de una cátedra de
Derecho natural, la creada en la Universidad de Heidelberg en 1661” [394] y es
"el ejemplo más claro [395] de la concepción maximalista del Derecho
natural” [396]. De sus numerosas obras, las que más importan para nuestro
propósito son De jure naturae et gentium libri octo y su reducción o compendio del año
siguiente, De officio hominis et cívis juxta legem naturalem libri duo [397]. La naturaleza humana está en
ellas radicada en la debilidad o flaqueza (imbecillitas), que impide a
los individuos subsistir sin ayuda de otros y les impele a asociarse entre si. Antes de hacerlo, en el
estado natural, todos son iguales y libres, y se hallan exentos de cualquier
autoridad y sujeción [398], guiando su conducta sólo por lo que les dicten su
razón y su voluntad en orden a la preservación de su cuerpo y de su vida y a
librarse de cuanto pueda destruirlos. Pero, por mucho que su independencia
atraiga al hombre, tal estado tiene muchas desventajas, por la carencia y la
inseguridad, frente al mundo y a los demás, que le caracterizan. Ahora
bien, pertenece asimismo a la naturaleza humana la sociabilidad (socialitas),
que no es, como era el appetitus societatis para Grocio, una tendencia
natural a constituir grupos organizados, sino una simple posibilidad o aptitud
para ser social; y en su virtud pasa, pues, del estado natural al estado civil,
que es, por consiguiente, un estado adventicio, o sea, sobrevenido o
accidental. En breve, mientras que en
el estado de naturaleza nadie está protegido más que por sus propias
fuerzas ni obtiene premio alguno por su laboriosidad, e imperan la pasión, la
guerra, el temor, la pobreza, la fealdad, la soledad, la incultura, la
ignorancia y la asperidad, en la comunidad todos están resguardados por el
conjunto y alcanzan las recompensas que merecen, y gobiernan la razón, la paz,
la seguridad, la riqueza, la belleza, la compañía, el refinamiento, el
conocimiento y la buena voluntad. El hombre entra voluntariamente en la
sociedad, buscando alguna utilidad [399]. La ley natural fundamental prescribe
que todo hombre debe fomentar y conservar la sociabilidad en cuanto a él
respecta; y los restantes preceptos se derivan por deducción o son meros
corolarios de esta ley general, formando un sistema tan lógico y trabado,
cuanto amplio y minucioso, de Derecho natural [400]. El tránsito de uno a otro
de estos estados se efectúa a través del pacto. En términos expresos se plantea
Pufendorf que el pacto social sea una ficción, pero, aun admitiendo que el
género humano en su totalidad no se ha encontrado nunca simultáneamente en
estado de naturaleza o desagregación, no rechaza por ello su realidad
histórica; y es más: lo desdobla en tres acuerdos sucesivos, a saber, uno para
establecer una comunidad permanente, otro que determine su forma de gobierno, y
un tercero por el que la o las personas a quien se confiere éste se obligan a
velar por la seguridad común, y los demás, a prestarle obediencia. “Y sólo
cuando se ha cumplimentado este compromiso, nace un Estado regular y perfecto” [401]
[402]. El Estado se define "como persona moral compuesta, cuya voluntad
entrelazada y unida en virtud de los convenios o contratos de todos, se
considera como la voluntad de todos, de suerte que puede usar de los poderes y
recursos de todos para la paz y la seguridad de la comunidad" [403]. Bajo
él los individuos se convierten en ciudadanos, soportan la pérdida de su
libertad natural y se someten a una autoridad que comprende el derecho de vida
y muerte. A este derecho pertenece directamente la represión de los delitos, o,
dicho de otro modo, la potestad de punir forma indudablemente parte de la
soberanía (imperium).
Semejante potestad, empero, parece
inexplicable. En efecto, si en el estado de naturaleza a nadie asiste el
derecho de castigarse a sí mismo ni de disponer de su propia vida, y si el
poder público proviene del contrato, los individuos no han podido transmitir
por él un derecho que no poseían. Sin embargo, en los cuerpos compuestos
aparecen cualidades que no se encontraban en los simples de que constan, y la
sociedad, que resulta de la unión de muchas personas y es un cuerpo moral
compuesto, tiene derechos de que aquéllas por separado carecían. Así, a pesar
de que la facultad de darse leyes era desconocida entre los hombres aislados,
surge tan pronto como someten sus respectivas voluntades a la de uno solo.
Análogamente, en el estado de naturaleza no hay penas, porque el castigo
implica superioridad en quien lo impone, e inferioridad y dependencia en quien
lo sufre, desigualdad impropia de dicho estado, en el que todos los individuos
son iguales y, cuando alguien repele y aun mata a su agresor, no lo hace por
vía de castigo, sino por derecho de guerra; pero con la introducción de la
autoridad entre los hombres ha nacido el poder de reprimir las iniquidades de
los súbditos, aplicándoles un castigo, para garantizar los derechos de todos y
que la mayoría pueda vivir en un ambiente de seguridad [404].
La definición de pena recuerda la de Grocio:
malum passionis quod infligitur ad malum
actionis; seu malum aliquod molestum, quod per modum coactionis et pro imperio
alicui intuitu antegressi delicti imponitur (un mal de pasión que se
inflige a un mal de acción, o un cierto mal molesto que se impone coactivamente
a alguien en virtud de la soberanía por razón de un delito precedente) [405].
Por aplicarse coactivamente y contra la voluntad del que la sufre, nadie está
obligado a aceptarla como deuda que tuviera que pagar a la sociedad; “de lo
cual se infiere que, así como quien, cuando ha resarcido el daño que causó, no
está de ninguna manera obligado a entregarse para que se le imponga la pena
establecida por las leyes, le es igualmente lícito, por la misma razón,
substraerse a ella mediante la negativa, la ocultación o la fuga” [406]. Aunque en sí no parece injusto que, el que
hizo un mal, lo padezca, no debe punirse a nadie, si de ello no resulta alguna
utilidad [407]. "El genuino fin de las penas es precaver el daño, sea mejorando
al que delinquió, o a otros con su ejemplo, para que en adelante no quieran
delinquir, o refrenando a aquél, para que no pueda delinquir en lo sucesivo” [408]. También
obran en favor de la persona perjudicada, para que en lo futuro no tenga que sufrir
nada similar, ni del delincuente ni de otros, y refuerzan la autoridad pública,
que debilitan no poco, si quedan impunes, las transgresiones maliciosas de las
leyes [409] [410].
De tales fines de la pena se sigue que no
compete a los tribunales humanos castigar los pecados o los vicios que no
produzcan daño a la sociedad o a los particulares, como los actos meramente
internos, esto es, el pensamiento, el afán o el deseo de cometer algún delito,
aun en el caso de que lleguen a conocimiento de otros por confesión posterior;
ni las faltas sumamente leves, que en la condición actual de nuestra naturaleza
no es dado eludir, ni aquellos vicios que resultan de la corrupción común a los
mortales, siempre que no hayan provocado actos graves [411]. Mas en los delitos
debe punirse la tentativa (conatum),
aunque no hayan llegado a su fin último" [412].
Ahora bien, no siempre que existe delito es
necesario imponer pena; puede prescindirse de ella, cuando cabe lograr su
finalidad por otra vía o la impunidad resulta más útil o conveniente para el
Estado [413].
La gravedad de los delitos ha de estimarse
según su objeto y también según la intención y malicia del delincuente, que se
colegirá de muy diversos indicios [414], sobre los que Pufendorf discurre latamente.
Nadie puede ser penado por delito de
que no haya participado [415], ni tampoco los delitos cometidos por un cuerpo o
comunidad comprometen a aquel de sus miembros que no haya consentido en ellos [416].
Antes de terminar esta síntesis del pensamiento
de Pufendorf sobre cuestiones fundamentales del Derecho penal, se ha de anotar
que, muy a diferencia de Hobbes, asienta la responsabilidad al modo tradicional,
es decir, en el libre albedrío o libertad de querer [417], y que ambos son
claros antecesores de la concepción del mentado Derecho como meramente
garantizador [418] [419].
Con John Locke (1.632 [420] - 1.704)
entramos ya, no sólo por el recorrido de su vida, sino también por su espíritu
y su influencia, en el. siglo XVIII. Prescindiendo aquí de su significación
para la Filosofía general, centrada especialmente en An estay concerning
human understanding [421], y
contrayéndonos a su pensamiento político y jurídico, expuesto en muy agradable
estilo a lo largo de An essay concerning the true original extent and end
of civil government [422],
réplica implícita “a las teorías de Hobbes, aunque rehuya de manera deliberada
el tono terminante de refutación al Leviathan” [423], que le constituye en ”un precursor, y aun podemos decir
que uno de los fundadores del liberalismo” [424], en el comienzo de cada
sociedad política hay a su juicio un pacto, contra cuya realidad histórica no
es argumento suficiente el hecho de que no queden testimonios [425], sin
perjuicio por esto de ser al propio tiempo un supuesto racional y regulador de
la existencia de las mismas comunidades. Tal pacto no consiste más que en el
acuerdo de someterse todos a la voluntad de la mayoría y dejarse gobernar por
ella; “y eso, y solamente eso, es lo que dio o podría dar principio a un
gobierno legítimo" [426]. Tampoco es óbice para esta concepción del pacto
la abundancia de gobiernos absolutos, que explica sin menoscabo del sentido
representativo y democrático de aquél [427].
El estado de naturaleza es un estado de
igualdad y libertad, pero no de licencia; un estado anterior a la organización
política, no presocial, de aislamiento y pugna. En este estado rige la ley
natural, que coincide con la razón y es tan inteligible y evidente para un ser
racional como las leyes positivas de los Estados, las cuales fundamenta y
regula. Ella enseña a cuantos quieren consultarla, que nadie debe perjudicar a
otro en su vida, libertad y propiedad, que son, por tanto, derechos naturales
del hombre [428]. Ahora bien, por clara que sea para todas las criaturas
racionales, no la reconocen los ignorantes, que no se cuidan de estudiarla, ni
quienes se llevan de su propio interés, en los casos en que éste está en juego [429].
Además, como en semejante estado no existe un superior que la imponga sin contemplaciones
y asegure con eficacia los mencionados derechos, sino que cada cual es juez y
ejecutor de aquélla, será parcial en las diferencias que le atañen y
probablemente negligente en los problemas ajenos [430]; y, en fin, como tampoco
hay un poder capaz de respaldar la sentencia justa y hacerla cumplir, los
culpables de una injusticia raras veces dejarán de mantenerla, si disponen de
fuerza suficiente, y su castigo resultará ilusorio e incluso peligroso para
quienes traten de aplicarlo [431]. Todo esto favorece la inobservancia, en la
mayoría, de los mandatos de la justicia y la equidad, y hace que el estado
natural se halle plagado de riesgos y sobresaltos y que el disfrute de los
derechos naturales sea muy incierto, encontrándose los hombres expuestos de
continuo a ser atropellados por otros hombres, situación que les inclina a
abandonarlo e ingresar voluntariamente en sociedad [432].
La finalidad máxima de su unión es la
salvaguardia de la vida, la libertad y la propiedad de cada uno, y, por ende,
no cabe que tales derechos sean enajenados al constituir la comunidad o
incorporarse a ella. Lo que sí tiene, en cambio, que ceder, mediante el pacto,
es la potestad de defenderlos, renunciando a juzgar y castigar por sí a cuantos
quebranten la ley natural y ofendan dichos derechos, salvo en los casos en que
esté impedido de acudir a la comunidad en demanda de la protección que le debe.
De esta suerte se originan los poderes públicos. Lo que verdaderamente erige y distingue el estado de sociedad
es, pues, la existencia de
órganos que resuelvan todas las disputas que puedan suscitarse entre sus
miembros sobre cualquier asunto de derecho y que reparen los daños que puedan
inferirse, y el sometimiento de estos miembros a aquellos órganos. “Aquellos
que no cuentan con nadie a quien apelar, quiero decir, a quien apelar en este
mundo, siguen viviendo en el estado de naturaleza, y, a falta de otro juez, son
cada uno de ellos jueces y ejecutores por si mismos “ [433]; o en otros
términos: "siempre que encontremos a cierto número de hombres asociados
entre sí, pero sin disponer de ese poder decisivo a quien apelar, podemos
decir que siguen viviendo en el estado de naturaleza” [434] [435]. Y, puesto
que la razón de ser del poder político, y de la obediencia a que se comprometen
los ciudadanos, reside en el amparo que aquél se obliga a dispensarles,
tal poder habrá de volver a quienes lo entregaron, y podrán éstos confiarlo a
otras personas, si las que lo ejercen se apartan de la misión para la que lo
recibieron, o no se muestran solícitos en lograrla [436]. O sea, en resumen,
por el contrato social no se abdica en el Estado la libertad y los restantes
derechos naturales del individuo, sino que se reafirma y garantiza su
protección, quedando siempre limitado el poder público por el estricto
cumplimiento de sus funciones y subordinado a la comunidad hasta las
consecuencias más extremas, en una concepción opuesta por completo al
absolutismo y enteramente liberal y democrática. Con gran exactitud condensa
Gettell [437] como en un medallón: “No existe pensador alguno, anterior a
Locke, que refleje como él las fuerzas espirituales que confluyen en un objetivo
de cultura y civilización. Locke representa el espíritu moderno de
independencia, sentido critico, individualismo y democracia que tiene su
expresión en la reforma religiosa y en las revoluciones políticas del siglo
XVII, y su desarrollo ulterior con las transformaciones políticas,
económicas e intelectuales de las revoluciones del siglo XVIII” [438].
En el
estado de naturaleza todos los hombres poseen el derecho de sancionar las
transgresiones de la ley natural “con un castigo que impida su violación” [439].
En efecto, la ley sería vana si no hubiese nadie con poder para hacerla
cumplir, defendiendo de esta manera a los inocentes y dificultando su acción a
los malvados; pero, como quiera que los individuos viven en identidad perfecta
y ninguno tiene superioridad o jurisdicción sobre los restantes, tal derecho ha
de pertenecer por igual a todos [440]. Sin embargo, el poder de castigar a otro
por cualquier daño que haya hecho no es un poder absoluto y arbitrario sobre
el criminal, sino "únicamente para imponerle la pena proporcionada a su
transgresión, según lo dicten la serena razón y la conciencia, es decir, únicamente
en cuanto pueda servir para la reparación y la represión" [411]. Al
infringir la ley natural, el delincuente atenta contra la especie y contra la
paz y seguridad que dicha ley proporciona, y muestra que no está ligado por
sus preceptos y que es un peligro para el
género humano. “Ahora bien, por el derecho que todo hombre tiene de
defender a la especie humana en general, está autorizado a poner obstáculos, e
incluso, cuando ello es necesario, a destruir las cosas dañinas para aquélla;
así es como puede infligir al culpable de haber transgredido la ley, el castigo
que puede hacerle arrepentirse, impidiéndole de ese modo, e impidiendo con su
ejemplo a los demás, que recaiga en delito semejante" [442]. Además, quien
ha padecido el daño, no sólo dispone del derecho común de castigar, que
comparte con todos los demás hombres, sino también del especial de exigir una
reparación a aquel que se lo ha causado; “y cualquier otra persona a quien eso
parezca justo puede, asimismo, juntarse con el perjudicado y ayudarle a exigir
al culpable todo cuanto sea necesario para indemnizarle del daño sufrido” [443].
De estos dos derechos distintos, el de castigar el crimen, para dificultar o
impedir la realización de otra falta similar, corresponde a todos; el de exigir
reparación, en cambio, sólo al perjudicado [444]. Cualquiera, pues, está
facultado para matar a un asesino, a fin de poner ante los ojos de todos el
castigo que pueden recibir y apartar así a otros de un delito semejante; y, en
general, cada transgresión puede ser sancionada con la severidad precisa para
mover al arrepentimiento del infractor e inspirar a los demás temor de obrar de
la misma manera [445].
Sin duda, los inconvenientes propios del
estado de naturaleza producirán también desorden y excesos en las puniciones,
lo cual impulsa a renunciar el poder individual de imponerlas y transferirlo,
al entrar en sociedad, a ésta, en los órganos judiciales que se designa y se
dota de autoridad para decidir las querellas entre los hombres y castigar a los
culpables [446]. Más brevemente, en el estado de naturaleza, aparte de la
libertad de disfrutar de placeres sencillos, el hombre goza de dos poderes: el
de protegerse y proteger a los demás, dentro de la ley natural, y el de
castigar los delitos perpetrados contra ésta; y de la renuncia a ellos y su
entrega a la sociedad surgen los poderes del Estado, a uno de los cuales
incumbe la represión de los delitos [447]. Aunque Locke no desarrolla el
particular, es obvio que el origen de este poder le traza los límites y el
sentido de su función, exclusivamente preventiva, mediante el arrepentimiento
y, sobre todo, la intimidación [448].
En otro aspecto, tampoco se ocupa, este
autor, de la legalidad de los delitos y las penas, pero está implícita en la
insistencia con que afirma la obligación, por parte de quienes dirigen el
Estado, "de gobernar mediante leyes fijas y establecidas, promulgadas y
conocidas por el pueblo", no "por decretos improvisados y
arbitrarios" ni “por decisiones imprevisibles" [449]. "De ese
modo, estará el pueblo en condiciones de conocer sus deberes, y vivirá seguro
y a salvo dentro de los limites de la ley” [450]. Y esta obligación se
complementa con la de los jueces, que deben ser prefijados, estables e
imparciales, de aplicarlas en la resolución de los litigios [451]. También es
rasgo de destacar la igualdad que deben tener las leyes, “idénticas para el rico y para el pobre, para el favorito que está en la corte y para el labrador
que empuña el arado" [452].
Es muy congruente con el sistema que se ha
bosquejado su fundamentación de la legítima defensa como acto de preservación
frente a una agresión hostil que genera un estado de guerra [453]. El estado de
guerra es un estado de odio y destrucción, que consiste en el empleo de la
fuerza, o el propósito declarado de emplearla, sobre la persona de otro, sea
por parte de un conciudadano o de un extraño, sin que pueda demandarse de una
autoridad común, porque no exista, porque se desconozca o porque esté
imposibilitada de actuar, su intervención como juez que resuelva el conflicto.
Entonces, ante la impotencia para protegerme, de la ley que ha sido dada para
mi salvaguardia, tengo un derecho de guerra para defender mi persona o mis derechos
hasta el límite que sea
preciso, incluyendo la muerte del agresor, ya que éste no me da ocasión de
recurrir a un juez común que aplique la ley y remedie una situación de la que
puede seguirse un daño irreparable. Pero, apenas haya cesado el ejercicio de la
violencia, desaparece también el estado de guerra entre quienes viven en sociedad
y quedan igualmente sujetos a un juez, y será, por tanto, ilícito persistir en
el recurso a la fuerza, que ya no constituiría una defensa, sino que provocaría
a su vez una nueva situación hostil. La fuerza y sólo la fuerza que priva de
acudir a la autoridad que aplica la ley crea un estado de guerra y legitima la
resistencia que se le oponga, con absoluta independencia de la entidad o el
valor de la cosa que se ataca y se defiende.
Para Fausto Costa [454], “las ideas de Locke
sobre la responsabilidad ofrecen mayor interés que su doctrina sobre el origen
del derecho de castigar”. Se encuentran en el Essay concerning human understanding [455] y corresponden al ''análisis
minucioso, y no siempre del todo diáfano, que dedicó en el segundo libro de su
ensayo al problema de la libertad" [456]. Su punto de partida es el concepto de identidad, distinto
según los seres a que hace referencia. En el hombre, no como ser natural, sino
como ser moral, la identidad consiste en la identidad de conciencia, esto es,
en la existencia de una personalidad, que reconoce la identidad de su yo lo
mismo en la actividad presente que en la pasada. Sobre esta noción se asienta
la de responsabilidad, pues únicamente cuando una persona se reconoce en sus
acciones, las reconoce como propias y se las atribuye, puede serle atribuido
un mérito o un demérito y asignado un premio o impuesta una pena. Pero no
profundizó en la relación entre identidad de conciencia y libertad. En todo
caso, la libertad no pertenece a la voluntad, que es una potencia ciega, sino
al hombre, en cuanto puede determinar sus deseos y dirigir su conducta
mediante la razón. Hay culpabilidad cuando se obra sin haber examinado bastante
cuál debe ser el comportamiento y se acepta como norma de conducta medidas
falsas o erróneas del bien y del mal. Mas, sin discutir el valor en abstracto
de esta teoría ni, mucho menos, negar la presencia en ella de elementos que
serán desarrollados por otras después, lo cierto es que no ejerció en la evolución
del Derecho penal influencia comparable a la de su concepción acerca del origen
y fundamento del mismo [457].
Al cabo de esta ojeada a una secuencia de
pensadores principal y característicamente contractualistas, algunas constantes
podemos observar en ella que adelantan como in nuce las ideas que van a prevalecer
en la opinión dieciochesca y a mover los cambios que se producirán, o
empezarán a producirse, en tal época. Ante todo, es fácil de comprender que,
radicando los orígenes de la sociedad en el contrato, y los de éste, por más
distinta y hasta contrapuestas que sean las maneras de entenderlo, en la
necesidad de procurar la seguridad de los individuos, la punición de los
delitos haya de tener un propósito utilitario y preventivo, de evitar la
perpetración de otros nuevos, sea mejorando al criminal o, con mayor eficacia,
impresionando a los demás, para que se abstengan, en lo futuro, de delinquir.
Por lo demás, este pensamiento se alumbra y expande en pleno período de formación
y desarrollo del primer capitalismo, con la consiguiente consolidación
económica y social de la burguesía, y dicha finalidad cuadra a la perfección
con la exaltación y aprecio de la seguridad, que sabido es que constituye el
valor fundamental, como substrato imprescindible para sus transacciones, de la
burguesía y que entra con ella a informar predominantemente el Derecho.
Desde otro punto de vista, con esta
concepción la sociedad y el Derecho
no provienen de la divinidad ni tienen siquiera contacto con lo absoluto; son
una creación voluntaria de los hombres. Y, en efecto, el iusnaturalismo clásico, y, con él, el
contractualismo, se desenvuelven en las décadas que siguieron a las guerras de
religión, las cuales dejaron en los espíritus la convicción de que la paz sólo
era posible en la convivencia entre los adeptos de credos diversos, convicción
que lleva necesariamente a la secularización del Derecho. Así se explica que,
tras los esfuerzos y precedentes que se dan en este tiempo [458], a su término
se llegue con Tomasio (1655-1728) [459] a distinguir y separar con nitidez la
Moral y el Derecho en la antítesis forum internum y forum externum [460],
con lo cual la esfera de creencias y esperanzas de
cada individuo queda exenta de la autoridad de los magistrados y garantizada la
libertad de conciencia; y ahí cobra asimismo su significado la insistencia que
hemos percibido por distinguir y separar delito y pecado y extraer éste, y
también los vicios y los actos meramente internos, del ámbito de la penalidad,
lo que repercutirá con fuerza decisiva en la mentalidad y las mutaciones del
siglo XVIII y contribuirá a perfilar en sus rasgos esenciales el Derecho
punitivo moderno y liberal.
CITAS Y NOTAS
(Conforme a la numeración de
borrador de su obra mayor, según él mismo lo advierte en el Prólogo).
[333] O, si se quiere, con
mayor exactitud, sus bases doctrinales y su justificación
teórica.
[334] Es decir, en concreto,
Thomas More (Moro) (1478-1535), en
su Utopía (1516), y Tommaso
Campanella (1568-1639), en
La Ciudad del Sol (1623), pues
Francis Bacon (1561-1626) se
encuentra muy ajeno en La nueva Atlántida (póstuma, 1627) a estos temas.
[335] Así, entre otros,
Contursi Lisi, Il negatori del diritto de punire, estratto dalla
Scuola Positiva, Milán,
1931, y Cuello Calón, Derecho penal, op.,
vol. y ed. cits., págs. 624-625, nota 4, y La moderna
penología, cit., pág. 15, nota.
Participan de dicho error Fausto Costa, op. cit., págs. 63 y 216, y su anotador.
Ruiz-Funes, pág. 217.
Demostraron lo infundado de esta aserción Jiménez
de Asúa, Manual de Derecho penal; torno I, volumen I (único publicado),
Madrid, 1934, pág. 282 y, sobre todo, Francisco Blasco, que dedica al
tema una monografía valiosísima y decisiva, Tomás Moro, criminalista, cit.
[336] Que cabe calificar de
totalitaria.
[337] Regímenes estudiados
en profundidad y con detalle peor Blasco en Tomás Moro, criminalista, cit.
[338] La 1ª ed. de esta
obra, con diez ensayos, es de 1597, la 2ª, con treinta y
ocho, de 1612, y la 3ª y
definitiva, con cincuenta y ocho, de 1625. Nos servimos de la traducción de
Luis Escobar Bareño, con prólogo y notas de él mismo, Buenos Aires, 1961. Al
comentarla, en la revista Universidad, cit., 47, enero-marzo de 1961,
págs. 354-357, destacamos que la obra fue una de las primeras para la configuración
del ensayo como género literario, y nos extendimos en especial sobre el
mentado en el texto.
[339]
De dignitate et augmentis scientiarum, 1623, libro VIII, aforismo VIII.
[340] Cfr. el apartado
posterior, texto y nota 498.
[341] Cfr. infra, en este
capítulo, § VI, números 2 y 4. También, Rivacoba, División y fuentes, etc., cit., págs. 130-133, cuyo
contenido, por lo demás, se recogerá en lo esencial al tratar la interpretación
de la ley punitiva.
[342] La edición que
utilizamos remite a Salmos, 11, 6, pero, a nuestro juicio, erradamente.
[343] Añadiendo una cita de
Ovidio, en Tristium libri quinque, libro 1, elegía I,
versos 37-38, que,
completada, es: Judicis officium est, ut res, ita tempora rerum / quarere:
quaesito tempore, tutus eris (es deber
del juez determinar, de igual modo que los hechos, su momento:
averiguado éste, puedes estar tranquilo).
[344] La que el coronel don
Manuel Montesinos y Molina (1790-1862) hizo poner sobre la puerta del Presidio
que dirigía en Valencia: La penitenciaría sólo recibe al hombre, el delito
queda a la puerta; y
la de la insigne doña Concepción Arenal (1820-1893), que estaba escrita con
letras doradas en el arco de entrada a la Cárcel Modelo (Prisión Provincia]) de
Madrid hasta la destrucción del edificio en 1936 y tenemos leída innumerables
veces en nuestros paseos infantiles por la Moncloa: Odia el delito y
compadece al delincuente.
[345] La cursiva, nuestra.
Compárese la frase
subrayada con las máximas transcritas en la nota precedente.
[346] Sobre Bacon, en estas
materias, véase Fausto Costa, op. cit., pág. 64, y Roberto A. M. Terán Lomas, Las ideas penales en Inglaterra en
los siglos XVI y XVII, Buenos Aires, 1953, págs. 19-21. No parece claro, en cambio, que se señale "a Bacon como
precursor de la teoría
que considera al Derecho penal de naturaleza sancionatoria”, cuál pretende
Terán, Derecho penal, Parte
general, 2 vols., Buenos Aires, 1980, tomo I, pág. 64 con cita de Fausto Costa
que estimamos equivocada al respecto en la nota 9.
[347] Hay autores que dan
las fechas de 1548 y 1584.
[348] De sus varias obras
trabajaremos sólo con De iure belli ac pacis libri tres (París, 1625),
en la versión de Jaime Torrubiano Ripoll (Del derecho de la guerra y de la
paz, 4 vols., Madrid, 1925).
[349] Ibídem, libro 1, cap.
I, § X (tomo I, pág. 52).
[350] Ibídem, Prolegómenos,
11 (tomo I, págs. 12-13).
Este conocido y capital pensamiento de
Grocio parece proceder de otro, menos
divulgado, de Gregorio de Rímini, en 1344, o, a lo menos, lo recuerda.
[351] Cfr. ibídem,
Prolegómenos, 6 (tomo I, pág. 10).
[352] Cfr. ibídem,
Prolegómenos, 8 (tomo I, pág. 11).
[353] Idea, ésta, un tanto
difusa en diferentes pasajes de la obra, pero particularmente clara en los
Prolegómenos, 15:”… los que se juntaron en alguna comunidad, o se sometieron a
uno o a varios hombres...” (tomo I, pág. 15), y en el libro I, cap. III, §
VIII, 2: "Así como hay muchos modos de vivir, unos mejores que otros, y
cada uno es libre de elegir entre tantos el que más le agrade, así también
el pueblo puede elegir la
forma de gobierno que quiera: y no se ha de limitar el derecho por la
excelencia de esta o la otra forma, sobre lo cual hay muy variadas opiniones,
sino por la voluntad" (tomo I, pág. 156). Cfr. igualmente, en el mismo
capítulo, §§ XIII, 1 (“En los reinos, que son dados por la voluntad del
pueblo...”), y XVII, 1 (“…el pueblo, al elegir el rey…"), y, en el
siguiente, § XIV, etc. (tomo I, págs. 178, 185, 240, etc.).
[354] Cfr. libro II, cap. I,
§ II, y cap. XX, § I (tomo I, págs. 258-260, y tomo III, págs.
59-60).
De lo penal se ocupa Grocio en el libro II,
cap. XX, De las penas (tomo III, págs. 57-152), y cap. XXI, De la
comunicación de las penas (tomo III, págs. 153-187).
[355] "Un mal de pasión
que se inflige por un mal de acción". Libro II, cap. XX, § I, 1 (torno
III, pág. 59).
[356] Libro II, cap. XX, §
II, 3 (tomo III, págs. 62-63).
[357] Libro II, cap. XX, §
VI, 1 (tomo III, págs. 70-71).
[358] Los estoicos, trad.
del alemán por Luis Recaséns Siches, Madrid, 1930, págs. 328-329.
[359] Cfr. Grocio, op. cit.,
libro II, cap. XX, § IX, 1 (tomo III, pág. 80). Y téngase presentes los
argumentos que da en el § XX, 1 (tomo III, págs. 100-101) para sostener que no deben ser castigados los
pecados que no atentan directa ni indirectamente contra la sociedad humana ni
contra otro hombre, argumentos que reproducimos infra, en la nota 371.
Tales principios "fueron poco a poco
(como teoría de la intimidación) adquiriendo influencia sobre la legislación, y
esta teoría consiguió sustituir las penas crueles por otras más humanas que
consiguieron mejor su fin: la disminución de los crímenes. No puede
desconocerse la participación de las teorías estoicas en estos puntos de
vista". Barth, op. cit., pág. 329.
[360] Grocio, op. cit.,
libro II, cap. XXI, § XII (tomo III, pág. 178).
[361] Ibídem (tomo III, pág.
179). Cfr. asimismo, en el propio capítulo, diversos parágrafos siguientes.
[362] Cfr. ibídem, libro II,
cap. XXI, § VIII (tomo III, págs. 172-174).
[363] Cfr. ibídem, libro II,
cap. XXI, § X (tomo III, págs. 175-176).
[364] Cfr, ibídem, libro II,
cap. XXI, § XVI (tomo III, págs. 184-185).
[365] Cfr., en este
capítulo, parágrafo siguiente, passim.
[366] Cfr. Grocio, op. cit.,
libro II, cap. XX, § XXVIII (tomo III, págs. 108-109).
[367] Ibídem, libro II, cap.
XX, § XXXI, apoyándose expresamente en Aristóteles, Etica a Nicómaco, cit.,
libro VII (tomo III, págs. 114-115).
[368] O, más claramente, del
reo. Cfr. Grocio, op. cit., libro II, cap. XX, § XXXIII (tomo III, págs.
117-118).
[369] "Porque, como
dijimos en otro lugar, no es conveniente a la naturaleza humana que nazca de
los hechos puramente internos derecho u obligación entre los hombres".
Ibídem, libro II, cap. XX, § XVIII (tomo III, pág. 98).
[370] Ibídem, libro II, cap.
XX, § XIX (tomo III, págs. 99-100).
[371] Pues "no hay
causa alguna para que no se dejen a que los castigue Dios" y su “castigo
por los hombres se instituiría manifiestamente sin utilidad”. "De ahí que
se han de exceptuar las penas enmendatorias que tienen por causa que el que
pecó se haga mejor, aunque esto no interese tal vez a los demás”. Ibídem, libro
II, cap. XX, § XX, 1 (tomo III, págs. 100-101). Cfr. supra, nota 359.
[372] Cfr. Grocio, op. cit.,
libro II, cap. XX, § XLIV (tomo III, págs. 131-135).
[373] Cfr. ibídem, libro II,
cap. XX, §§ XLVIII y L (tomo III, págs. 143-146 y 147-150).
[374] Cfr. ibídem, libro II,
cap. XX, § XII, 3 (tomo III, pág. 93).
[375] Gettell, Historia
de las ideas políticas, traducción y prólogo de Teodoro González García, 2ª
ed., 2 vols., Barcelona, 1937, tomo I, pág. 332.
[376] También fue implacable
adversario del clero, que le persiguió tenazmente y le hizo encarcelar.
[377] Mare liberum seu de jure quod batavis competit ad indicana
commercia
dissertatio, que es el capítulo duodécimo
de su De jure praedae (obra escrita entre 1604 y 1605, pero cuyo
manuscrito no se conoció hasta 1864 y que sólo se publicó íntegra en 1868),
impreso por separado en 1609.
[378] Mare clausum seu de
dominio maris libri duo, escritos en 1618.
[379] Expuesta de De jure
naturali et gentium juxta disciplinam hebraeorum, Lyon, 1640, libro I, cap.
IV.
El autor cuenta, por lo demás, con una
producción abundosa y variada.
[380] Así como la atención
prácticamente nula que se le concede al historiar en la actualidad la evolución
de la doctrina penal.
[381] Lo principal de cuyo
pensamiento político y jurídico se halla en The elements of law natural and
politic, concluidos en 1640, publicados sin injerencia de su autor y con
un texto mutilado y corrompido en 1650, y reeditados por Toennies según el
manuscrito original en 1889; Elementorum philosophiae sectio tertia de cive,
París, 1642, y The Leviathan or the matter, form and power of a
commonwealth, ecclesiastical and civil, Londres, 1651.
En De cive, el cap. XIV trata de
las leyes y los delitos, y en el Leviathan, el XXVII, de los
delitos, las excusas y las atenuaciones, y el XXVIII, de las penas y las
recompensas.
[382] Así, Toennies, Vida y doctrina de Tomás
Hobbes, trad. de E. Imaz, Madrid, 1932, págs. 277-278, y Recaséns, Tratado
general de Filosofía del Derecho, 4ª
ed., México, D. F., 1970, págs. 518-519.
[383] Toennies, op. cit., pág. 232. En efecto, cfr.
Del Vecchio, Filosofía del Derecho, traducción y extensas adiciones por
Luis Recaséns Siches, 2ª ed., 2 vols., Barcelona, 1935-1936, tomo I, págs. 97-98, y Gettell,
op. cit., tomo I, pág. 112.
[384] Toennies, op.
cit., pág. 232.
[385] "Es increíble que, aun hoy, en algunas historias
de la Filosofía, su doctrina aparezca de tal modo desfigurada que se le
atribuye como contenido esencial y primordial la fundamentación de la monarquía
absoluta”. Toennies, ibídem, pág. 283. "La tendencia más íntima del
pensamiento de Hobbes, en lo que afecta a su núcleo político, no favorece tanto
la monarquía tradicional, que por entonces se iba estableciendo por todas
partes, con éxito real o aparente, en forma de absolutismo
teológico-legitimista, como el cesarismo y el despotismo ilustrado, que
en razón de su idea es la forma más racional" (ibídem, pág. 289). En
sentido idéntico, Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la
Edad moderna, trad. por Felipe González Vicén y Estudio preliminar de Luis
Díez del Corral, Madrid, 1959, págs. 216, 217-218 y 219; Edgar Bodenheimer, Teoría
del Derecho, trad. de Vicente Herrero, 3ª ed., México, D. F., 1964, págs.
160-161, y Welzel, Derecho natural y justicia material, trad. de
González Vicén, Madrid, 1957, pág. 151.
[386] Por ejemplo, la de defenderse legítimamente,
la de no matarse ni matar a otro, la de no renunciar a lo imprescindible para
la vida, la de no confesar un crimen realizado, la de no ejecutar una acción
peligrosa o deshonrosa, e incluso, en determinadas condiciones, la de negarse a
luchar en la guerra.
[387] Abriendo sagazmente por aquí el camino para la
comprensión y legitimación de la revolución, y prenunciando lejanamente
modernas teorías acerca de este fenómeno.
[388] Pues incluso está
inspirado en la misma finalidad de proporcionar seguridad a los individuos,
que se verá en el cap. VI, § II, apartado 3.
[389] "Acaso sea éste
un precedente de la sentencia indeterminada', aventura
Terán, Las ideas penales
en Inglaterra, etc., cit., págs. 32-33, cuando en verdad no se trata sino
de la admisión de las penas extraordinarias, habituales desde antiguo y de uso
frecuentísimo en el siglo XVII.
[390] Fausto Costa, op.
cit., pág. 74. Pero es de advertir que el Leviatán no es la única obra
en que Hobbes se ocupa de la cuestión, como puede verse en Toennies, op. cit.,
págs. 181-205.
[391] "Los
deterministas posteriores, cuyas cabezas visibles son Spinoza y Leibniz, añaden
poco nuevo a sus argumentos". Toennies, ibídem, pág. 182.
[392] Terán, Derecho
penal, cit., tomo I, págs. 67-68, encarece la importancia de
Hobbes para el Derecho
punitivo y cree que Fausto Costa, op. cit., págs. 72-75, y él, Las idear
penales en Inglaterra, etc., cit., págs. 26-53, son los únicos en haber
estudiado este aspecto de su pensamiento, cuando lo cierto es que ya lo había
hecho en el siglo anterior don Benito Gutiérrez Fernández, op. cit., págs.
297-299. Después, Julio O. Chiappini, Las ideas penales en Hobbes, en su
libro misceláneo Estudios de Derecho penal, Santa Fe, 1984, págs.
97-109, quien termina éstas ponderando también dicha importancia.
[393] Cfr., en este mismo
apartado, nota 420.
[394] Fernández-Galiano, Derecho
natural, vol. I (único publicado), Madrid, 1972, pág. 196. Véase asimismo
Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), trad. de
Julián Marías, 2ª ed., Madrid, 1952, pág. 249.
[395] Precisamos, por
nuestra parte, que acaso con Cristian Wolff (1,679-1754).
[396] Fernández-Galiano, Curso
de Derecho natural, Madrid, 1962, pág. 81.
[397] Lund, 1672, y Lund,
1673, respectivamente. Tenemos presentes, para la primera, la reproducción
fotográfica de la ed. de 1688. Publications of the Carnegie Endowment,
Oxford-London, 1934, y para la segunda, la versión de Lelia B. V. de Ortiz, De
la obligación del hombre y del ciudadano según la ley natural en dos libros, ed.
al cuidado de Belisario Ortiz Bustos y Abraham Flores, 2 vols., Universidad
Nacional de Córdoba, 1980; e interesan en particular, de la una, el libro
VIII, cap. III, y de la otra, el libro II, cap. XIII.
Grato de leer en esta materia, Chiappini, Las
ideas penales en Pufendorf, en el vol. cit., págs. 111-126.
[398] Salvo, como se
comprenderá, la de Dios.
[399] Evidentemente, en
cuanto antecede hay vigorosas reminiscencias de Grocio y Hobbes, sin que quepa
identificar, empero, este pensamiento con el de ellos. Y otro tanto se
observará en lo que sigue.
[400] Fernández-Galiano, Derecho
natural, cit., pág. 200, destaca también la doctrina de Pufendorf
"acerca de las relaciones entre Moral y Derecho, en cuanto que la misma
inicia una corriente que será continuada por los autores posteriores. Para él,
el Derecho regula las acciones externas, mientras que la Moral entiende
únicamente de las intenciones del sujeto, siendo característica de aquél, ¡la
coacción, que no alcanza, en cambio, a la esfera de la Moral”.
[401] Pufendorf, De la
obligación del hombre y del ciudadano, etc., cit., libro II, cap. VI, § 9 (tomo
II, pág. 210).
[402] De otra opinión,
Fernández-Galiano, Derecho natural, cit., pág. 199, quien
sostiene que el pacto
"en Pufendorf es una simple ficción o hipótesis de trabajo, mientras que
en Grocio se consideraba un hecho efectivamente histórico". Sin embargo,
además de los textos del propio Pufendorf, puede verse lo que dicen sobre el
particular, en sentido contrario, Del Vecchio, Filosofía del Derecho, cit.,
tomo I, pág. 176, y Gettell, op. cit., tomo I, pág. 378.
[403] Pufendorf, De la
obligación del hombre y del ciudadano, etc., cit., libro II, cap. VI, § 10
(tomo II, págs. 210-211).
[404] Cfr. Pufendorf, De
jure naturae et gentium, etc., cit., libro VIII, cap. III, §§ 1 y 3, y De
la obligación del hombre y del ciudadano, etc., cit., libro II, cap. XIII,
§ 5 (tomo II, págs. 245-246).
[405] De jure naturae et
gentium, etc., cit., libro VIII,
cap. III, § 4.
[406] Ibidem.
[407] Cfr. ibidem, libro
VIII, cap. III, § 8.
"Aunque parezca justo dejar que un
malhechor sufra, en los castigos humanos no solamente debemos considerar el
delito que se ha cometido, sino también cuáles son los beneficios o las
ventajas que se pueden lograr con el castigo. Así, también, los castigos no
habrán de imponerse con la intención de que la parte injuriada o perjudicada se
deleite o regocije con el sufrimiento de aquel que la ofendió. Porque este
placer es simplemente inhumano y contrario a la sociabilidad". De la
obligación del hombre y del ciudadano, etc., cit., libro II, cap. XIII, § 6 (tomo II, pág. 246).
[408] Pufendorf, De jure
naturae et gentium, etc., cit., libro VIII, cap. III, § 9.
“El verdadero propósito de los castigos
humanos es el de prevenir daños e injurias; y esto se logra ya sea cuando se
reforma al malhechor o a otros por medio de su ejemplo, de suerte que no
quieran en el futuro hacer daño alguno, o bien cuando el malhechor queda tan
limitado o restringido, que en adelante o en lo sucesivo no puede perjudicar a
nadie más". De la obligación del hombre y del ciudadano, etc.,
cit., libro II, cap. XIII (tomo II, pág. 246).
[409] Cfr. Pufendorf, De
jure naturae et gentium, etc., cit., libro VIII, cap. III, §§ 11 y 12.
[410] Pufendorf resume así
los fines de la pena, en De la obligación del hombre
y del ciudadano, etc., cit., libro II, cap. XIII: "En los castigos ha
de considerarse, en primer lugar, el interés del malhechor, cuando se consigue
reformar su espíritu” (§ 8, in tomo II, pág. 246); "desde luego, el castigo lleva involucrada la
utilidad de la parte perjudicada, en el sentido de que en el futuro no habrá de
sufrir nada similar, sea del mismo hombre o de otros” (§ 9, in tomo II,
pág. 247); "por
último, en el castigo se busca la utilidad de todos, cuando el objetivo es el
de prevenir o evitar que el hombre que haya ofendido o perjudicado, siga
haciéndolo con otros, o que, atemorizados con su ejemplo, el resto se abstenga
de cometer delitos similares" (§ 10, in tomo II, pág. 247).
[411] Cfr. Pufendorf, De
jure naturae et gentium, etc., cit., libro VIII, cap. III, § 14, y De la
obligación del hombre y del ciudadano, etc., cit., libro II, cap. XIII, §§
11, 12 y 14 (tomo 11, págs. 247-248).
"Además, son muchos los actos que no
están contemplados en las leyes humanas, en favor de la tranquilidad de los
Estados o por otras razones; por ejemplo, cuando un acto bueno habrá de cobrar
más notoriedad si no parece haber sido realizado sin atender a la pena; o
cuando no vale la pena incomodar a los jueces o bien cuando el asunto es
sumamente difícil de decidir, o cuando un mal realmente inveterado no se puede
eliminar sin convulsionar el Estado". De la obligación del hombre y del
ciudadano, etc., cit., libro II, cap. XIII, § 13 (tomo II, pág. 248).
[412] Pufendorf, De jure
naturae et gentium, etc., cit., libro VIII, cap. III, § 14.
[413] Cfr. ibídem, libro
VIII, cap. III, § 15, y De la obligación del hombre y del ciudadano, etc.,
cit., libro II, cap. XIII, § 15 (tomo 11, págs. 248-249).
[414] Cfr. Pufendorf, De
jure naturae et gentium, etc., cit., libro VIIII, cap. III, § 18, y De
la obligación del hombre y del ciudadano, etc., cit., libro II, cap. XIII,
§ 16 (tomo II, pág. 249).
[415] Cfr. Pufendorf, De
jure naturae et gentium, etc., cit., libro VIII, cap. III,
§ 30. O, como dice en De
la obligación del hombre y del ciudadano, etc., cit., libro 11, cap. XIII,
§ 19 (torno II, pág. 251), "...por las ofensas cometidas por otro”.
[416] Ibídem.
[417] Cfr. su De jure
naturae et gentium, etc., cit., libro I, cap. IV, §§ 1-4, y su De la
obligación del hombre y del ciudadano, etc., cit., libro I, cap. I, §§ 9-11
y 17-18 (tomo 1, págs. 28-30 y 34-36).
[418] Así, en efecto, Hobbes
dice en el Leviathan, cap.
XXVIII, que toda ley consta de dos partes, la segunda de las
cuales, que es la penal, se dirige a los magistrados, para que no dejen impunes
los delitos; y Pufendorf, en De la obligación del hombre y del ciudadano, etc.,
cit., libro I, cap. II, § 7 (tomo I, pág. 45), que "toda ley perfecta
tiene dos partes: una, que define lo que ha de hacerse o no hacerse; la otra,
que indica cuál es la pena que espera a quien no observa lo que prescribe y
hace, en cambio, lo que prohíbe". Y continúa: "Pues, a causa de la
depravación de la naturaleza humana, inclinada como está a lo prohibido, huelga
decir que resulta vano ordenar «¡Haz esto!», cuando no existe pena para el transgresor.
Y es igualmente absurdo decir «Tendrás tu castigo», si no ha precedido una
razón que le haga merecedor de castigo”.
Cfr. supra, cap. 1, número 3, texto y nota
13.
[419] Interesantes son
también las reflexiones de Pufendorf acerca de la legítima defensa, el estado
de necesidad y otras eximentes de responsabilidad criminal, sobre las cuales,
empero, no nos extenderemos aquí, pues el lugar o momento adecuado para ello
es al estudiar las instituciones respectivas.
[420] Aunque Pufendorf y
Locke vinieron al mundo en el mismo año de 1632, aquél es mayor, pues nació el
8 de enero, mientras que el inglés sólo el 29 de agosto.
A título de curiosidad señalemos que en 1632
nació también, el 24 de noviembre, en Amsterdam, Spinoza (+ La Haya, 21-II-1677).
[421] Londres, 1690, en 4 vols.
[422] Sabido es que este Essay
es el segundo y principal de sus Two treatises on
civil government, publicados anónimamente en
Londres el mismo año que el Essay concerning human understanding, es
decir, en 1690; y también que su autor llevaba consigo los originales de ambas
obras, o sea, esta última y los Two treatises, escritas en el exilio,
cuando regresaba a Inglaterra, en el mismo barco en que iba Guillermo de Orange
a hacerse cargo del trono. El Essay concerning the true original extent and
end of civil government se editó separadamente por primera vez en Londres
el año 1773; y nos atendremos a su traducción por Armando Lázaro Ros, con
prólogo de Luis Rodríguez Aranda, Ensayo sobre el gobierno civil, Buenos
Aires, 1955.
[423] Gettell, op. cit., tomo I,
pág. 365.
[424] Tomás Elorrieta y
Artaza, La democracia moderna (Su génesis), Madrid, s. a., pág. 74.
[425] Aparte de que algunos
aporta Locke en su Ensayo sobre el gobierno civil, cit., cap. VIII, Del
comienzo de las sociedades políticas, §§ 102 y 103 (págs. 117-119).
[426] Ibídem, § 99 (pág.
116).
[427] Cfr. ibídem, §§
105-112 (págs. 120-129).
[428] Y con el tiempo
servirán de base a las declaraciones deÍ siglo siguiente.
[429] Cfr. Locke, Ensayo
sobre el gobierno civil, cit., § 124 (pág. 140).
[430] Cfr. ibídem, §125
(pág. 140).
[431] Cfr. ibídem, §126
(págs. 140-141
[432] Cfr. Ibídem, §123
(págs. 139-140).
[433] Ibídem, § 87 (pág.
103).
[434] Ibídem, § 89 (Pág.
105).
[435] "Allí donde
existen personas que no disponen de esa autoridad a quien recurrir para que
decida en el acto las diferencias que surgen entre ellas, ésas personas siguen
viviendo en un estado de naturaleza. Y en esa situación se encuentran, frente a
frente, el rey absoluto y todos aquellos que están sometidos a su
régimen". Ibídem, § 90 (págs.105-106).
El individuo que posea un poder absoluto,
lleve el título que lleve, “se encuentra tan en estado de naturaleza con sus
súbditos como con el resto del género humano. Allí donde existen dos hombres
que carecen de una ley fija y de un juez común al que apelar en este mundo para
que decida en las disputas sobre derecho que surjan entre ellos, los tales
hombres siguen viviendo en estado de naturaleza y bajo todos los inconvenientes
del mismo". Ibídem, § 91 (pág. 106).
[436] Cfr. ibídem, § 149
(págs. 163-164). Asimismo, §§ 155 y 221-222 (págs. 169 y 232-235).
[437] Op. cit., tomo I, pág.
369.
[438] "Con razón puede
considerarse a Locke como el más influyente de los padres espirituales
de la «ilustración» y del «liberalismo»".
Augusto Messer, La Filosofía moderna, del Renacimiento a Kant, trad.
por Emilio Rodríguez Sadia, Buenos Aires, 1939, pág. 144.
[439] Locke, Ensayo sobre
el gobierno civil, cit., §
7, pág. 32.
[440]
Cfr., ibídem.
[441] Ibídem, § 8 (págs.
32-33).
[442] Ibídem (pág. 33).
[443] Ibídem, §10 (pág. 34).
[444]
Cfr. ibídem, §11 (pág. 35).
[445]
Cfr. ibídem, §§ 11 y 12 (págs. 35-36).
[446]
Cfr. ibídem. §§ 13 y 87 (págs. 37 y 102-103).
[447]
Cfr. ibídem, §§ 128-130 (págs. 141-142).
[448] Además, toda la
actuación del Estado debe ir encaminada "al único objeto de conseguir la
paz, la seguridad y el bien de la población" (ibídem, § 131; págs. 144),
finalidad, no de carácter absoluto, sino eminentemente utilitaria.
[449] Cfr. ibídem, §§ 131,
136, 137 y 142 (págs. 143, 151-152, 153-154 y 158).
[450] Ibídem, § 137 (pág.
154).
[451] Cfr. ibídem, §§ 131,
136 y 137 (págs. 143, 151 y 152-153).
[452] Ibídem, § 142 (pág.
158).
[453] Cfr. ibídem, cap. III,
Del estado de guerra (págs. 41-46).
También, § 207 (págs. 219-220).
[454] Op. Cit., pág. 91.
[455] Libro II, caps. XXV-XXVIII.
[456] Messer, op. cit., pág. 139.
[457] Al pensamiento de
Locke en materias penales han prestado particular atención Benito Gutiérrez,
op, cit., págs. 299-300; Fausto Costa, op. cit., págs. 89-92, y Terán Lomas, Las
ideas penales en Inglaterra, etc., cit., págs. 21-26, y Derecho penal, cit., tomo I, págs. 65-66.
[458] Sobre todo, Bacon,
para quien, en su De dignitate et augmentis scientiarum,
cit., la Moral es objeto de
la que llama Filosofía de la Humanidad, o ciencia del hombre apartado
de la organización social, que se ocupa de los deberes individuales e internos,
con miras a un fin sobrenatural en un anhelo de perfección, mientras que
el Derecho es objeto de la Filosofía civil, que estudia al hombre
congregado en sociedad y se refiere al bien social y externo, para
lograr el bien de la comunidad. Acerca de este punto, cfr. Rivacoba, Krausismo
y Derecho, Santa Fe, 1963, pág. 56.
También escribe Toennies, en una obra ya
reseñada, pág. 229, y citando a Messer, Das Verhaeltnis von Sittengesets und
Staatgesetz bei Thomas Hobbes, Mainz, 1893, que "la separación del
Derecho natural y de la Moral llevada a cabo por Thomasio, Gundling y otros, y
completada por Fichte, Kant y Feuerbach, está ya incipiente en Hobbes”.
[459] En sus Fundamenta
iuris naturae et gentium ex sensu communi deducta, Halle, 1705.
[460] Prescindiendo aquí de
las restantes diferencias, derivadas de esta oposición fundamental.
…