SOBRE MANUEL DE RIVACOBA. Por Eugenio Raúl ZAFFARONI.

Sobre Manuel de Rivacoba.
Por Eugenio Raúl ZAFFARONI.

Contribución a la primera edición de “Violencia y justicia”, texto en homenaje a Manuel de Rivacoba, Universidad de Valparaíso, 2002.

Querido lector:

Estás a punto de cerrar un libro sumamente original. Disculpa si te detengo unos pocos minutos, pero creo que vale la pena que escuches. De todas formas, para no correr el riesgo de desilusionarte —o si tienes prisa —, puedes cerrar el libro sin temor, porque todo lo que te diga será mucho menos importante que lo que acabas de leer.

   La primera impresión de este libro es de heterogeneidad temática poco explicable. Sin embargo guarda una admirable coherencia; no creo posible negar esta sensación aunque no siempre aparezcan claras sus razones. Eso obedece a que la clave de su organicidad está en la personalidad polifacética de su autor, de la que los trabajos que has leído son prueba acabada. Es esa personalidad —perfectamente transparentada por su propia pluma— que proporciona el hilo conductor que otorga unidad a estas páginas.

   No te costará mucho esfuerzo verificar que carezco de la prosa fina y de la castellana elegancia con que Rivacoba evocaba puntualmente a los penalistas que se marchaban de este mundo. Lo hacía con meticulosidad, fijando magistralmente rasgos y detalles humanos. Algunos notas que has leído son muestra elocuente de su estilo. Hubo otras aún más demostrativas; me vienen a la memoria las que dedicó al profesor de Corrientes, Francisco Blasco Fernández de Moreda, o al de México, Mariano Jiménez Huerta, nombres ambos de españoles de la diáspora republicana que hoy permanecen casi desconocidos para el penalismo de su patria.

   Ese particular empeño por el testimonio humano era expresión incontenible de su angustia existencial, producto de cultivar un saber que no apasiona a las masas ni ocupa el núcleo de la comunicación social —y que tampoco desvela al mundo intelectual —, pero que tiene una larga historia pletórica de luces y sombras, en la que el tiempo parece devorar la memoria de los que pasaron, y deslumbrar a los que llegan en un firmamento atravesado siempre por cometas brillantes que se pierden en el infinito. Por detrás de las luces encandilantes de las estrellas de rabo, Rivacoba buscaba afanosamente los planetas y sobre todo las estrellas.

   No sé si sabes que los nombres de los próceres de nuestro modesto derecho penal no significan nada para el gran público, en tanto que los intelectuales se asombrarían recorriendo nuestras bibliotecas, si mientras pasamos la mano por los anaqueles, fuésemos capaces de relatar las historias de vida y los formidables esfuerzos que se esconden tras los volúmenes sobriamente encuadernados, pues nunca habrán oído sus nombres. El propio público jurídico no muy especializado los ignora. Rivacoba se desesperaba por rescatar del olvido a los próceres olvidados del penalismo, y por evitar que los contemporáneos fuesen deglutidos por el tiempo y la indiferencia de los legos y también de los doctos obnubilados por la última novedad. En el fondo expresaba la angustia por la idea de que él mismo podía ser arrastrado al olvido. Por eso se obstinaba como nadie en dejar testimonios, más humanos que intelectuales. Con frecuencia sus notas contienen datos poco usuales en el distante estilo académico tradicional, que son producto de su afán por registrar los perfiles humanos de los cultivadores del saber jurídico penal. En ocasiones esto era tan evidente que parecía que las referencias científicas constituían sólo el marco necesario para dejar testimonio de lo humano.

   Por desgracia, no poseo sus dotes. Para testimoniar su perfil humano sería menester otro Rivacoba, pues nadie entre nosotros lo supo igualar en este arte. Genio es lo que me falta, no los datos. De éstos dispongo sobradamente, pues llevamos amistad y trato frecuente desde una noche de 1963, en que llegué tímidamente a su domicilio en la ciudad de Santa Fe, en la famosa “Taberna de Juanito”, siendo abogado recién egresado y estudiante de Doctorado en la Universidad del Litoral, para pedirle su libro sobre Dorado Montero. Me recibió su madre — doña Eulalia —, cenamos juntos, me dedicó el libro que aún conservo y me acompañó a la vieja terminal de buses de la calle Mendoza. Desde entonces, cada vez que viajaba a Buenos Aires, se incorporaba a la mesa y a las fiestas familiares en mi casa paterna, con la naturalidad de un miembro más. Además de los infinitos cafés de Buenos Aires, hemos compartido interminables conversaciones a lo largo de estas décadas en lugares sumamente distantes: Santa Fe, Valparaíso, Lima, Santiago, San José, Managua, Quito, Guayaquil, San Pablo, Madrid, Córdoba, Milán, Roma, Siracusa, etc. Trabajamos juntos en varios proyectos: un código penal para Ecuador, el sesquicentenario de la codificación penal latinoamericana, una colección de clásicos penales y la traducción —aún inédita— del libro de Francisco Mario Pagano. Cambiamos una larguísima correspondencia vieja que nunca ordené y que se amontona en el desván. Así, hasta diciembre de 2000, cuando unos días antes de desatarse la crisis que puso fin a su vida, nos hizo el honor de participar en la presentación de nuestro Derecho Penal en la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Al día siguiente almorzamos en el Circolo Italiano y nos despedimos en la esquina de la Plaza Lavalle.

   Si bien ese cúmulo de datos no me permite trazar su perfil humano —como te decía, por falta de genio —, me otorgan sobrado conocimiento para asegurarte que la selección de los trabajos de Rivacoba que se incluyen en este volumen es —sin duda— un acierto, porque su diversidad de contenido le brinda unidad al pintar por entero sus intereses y proporcionar adecuadamente su perfil intelectual. Creo que no queda fuera ninguna faceta de su sorprendente personalidad. Es difícil hacer una síntesis de semejante riqueza. Nada puede ser mejor que tu propia vivencia de lector a través de la lectura de los trabajos salidos de su pluma.

   En estas páginas habrás visto pasar no sólo la obra de un pensador, sino una vida nada sencilla, que poco tiene de la pacífica y sedentaria existencia del intelectual. Un estudiante español condenado a treinta años de prisión por el franquismo en 1947, que se gradúa de Doctor en Derecho y de Licenciado en Filosofía en la cárcel, que después de ocho años de prisión se le conmuta la pena y comienza a enseñar en Bilbao vigilado por la policía, que en 1957 pasa clandestinamente la frontera —disfrazado de cazador— y entra en Francia comenzando un exilio de dos décadas, en cuyo curso será Ministro de la República Española en el exilio y que lo trajo a la Argentina, a la Universidad del Litoral, y también a Chile y en particular a la Universidad de Valparaíso, cuando se instaló la dictadura de Onganía en 1966. Volvió a España, a la cátedra de Córdoba, y regresó a Chile, casado con su primera novia —María Rosa, la rubia de ojos azules que había quedado en su tierra— pero golpeado por la jubilación forzada. En los últimos meses sintió que en Chile le amenazaba el mismo destino.

   Al cabo de estas páginas habrás comprobado su pasión política, su amargura por la indiferencia hacia los que combatieron por la democracia española en la llamada Guerra Civil y después de ella, su admiración por Azaña, sus inquietudes literarias, su denuncia —no por sutil poco clara— del falso escándalo frente a la violencia y el consiguiente olvido de sus causas y raíces, su fijación respecto del tema de la compatibilidad del liberalismo con la democracia, su preocupación por las utopías (tema que lo preocupaba desde su tesis inédita), su repudio visceral hacia los autoritarismos y totalitarismos, su defensa a ultranza de la dogmática jurídico penal como método racional, su crítica a las reformas penales improvisadas y de respuesta coyuntural y demagógica, su reclamo de vinculación permanente del derecho penal con la filosofía, su insistencia en el carácter político del derecho penal y, sobre todo, su inconmovible defensa del liberalismo penal.

   Estos trabajos me eran conocidos, salvo dos: el proyecto de dictamen para el desafuero de Pinochet y el discurso en el Congreso de Estudiantes de 1995. Muchos me fueron entregados por Rivacoba, siempre en pulcros sobres con el membrete de la Universidad de Valparaíso y la correspondiente dedicatoria. Andan por los rincones de una biblioteca desordenada, que excedió todo espacio razonable. Cuando los recibí juntos, remitidos en un sobre idéntico a los que usaba Rivacoba, me pareció reencontrarlo, tanto en el continente como en el contenido. Creo que está todo lo necesario para delinear su perfil y su pensamiento.

   Has leído trabajos que se escribieron a lo largo de más de treinta años. Puede haber algunas reiteraciones y diferencias de detalle sobre cuestiones técnicas, pero lo que más asombra es la coherencia no alterada por el paso del tiempo. Te encuentras con un personaje original, liberal político (no económico, insiste en la diferencia, con justa razón, hoy más que cuando Rivacoba escribía), en todos los sentidos, denunciante de las improvisados y advenedizos, fiscal de renuncias y retorcimientos, pluma presta a la alabanza del liberal y a clavarla en el autoritario o el traidor, sutil unas veces y mordaz y hasta agresiva en otras, siempre elegante, hasta cuando lastimaba. Este era su estilo, que le valió grandes amigos y también no pocos problemas y algunas enemistades y conflictos. Su propia historia, su prisión en los mejores años de la vida, el dolor del exilio y de los compañeros muertos sin ver nuevamente el cielo patrio y un carácter muy español, vehemente y apasionado, le hacían poco tolerante frente a los desvíos éticos y, a veces le inclinaba a verlos donde no los había o, por lo menos, no de tal gravedad. Pero aunque en ocasiones se reparta algún manotazo indebido, es preferible a la indiferencia ética que parece hoy cundir en el mundo del pensamiento único, donde todos son valores de mercado y quien critica los medios empleados para trepar en la competencia cotidiana es estigmatizado como insensato e incapaz de comprender lo que hoy pretende llamarse política.

   No sólo habrá llamado tu atención el ya señalado esfuerzo por fijar los rasgos humanos de los penalistas contemporáneos y, no menos, el paralelo afán por rescatar los del pasado liberal. Si has leído con atención el marco político general en que se encuadraba el autor, verás que llega al derecho penal desde la política, y que en el juego de luces y sombras de la historia penal, al rescatar la tradición liberal, desde el iluminismo hasta el presente, su objetivo fue seguir la línea de las luces y, con ello, el verdadero valor del saber jurídico penal. Nos guste o no nos guste, en nuestra historia cuenta también la inquisición. Rivacoba se esfuerza por identificarse como heredero de la corriente contraria, de la que limitó siempre el poder punitivo en beneficio de la libertad humana, y como señalar esa corriente como el verdadero derecho penal. Desprecia la otra hasta la descalificación total.

   Con singular fuerza afirma en su discurso de incorporación a la Academia Chilena que la separación de la moral y el derecho fue la conquista gloriosa de un sacrificado y cruento proceso de siglos por poner a salvo de la autoridad y la intromisión del Estado el sistema de creencias y valores del individuo y garantizar así la libertad de conciencia. Advierte de inmediato que de manera subrepticia, a través de los obscuros meandros del pensamiento punitivo, puede aspirar de nuevo el Estado a ejercer un magisterio doctrinal y moral, utilizando otra vez el derecho como instrumento de imposición y opresión. Sienta de esta manera la piedra angular del derecho liberal, el respeto por la autonomía ética de la persona, la base constructiva del concepto de culpabilidad de acto. Denuncia en forma directa las tentativas encubiertas de establecer un derecho penal paternalista, que trate a los ciudadanos como seres inferiores necesitados de protección y que, con el remanido pretexto de la tutela, les depare el mismo tratamiento que sufrieron todos los tutelados en la historia: mujeres, niños, adolescentes, afroamericanos, indios.

   No te encontrarás fácilmente con otro liberal kantiano en nuestros días. Nadie como Rivacoba, en pleno siglo XX, defenderá la función puramente retributiva de la pena, sin concesión alguna a las llamadas teorías relativas o preventivistas. No admitía matices en este aspecto. Su denuncia de la prevención general como ideología del autoritarismo y del terror penal, y de la prevención especial como violación de la prohibición de entrometerse en la conciencia del prójimo –y de ambas como mediatización del ser humano— es originalísima en el penalismo del siglo pasado, inmerso en el preventivismo y plagado de todas sus variantes.

   Las páginas que acabas de leer no las encontrarás en otros autores. La reivindicación del pensamiento iluminista prístino fue su empresa. Nunca quiso darle forma en una obra de conjunto, quizá por considerar que era innecesario. Alguna vez me dijo que estaba comenzando a acometer esa empresa, pero nunca vi manuscritos ni borradores. Quizá sea bueno revisar sus papeles y posiblemente aparezcan algunos escritos.

   No te asombres de que Rivacoba sustentara la clasificación dicotómica neokantiana de las ciencias como un dique, dentro de una lectura garantista. Hoy nos parece que esa separación encierra una trampa para evitar que la realidad invada un saber que no se acomoda a ella, pero Rivacoba lo hacía porque, por el contrario, veía en ella la valla, la contención para cualquier intento de restauración de la decadencia ideológica del viejo positivismo o ideología médico/policial, que lo aterraba. Creía que la caída de esa barrera acarrearía una vuelta a la malhadada peligrosidad, que le erizaba la piel y le ponía de muy mal humor. Desconfiaba también del ontologismo finalista, pues creía percibir en él una nueva etización del derecho penal, que consideraba riesgosa. Te preguntarás por qué, pese a que muchas veces se percataba de la incongruencia de mantener el dolo y la culpa en el seno de una culpabilidad normativizada (como se pone de manifiesto en su conferencia sobre el proceso de Lieja) no se animaba a alterar el esquema del neokantismo de Baden. Creo que se daba cuenta perfectamente de que la reordenación del dolo y la culpa en el tipo era ajena por completo a cualquier etización del derecho penal (y sabía sobradamente que no era original del finalismo), pero tengo para mí que se negaba a hacerlo por respeto reverencial a sus primeros inspiradores penales. Citaba y hacía referencia a Mezger, pero desconfiaba –con sobrada razón— de su neokantismo (y rechazaba directamente el de Sauer); por ello me insistió varias veces en la necesidad de traducir el Strafrecht de Max Ernst Mayer. Creo que nunca lo haré, pero convengo con él en que hay por lo menos dos enormes huecos en las traducciones castellanas de autores alemanes: uno es éste y otro Die Lehre vom Verbrechen de Ernst von Beling.

   Te preguntarás también cómo nos entendíamos y cómo emprendimos proyectos juntos, si diferíamos en perspectivas. Si bien no compartí su kantismo puro, no creo posible apartar de la construcción teórica la regla de oro. No fueron vanas las advertencias de Rivacoba en este sentido y nunca le agradeceré suficientemente esas enseñanzas. Sin duda debo a ellas el interés y la consideración particularizada que hace más de veinticinco años deparo a la filosofía del derecho penal (o ideología penal, si se prefiere) en mis primeras obras —el viejo Tratado (1980) y el Manual (1977)— tanto como en el nuevo Derecho Penal escrito juntamente con Slokar y Alagia (2000). Hace treinta años, al incorporar en la Teoría del delito (EDIAR, Bs. As., 1973) el esquema complejo del tipo y la culpabilidad normativa, lo hice con sumo cuidado para no abrir las puertas a una etización peligrosa, y es innegable que en ello pesaron muchas conversaciones con Rivacoba. Por eso nunca acepté el esquema de culpabilidad de Welzel. No menos importantes fueron sus críticas a las teorías preventivistas que, junto a las de las ciencias sociales, me llevaron a reformular todo lo planteado, a abandonar la vieja legitimación del poder punitivo con fundamento preferente en el preventivismo especial positivo, y a rechazar todas las teorías positivas de la pena, puesto que no compartía tampoco el punto de vista puramente kantiano, único desde el que pueda ésta legitimarse, siempre a condición, claro está, de que se acepte su punto de partida.

   Sé que consideraba mi giro enunciando una teoría agnóstica o negativa del poder punitivo como una desviación, que su esquema kantiano no podía admitir, pero me parece que valoraba la tentativa —no pretendo que exitosa— de compatibilizar el derecho penal con las ciencias sociales y también la defensa del método dogmático desde este ángulo, a partir de En busca de las penas perdidas. Muchos creyeron que ese ensayo significaba mi despedida superficial de la dogmática jurídico penal (algunos porque creo que no tuvieron paciencia de leerlo hasta el final y, por ello, no se percataron que era fundamentalmente dogmático), pero Rivacoba lo leyó completo y no le alarmó; si bien no lo compartía, lo consideraba interesante y era plenamente consciente de que no se trataba de una demolición del método dogmático ni nada parecido. Creo que al reconstruir dogmáticamente toda la parte general sobre esa base, quedó demostrado que no se equivocaba. Hemos seguido caminos distintos, pero en lo estratégico siempre hemos coincidido. Rivacoba creía salvar la regla de oro con el famoso talión kantiano; por mi parte, intento salvarla con el reconocimiento del carácter meramente político de la pena y la asignación de una función exclusivamente reductora al poder jurídico planificado por el derecho penal. Creo que ahora el perfeccionamiento de este segundo punto de vista se dificultará, porque me falta el diálogo con el contradictor de muchos años.

   Querido lector: Acabas de leer unos pocos trabajos que son parte de una obra escrita tan amplia como dispersa, pero sin duda, la obra de un Maestro que, desde la cátedra y fuera de ella, nos enseñó a muchos. Quizá fui uno de los más beneficiados, por razones de arco temporal. Referente obligado de alegrías y tristezas, de éxitos y fracasos, cuando se marchó, al despuntar el último día del siglo XX, sentí que me quedaba sin uno de los testigos más importantes de mi vida profesional y de mi propia existencia. Además, siempre se escribe y piensa en diálogo con muchas personas, pero inevitablemente se privilegia a algunas. Creo que el hábito hará que este diálogo continúe, aunque nadie —ni uno mismo— puede percatarse. Es inevitable la sensación de desamparo cuando comprobamos que cada vez quedan menos personas que nos conocen.
 

Eugenio Raúl Zaffaroni
Departamento de Derecho Penal y Criminología
Facultad de Derecho
Universidad de Buenos Aires
Mayo de 2002.