RIVACOBA. RECAPITULACIÓN Y DESPEDIDA DE UN PENALISTA.


RECAPITULACIÓN Y DESPEDIDA DE UN PENALISTA.

Texto de la última lección, pronunciada con motivo de su jubilación, por Manuel de Rivacoba en el Salón de Grados de la Facultad de Derecho de la Universidad de Córdoba, España, el miércoles 17 de octubre de 1990.
 

Ilustrísimo señor Decano; Ilustrísimos señores; queridos compañeros del profesorado; queridos estudiantes; amigos todos:
 

I
1. La justicia, un acto de justicia —que es debido—, se reconoce; la bene­volencia y la liberalidad —que son gratuitas— se agradecen, y, lógicamente, se agradecen tanto más cuanto son frutos más genuinos de la bondad y la genero­sidad. Por ello, mi gratitud ha de ser y es inmensa ante un acto como éste, y ante las palabras que acaba de pronunciar el señor Decano, hijo todo y sólo de una Facultad y una Universidad a la que he dado muy poco —casi nada— de mi labor, y de la finura espiritual del Decano, sin otros méritos por mi parte que una buena salud y una acendrada constancia universitaria. Con todo, o por lo mismo, constituye un subido honor para mí.

2. En trances tales, el primer sentimiento que surge en uno, junto con la gratitud, es el recuerdo y reconocimiento para cuantos nos han nutrido con su ejemplo, sus enseñanzas o su apoyo, gracias a los cuales se viven momentos como éstos y de quienes me considero seguidor. Los penalistas disponemos de un modelo y de una frase insuperable que podemos y aun debemos repetir, incluso los más modestos, cada vez que en, nuestra parvedad nos ciñe las sienes un laurel. Son las palabras que, al coronar su carrera profesoral, dirigió Francesco Carrara, "il sommo Maestro de Pisa", a Gaetano Pieri, su viejo maestro en el Liceo de Lucra, y que ahora me vienen espontáneas y rotundas a los labios, con la sencillez de quien reconoce una deuda, desde ese sagrado del alma que todos tenemos: ¡Lo debes a ellos! ... non mihi, sed vobis.

3. Dicen que los postreros instantes del hombre sobre la tierra son de una autoscopia, de una reviviscencia rápida y exacta de su propio pasado. Pues bien, en estos que en cierto sentido son asimismo mis últimos momentos como pro­fesor, no es mucho, sino que parece apropiado, que haga una concisa recapi­tulación de mi vida como tal; seguro, por lo demás, ya que me conozco lo suficiente para saber cómo están inescindiblemente imbricados en mí estos tres aspectos o componentes de mi personalidad, de que, al mirar sobre mi trayec­toria, he de sentir, igual que Jiménez de Asúa al recibir preciado galardón hace más de treinta y ocho años, incontenible emoción como universitario, como espa­ñol y como hombre.


II
1. Recuerdo haber recibido mi primer grado académico en una de las universidades más antiguas de España, acaso la más antigua —no voy a entrar en la secular disputa al respecto entre Salamanca y Valladolid—, y que ya entonces me impresionó el mote o la leyenda de su escudo: Sapientia aedificavit sibi domum. Y eso es lo que siempre he creído y profesado que es, debe ser y tiene que ser la Universidad: Casa, morada de la sabiduría, de la sabiduría en cuanto tal, y, como tal, desinteresada, un saber en sí, no un saber hacer, no casa de la técnica o de los técnicos, no escuela de profesiones ni de profesionales.

2. El saber, los saberes pueden luego ser aplicados, alumbrar el hacer y elevar así el hacer a un hacer inteligente y útil, que conoce la realidad y sabe por ello tratarla y modificarla; pero la aplicación de los conocimientos requiere una serie de condiciones —unas, innatas, y otras, ciertamente, adquiridas, mas adquiridas en contacto con la realidad particular y cambiante— que no se pueden enseñar ni aprender con la aspiración y el rigor de lo racionalmente sostenible, sea por demostración o por comprensión, y universalmente válido, que puede imponerse y convencer a cualquier ser de razón, que es lo propio del saber humano, o sea, de la ciencia y, en su caso, la Filosofía. Desde este punto de vista, suelo decir, y repetir con insistencia a mis alumnos, que más importante que tener razón es tener razones.

3. Hasta tal extremo es la Universidad la morada, por excelencia, de la sabiduría, que la reputo más genuina aún que las Academias, y no lo digo porque no me hayan llamado algunas a su seno, sino porque las Academias tienden a congregar sólo a los doctos y poseen así una significación y una finalidad más circunscrita, mientras que el saber es por su propia entidad comunicativo y la Universidad, como ayuntamiento que es de profesores y estudiantes, tiene un propósito y una virtud esencialmente expansiva.

4. Yo, que, como aquel moribundo que confesaba que no podía soportar determinadas obras literarias tenidas por obras maestras, he de confesaron que todavía ignoro qué sean a ciencia cierta las denominadas ciencias sociales y que no alcanzo cómo pueda incluirse entre ellas el Derecho, que es un saber de normas, y no de la vigencia social de las normas, sí entiendo ese mundo inter­medio entre el polvo —el mundo de los objetos naturales— y las estrellas —el de los valores puros y los objetos ideales— que, en frase elegantísima de un elegantísimo iuspenalista y iusfilósofo, en frase de Radbruch, es la cultura, el mundo ,de los objetos culturales, donde el hombre anhela y crea, y que el Derecho, las normas todas y destacadamente las normas jurídicas, forman parte del reino o del orbe cultural, de la cultura. Y la cultura, como esfuerzo y obra humana que es, no viene a ser sino cambio o evolución con arreglo a valores en el tiempo.

5. A diferencia de lo que ocurre en el mundo de la naturaleza, cuyo conocimiento lo explica por sus causas, el conocimiento de una entidad cultural no es explicativo; consiste en una comprensión, esto es, en su consideración histórica, contemplándola —como el theoreín griego, de donde proceden el concepto de teoría y asimismo la palabra— en su devenir en el tiempo y poniéndola en con­tacto, o, lo que equivale, entendiéndola, comprendiéndola, por los cambios que repercuten en ella de las más diferentes manifestaciones del valorar y del hacer humano. Al fin y al cabo, el Derecho no es más que un aspecto, un fenómeno, o sea, una manifestación de la cultura, y de ahí, que su comprensión requiera o se beneficie de tener en cuenta todas o las más diversas dimensiones de ésta; y, por lo demás, nuestro Derecho, como el de ayer o el de mañana, no, es sino un momento de un fluir incesante, que se origina en los que le preceden y origina, a su vez, los que le siguen. Por supuesto, no se trata de un mero recrearse en las antigüedades jurídicas por las antigüedades mismas ni de ocuparse de lo pretérito en el Derecho en cuanto mero pretérito, lo cual apenas ofrecería sino un interés histórico y en el primer caso no pasaría de ser arqueología jurídica, cuando no un ejercicio de vacua erudición; lejos de ello, el recurso al pasado, en cuanto germen de formas que surgen y se desarrollan después, es método adecuado de conocimiento del presente, e imprescindible, par ende para su correcto maneja y apli­cación. De otro modo, apenas se enterarían, los estudiantes, del ordenamiento que es, sin poder captar por qué es como es ni estar capacitados para entender y manejar lo que haya de ser.

6. Sin duda, el estudio y dominio de un ordenamiento, y, en concreto, del Derecho criminal, empieza por la Dogmática, pero ésta, por un lado, aunque opere sobre un momento y una configuración precisas de lo jurídico, no puede olvidar, para ser ella misma, y no una exégesis disfrazada y presuntuosa, que lo, jurídico es una realidad fluyente, ni, por otro, es suficiente para dar cuenta cabal del objeto o categoría de objetos sobre que versa. Por cierto, en cualquier ciencia y a cualquier científico, cuando lo es de verdad y domina en grado apreciable su disciplina, se plantea siempre la necesidad de indagar el puesto que el objeto de sus tareas ocupa en el conjunto de los objetos y sus relaciones con los restantes, así como el valor de sus conocimientos, situándose con tales interrogantes en los linderos de la Filosofía o adentrándose resueltamente en ella, sin que, tratándose de un objeto cultural, y, sobre todo, de un objeto cultural contundente y terrible como es el Derecho penal, quepa eludir la pregunta por su razón de ser. Goethe dejó escrito, y Radbruch nos recuerda, que en medio de los desvaríos de su última noche entre los vivos Margarita se preguntaba: "¿Quién te ha dado, ¡oh, verdugo!, tan terrible poder sobre mí?".

7. Por lo demás, bajo los afanes políticocriminales de la hora presente, incomparablemente más intensos, significativos e importantes en cuanto desaso­siego que por sus logros, no es difícil percibir una preocupación dominante por las magnas cuestiones del fundamento y el fin de nuestra rama del Derecho, que con las de los elementos universales y necesarios y el método para su cono­cimiento constituyen el núcleo de la Filosofía jurídicopenal. O expresado de otro modo: tales afanes y tal desasosiego están denunciando una insatisfacción por la mera Dogmática y una tensión incoercible, no por inconfesa o inconsciente menos poderosa, hacia las preguntas y respuestas de índole filosófica. Y es natural que así ocurra. Acalladas un tanto las disputas que durante decenios han enardecido y absorbido a los dogmáticos, y perdido en gran parte el atractivo y prestigio de los esfuerzos por elaborar ingeniosas y sutiles construcciones sobre puntos, a veces, de escasa entidad, o sea, ante una Dogmática relativamente acabada, en el sentido de perfecta, y comúnmente aceptada, con diferencias que no pasan de secundarias, la actitud inquisitiva y reflexiva ha de derivar hacia lo filosófico.

8. No niego que en esta concepción de lo punitivo y de su enseñanza influyera la vía poco transitada por la que llegué al Derecho y me adentré en el Penal, a saber, desde y por la Filosofía; pero de lo que sí estoy seguro es de que una consideración adecuada de nuestra rama jurídica no puede prescindir de su fundamentación histórica ni de su fundamentación filosófica, repito que no con el designio de entregarse ni perderse en la una ni en la otra. Se trata, sencillamente, con esta segunda, de delimitar el objeto que se debe estudiar en la Dogmática penal y su razón de ser y significación, y, con la primera, de servirse del origen de las instituciones penales y del curso que hayan seguido a través del tiempo para captar su entidad y naturaleza, y, sobre todo, su fina­lidad, tanto en su configuración actual cuanto en su proyección futura. Con lo cual, dicho queda que he dado siempre adecuada extensión y relieve a la Introduc­ción, y que no puedo compartir aquellas presentaciones de nuestra disciplina que comienzan por el estudio de la ley penal o lisa y llanamente el del delito, pres­cindiendo olímpicamente de toda otra consideración o referencia y sin dar siquiera noticia de la significación social de la delincuencia. Más que a modernas rutas, que aún está por ver a dónde llevan, si llevan a alguna parte, me atengo en este terreno a inveterados, prestigiosos y bien asentados usos y precedentes, debi­damente, según se comprenderá, puestos al día.

9. En el desarrollo, ya, de la asignatura, dos métodos me parecen ineludi­bles y he utilizado siempre con fruto para complementar el fundamental de las explicaciones de cátedra: durante el estudio de la Introducción, la lectura en clase, comentada por el profesor, de textos clásicos, que revistan una importancia y significación indudable al respecto, y desde que se llega al estudio de la ley penal, y, sobre todo, desde que se empieza el del delito, el continuado plantea­miento y resolución de casos penales. "Sólo así, con este activo método —escri­bió quien lo aprendió de Von Liszt en Berlín y lo introdujo seguidamente en España, y poseía inmensa experiencia y autoridad en estas lides—, la enseñanza es digna de recibir el calificativo de universitaria".

10. El método de los casos, ya proficuo en la docencia y la discencia de la Parte general, resulta aún de mayor utilidad en la especial, a condición, empero, de proseguirlo como una prolongación y desarrollo de las cuestiones generales, de combinar inteligentemente en la presentación de cada caso los problemas de la Parte especial con los de la general y de engarzar siempre con aquellas cues­tiones y recurrir a las mismas para enfocar las aporías y vencer las dificultades de los delitos en particular.

11. Sin embargo, dos observaciones conviene hacer en este tema. Primera: que no hay que confundir con el método de los casos la matización de las expli­caciones orales con la referencia a sucedidos de la vida real, aunque sean modi­ficados en su presentación por el profesor, discutiendo a su propósito cualquier punto o teoría y por más que se dé audiencia o participación en ello a los alumnos. Los casos requieren una presentación bien pensada y precisada, y exigen en el estudiante una consulta de textos legales y doctrinales, sin excluir los jurisprudenciales, pero sin concederles mayor importancia que la que tienen, y una minuciosa compulsa, confrontación y reflexión sobre ellos, para, finalmente, redactar una detenida y razonada solución escrita, con cuantas citas sean perti­nentes, debatiéndose por último en clase y exponiendo el profesor la solución correcta o las diferentes soluciones a que hubiere lugar según concepciones distintas.
   La segunda es que este método impone dividir los cursos numerosos en muchos grupos pequeños, cosa poco menos que imposible si el profesor no dis­pone de suficientes colaboradores.

12. Así, huyendo de imbuir en los escolares un nudo apego a los textos legales y las soluciones jurisprudenciales, o la repetición de doctrinas más o menos consagradas, lo que no pasaría de hacerles, con el tiempo y los golpes, unos vulgares practicones, y no privándoles, en cambio, de siquiera columbrar los fundamentos que sustentan y hacen inteligible el Derecho penal, adiestrándoles en su estudio y manejo mediante cuantas posibilidades y recursos brinda una concepción, y una enseñanza verdaderamente científicas de la materia, y estimu­lando su natural espíritu crítico, cabe convertirlos en auténticos universitarios, esto es, en privilegiados sujetos de cultura, o, por lo menos, con respeto y aspi­ración por la cultura, que posean, además, sólidas bases para una formación especializada que les capacite, si tal es su vocación, para ahondar en ella y realizarse profesionalmente. Dudo de haberlo logrado en mi labor y con mi empeño, pero la convicción, la ilusión y el entusiasmo que he puesto en ello a través de diversos países y a lo largo de varias décadas, mirando ahora esa tarea en perspectiva, no dejan de conmoverme como universitario.


III
1. Quizá cuantos nos hemos visto forzados a salir de la patria y desarrollar la mayor parte de nuestra actividad universitaria fuera de ella, hayamos podido darnos cuenta mejor de su significación y prestancia como uno de los pocos pueblos que han sido grandes creadores de cultura y que hemos aportado, a la humanidad, junto con azotes indesconocibles de los que nadie en el mundo está limpio y que, en nuestro caso, tal vez a quien más han perjudicado es a nosotros mismos, creaciones originales y perdurables que ensalzan y unen a la raza de los hombres. Y, viniendo a lo penal, y aun prescindiendo del de 1822, desde 1848 contamos con un Código excelente, superior con mucho a otros que han influido en la codificación de los distintos países, y padre también, el nuestro, de una progenie fiel, nutrida y admirable. Es más: todavía los aciertos técnica­mente más notables de la parca reforma de 1932 han pesado y servido de ejemplo en no pocos países de nuestra estirpe.

2. Duele, pues, contemplar una doctrina que, con excepciones notabilísi­mas, doblemente estimables por excepciones y por notabilísimas, se enfeuda y somete por lo general a la adaptación o repetición de lo ajeno, no siempre lo más importante ni lo mejor de lo ajeno, en procura, no raras veces, de displicentes y distantes protecciones que no suelen ser, por cierto, de carácter o propósito inte­lectual, con ignorancia o desprecio de nuestra tradición la que ha plasmado en las leyes y la que ha alumbrado el pensamiento español, sea en lejanos tiempos o en recientes días. Con lo cual claro es que no se patrocina ninguna xenofobia ni ningún provincianismo. ¡Bueno fuera en una raza que se ha derramado por toda la redondez del planeta y se ha cruzado con todo el mundo! La ciencia es patrimonio universal y no se puede desconocer o menospreciar ninguna apor­tación, pero es provincianismo, y contribuye sin duda a que otros se sientan superiores, atenerse en un todo a cuanto en su perspectiva y sobre la base de sus respectivos ordenamientos pueden elucubrar, sin preocuparse de los temas en que los nuestros difieren y a los que no podemos aplicar sus construcciones, ni de lo que se haya pensado o se haya escrito acerca de la disciplina en que uno trabaja en nuestra lengua, sea en nuestra patria, sea en patrias hermanas. Ni siquiera tenemos el amor propio de hablar de Hispanoamérica o de Iberoamé­rica, sino que se dice —yo, y otros como yo, no— Latinoamérica, y se cree que aquello es tercer mundo y que allí no hay ciencia; lo cual, si así fuese, no haría sino certificar el mal concepto que interesadamente se ha forjado y muchos sostienen de nosotros, los españoles.

3. No, no es de nuestro linaje, sino más bien de linajes ajenos, el despreciar cuanto se ignora e ignorar cuanto no está escrito en la propia lengua. Por ello, los penalistas que en las últimas décadas hemos marchado de España y hemos andado por tierras extrañas, sin dejar de sentirnos ciudadanos, como cualquier auténtico científico, del mundo, hemos llevado por él, como un airón, el orgullo de lo español y hemos mantenido enhiesto y a tope, en medio de derrotas y borrascas y cada cual con las fuerzas de que estuviera dotado, el pabellón dé nuestra tradición y nuestra cultura.

4. En estos momentos se me vienen a las mientes, y parece que veo surgir junto a y rodearme aquí sus figuras —queridas figuras las de los más de ellos, que traté y fueron mis maestros y más que amigos—, se me vienen a las mientes —digo— los penalistas españoles que no han podido terminar su vida universitaria ni, la mayoría, su vida biológica en nuestra patria, muriendo todos, empero —y en más de un caso soy testigo de mayor excepción—, con España clavada en el corazón. Unos eran ya catedráticos antes de partir; otros estaban en situación propincua de serlo y sólo lo han sido en el exilio, pero todos figuran entre los más eminentes de este siglo y alguno quizá sea el que más. Más debería citar, pero, para que estas palabras no parezcan un obituario, permítaseme men­cionar sólo a la venerable figura de don Constancio Bernaldo de Quirós, la prócer de don Mariano Ruiz-Funes García, al sapientísimo y bondadosísimo Fran­cisco Blasco, y Fernández de Moreda y, con su elegante estampa de profesor —elegante en su persona y en su enseñanza y su obra—, a Mariano Jiménez Huerta; y, por encima de todos, a don Luis Jiménez de Asúa. En esta provincia de Córdoba, en la que no nació, pero que era la suya, no se puede olvidar a un procesalista que se inició en el Derecho con predilecciones y una tesis de pena­lista y que, a diferencia de muchos cultivadores de su rama jurídica, sintió siem­pre particular afección por el proceso penal y le acordó singular atención. Es claro que me refiero a don Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, primer premio Redenti, entre otras muchas primacías, en este mundo. Y en esta tierra andaluza, y, sobre todo, para quienes pensamos que lo penitenciario no tiene entidad ni sustancia propia, ni, menos, es un apéndice de lo administrativo, sino que es el destino y la coronación del Derecho penal, a la insigne malagueña Victoria Kent Siano. De todos ellos, y de otros semejantes que no he nombrado, he tenido el triste y honroso privilegio de trazar su semblanza o escribir su necrología.

5. Yo no hablaría de escuela, palabra y concepto, en el plano de la ciencia, de elevada y ambiciosa significación; y no hablaría, sobre todo, después de ver cómo se ha difundido y no sé si también depreciado el término, designando con él muchas veces, más que una relación de índole intelectual, la relación de que depende un voto en un tribunal no exactamente de justicia. Pero sí puedo hablar de la calidad magisterial que he conocido y palpado en los grandes pena­listas del exilio, y, asimismo, de una actitud discipular, que no es una repetición mecánica o automática ni consiste en el apego al dictum magistri, sino en situarse en ciertas coordenadas y partir de allí, con un amor y un esfuerzo común por la verdad, cada uno por su propia vía, reconociendo lo que debe y en pos siempre de un saber más satisfactorio, o, siquiera, menos insatisfactorio. Un dis­cipulado probablemente es más efectivo cuanto sea más difuso.

6.- De todos ellos, y de mí también  —que en esto oso sin rubor equipararme a ellos—, cabe repetir que tenían, o tenemos, de nuestra raza el ascetismo y del demonio la soberbia. Como se sabe, son palabras pronunciadas en un discurso maravilloso del célebre debate de los enojos, en la que iba a ser postrera sesión de las Cortes constituyentes, las últimas Cortes verdaderamente constituyentes que ha habido en España, expresa y declaradamente convocadas como tales, y compuestas únicamente por representantes de la voluntad popular, sin cuarenta designados en ningún palacio de veraneo ni de la Corte. Al referirse a Azaña, cuyas son estas palabras, a raíz de su muerte, dijo Jiménez de Asúa que Azaña se equivocó, pues que la soberbia también es, ya que no virtud, sí calidad o condición muy española. La soberbia, en último análisis, no es sino orgullo exacerbado; y ese orgullo de lo que, por encima de todas las miserias, ha hecho y ha sido y es la gente de esta vieja piel de toro, de pertenecer a ella, esa soberbia que, en medio de sinsabores y a menudo estrecheces sobre las que no me voy a explayar, nos ha sostenido entre adversidades y esperanzas por el mundo, tal vez se ablanda y se deslíe en este punto, aquí, entre vosotros, en emoción de español.

IV
1. Muy distintamente de aquellos profesores que han podido desarrollar con tranquilidad y en calma su labor en una misma Universidad, o, a lo sumo, en un par de ellas, buscando lo que constituye como si dijéramos su centro de gravedad, he de reconocer que mi trayectoria ha sido muy movida y que ha pasado por varios países. Sin entrar en detalles, este deambular no se ha debido a ningún capricho de moverme y pasear. En el traslado de una a otra casa de estudios, y no digamos nada de uno a otro país, se pierde siempre un tiempo precioso hasta que uno se ambienta y se halla de nuevo en condiciones de pro­seguir sus investigaciones. Como otros españoles, me he visto precisado a ella por un simple imperativo ético, de coherencia o consecuencia con los propios principios y convicciones y de incompatibilidad con la intromisión, y mucho más, con la imposición, de los poderes políticos en la vida universitaria. Ciertamente, me he librado así de tener que jurar, pero también que perjurar. La Universidad es nada sin autonomía en su gobierno y sin libertad en la cátedra.

2. Por lo demás, tal actitud y tal conducta se encuentran en plena concordancia con lo mejor de la tradición española en estas cuestiones. Recuérdese la reacción de la parte más representativa y selecta de nuestro profesorado frente a los desafueros de Orovio o las intemperancias de Primo de Rivera.

3. Así he llegado hasta vosotros y me voy de entre vosotros, peregrino de, exilios. Así se me ha deslizado la vida con poco fruto e inopinadamente me asalta el espectro de la inutilidad y la vejez. Sin embargo, conservo intactos la ilusión y el afán de aprender y de enseñar, las dos tareas que se, complementan y se hermanan en la función o el ministerio de profesar, o sea, que, en mi insignificancia, alienta y pervive en mí, conservo incólume el espíritu univer­sitario. Que por tan escasa obra os hayáis reunido junto a mí, y que haya alcanzado en vuestra compañía un momento que para otros universitarios espa­ñoles de incomparablemente más méritos fue esquivo, me estremece en lo más íntimo como hombre.


V
1. En ocasión, no idéntica, digamos análoga, Jiménez Huerta se despedía con sentimientos y palabras que hago míos ahora: se despedía de todos con admiración y amistad —así lo manifestó— "¡desde la última vuelta del camino!". Ojalá, empero, nosotros nos encontremos de nuevo todavía en alguna revuelta más o menos sospechada y siempre anhelada.

2. Y ha llegado la hora de concluir. Antes de perderme tras esa vuelta última, antes de retirarme de este recinto solemne que ha escuchado y en el que resuenan incontables voces doctas, quiero apagar la mía sintetizando, así como comencé, con una exclamación de Carrara, los anhelos que me dominan en este momento. Para los creyentes, como era Carrara, Dios es la realidad por excelencia, la realidad de realidades; para quienes no han sido favorecidos por el don de la fe, es la expresión ideal de la noción de lo absoluto, de las cualidades más excelsas y de las aspiraciones más nobles. Pues bien, entiéndase de uno u otro modo, que Él os dé salud y amor a la ciencia.