La racionalidad del Ordenamiento como presupuesto de la dogmática penal


Manuel de Rivacoba
(En la Revista de Derecho penal, Montevideo, 1980, nº 1) [1]

Ante la noticia de su muerte, se yergue en mi recuerdo la noble figura del profesor Juan Benito Carballa, de presencia maciza, la frente despejada, la nariz recta, la mirada inquieta y el semblante inundado de bondad. Tenía un algo de patriarca. Nos conocimos hace cerca de veinte años, en 1960, en Santa Fe. Luego, nos escribimos algunas veces y hemos vuelto a vernos muchas, con motivo de reuniones científicas en Buenos Aires o en Montevideo, o en mis visitas a la capital uruguaya, donde impresionaba siempre su acogida sobria y cordial, de gran señor. Siempre que he estado en su bella ciudad, era ya un uso, y no me acostumbraré a que no se repita, que, cuando nos retirábamos al cabo de una reunión o alguna cena con los admirados penalistas uruguayos, avanzada ya la noche, me llevara en su coche al hotel y nos quedáramos conversando aún un buen rato antes de despedirnos. Podíamos divergir acaso en convicciones íntimas y esperanzas últimas, pero convergíamos, sin duda, en entender la vida como convivencia, la democracia como la forma más humana de organización política y el Derecho como garantía de la seguridad y de la libertad individuales. La vida no le trató con suavidad, ciertamente, y en carne propia supo de terribles desgracias y dolores desgarradores, pero del fondo de sí mismo sacó valor para sobreponerse y dio siempre sensación de serenidad y de firmeza. Y, como abogado, como profesor y como ciudadano, no cejó nunca en la lucha por cuanto consideraba justo, con ademán mesurado, pero en actitud inconmovible, que le ganaba universal respeto. De aquel hombre tan llano a la comunicación nos separa hoy una barrera insuperable. Si en la obra suprema, la del contraste decisivo de creencias y esperanzas, las suyas han resultado ciertas, el sabio profesor y varón ejemplar ha de encontrarse ahora en presencia definitiva de la Verdad y del Bien. A quienes no alcanzamos panoramas tan dilatados ni aguardamos reunirnos con él en tan radiosas regiones, su vida nos ha dejado en lo intelectual una obra bien hecha y en lo moral un ejemplo generoso, y con su marcha nos ha quedado en los afectos un hueco insondable y un tachón sombrío. Nada colmará la ausencia sin retorno del colega y del amigo. A su esclarecida memoria dedicamos las páginas que siguen.

I
Se entiende aquí por racionalidad, como nota esencial del ordenamiento jurídico, su armonía o coherencia interna, esto es, la compatibilidad de cuantas normas lo integran, cualquiera de las cuales es, así, aplicable sin contravenir otra, o bien, definiéndola negativamente, la ausencia de contradicción entre ellas. En virtud de esta nota, las normas que rigen en un cierto momento dentro de un ámbito espacial determinado constituyen un conjunto unitario.
En un planteamiento general, dichas contradicciones pueden ser de carácter lógico o axiológico, y cabe añadir que las contradicciones axiológicas, a su vez, pueden ser entre los valores acogidos en el ordenamiento y que lo informan o bien darse entre ellos y las valoraciones dominantes en el medio social a aquél que pertenece. Ahora bien, estas últimas contradicciones es obvio que surgen, en cierto modo, fuera del ordenamiento, al ensayar el contenido de sus normas tal como son con las exigencias valorativas del contexto comunitario acerca de cómo deben ser, o, lo que viene a ser igual, constituyen una cuestión de política jurídica, y, refiriéndonos en concreto a lo penal, interesan sólo en una perspectiva político-criminal; las otras, en cambio, sean de índole lógica o axiológica, se producen intramuros del ordenamiento e incumben, por tanto, al dogmático en sentido estricto.
De las contradicciones del ordenamiento aisladamente considerado, las más comunes son las de carácter lógico, y, dentro de ellas, las originadas en la existencia simultánea de regulaciones que se contraponen de una misma relación, lo que da lugar a los conflictos de normas, que la técnica jurídica conoce de antiguo y se ha esforzado por resolver. No obstante la dificultad que en ciertos casos pueden envolver, de mayor importancia se presentan revestidas las que provienen de la coexistencia de conceptualizaciones incompatibles de una misma realidad, porque entonces las propias nociones que de ésta suministra el ordenamiento se destruyen la una a la otra; pero, examinando el problema a fondo, se impone la evidencia de que una sola realidad no puede trasparecer en concepciones varias y se descubre que con frecuencia no se trata sino de una deficiencia terminológica, en que se está denominando con los mismos términos entidades o situaciones distintas. Tales contradicciones son, pues, fruto de una poco lúcida técnica legislativa, que no discierne con nitidez las instituciones que crea o las circunstancias a que se refiere, y, en sí, más aparentes que efectivas. Por ende, se superan yendo bajo enunciados que coinciden a significados que difieren, y no suscitan a la Dogmática un verdadero obstáculo para reducir a conceptos y reconstruir en un sistema científico el ordenamiento jurídico, habiendo sólo, ante ellas, de advertir, al estudioso y al práctico, del equívoco que la expresión o las formulaciones normativas ocultan, para ponerlas en guardia y evitar que tomen por idéntico lo que es diverso.
Las que entrañan auténtica gravedad son sólo las axiológicas, como que hacen a la esencia valorativa del Derecho. A menudo, consagrada en el ordenamiento una jerarquía de valores, se la infringe al regular una institución, resultando ésta más estimada que el valor al que responde, y sancionando, en consecuencia, los atentados contra tal valor concretado en dicha institución particular con mayor severidad que las restantes lesiones que en general se le infieren. No pocas veces, y, sobre todo, en los delitos pluriofensivos, al configurar un tipo agravado por la concurrencia de determinados elementos, se le señala una penalidad desproporcionadamente más alta que la que con un criterio razonable podría esperarse de la combinación de los bienes jurídicos afectados en la infracción; o bien se castiga con mayor rigor un delito en cuyo injusto entran menos bienes jurídicos que otros u otros en que se ofenden más, o se condena con intensidad incongruente hipótesis de disvalor semejante.Y no faltan ocasiones en las cuales, por un afán de drasticidad, se abren los supuestos en términos que en la práctica los hacen inaplicables o se expresan las sanciones hasta formas o grados que no admiten comparación dentro del ordenamiento.
Aunque, naturalmente, ningún ordenamiento es perfecto y en cualquiera cabe descubrir estos desequilibrios, o alguno de ellos, donde suelen observarse es en los cuerpos legales de cierta envergadura, como los códigos, cuando han sido modificados en partes limitadas, con la finalidad de mejorarlos y sin tener en cuenta las consecuencias que tales alteraciones producen en su contextura y economía general; y también suelen darse cuando se legisla por el impulso de estímulos emocionales o bajo el impacto de ocurrencias súbitas, imprevistas y violentas: En el primer caso, no es en principio imposible, pero resulta de hecho poco probable, que quien, dominado por el ánimo de perfeccionar el tratamiento de ciertas materias en un amplio cuerpo legal, se entrega a la tarea de renovarlo en un sector determinado, se haga cargo de la armonía de aquél en su conjunto y de las disonancias que pueden producir en la proporción de sus valoraciones internas las reformas que introduce, si no retoca en congruencia con ellas otros extremos. Su mismo propósito, parcial y delimitado, conspira contra una visión de conjunto y redunda en perjuicio de la coherencia y unidad intrínseca del ordenamiento. En lo segundo, la propia naturaleza, emotiva y no racional, del impulso por el cual y de las circunstancias en las que se opera, estorban de antemano una obra reposada y conveniente con el resto del ordenamiento y arrastran a una regulación parcializada y tan despreocupada como desconectada del todo. Y en ambos puede asegurarse la ruptura del equilibrio valorativo del ordenamiento jurídico.
Ahora bien, si la Dogmática, mediante una labor más o menos ardua, puede esforzarse con éxito por hallar la solución de las contrariedades lógicas, que no pasan de la formulación y relaciones externas de las normas jurídicas, no puede pretender otro tanto respecto a las axiológicas, enraizadas como están en el contenido constitutivo del Derecho. En aquéllos, se trata de ir de los enunciados en que están significadas a las estructuras formales en que están concretadas las prescripciones de conducta, y bien se pueden cohonestar enunciados y estructuras, y las estructuras entre ellas mismas, sin tocar su contenido, sino respetándolo e incluso realzándolo; pero en las contraposiciones axiológicas, por referirse a los valores que informan y los fines que orientan dichas prescripciones, y por la naturaleza teórica, no creadora, de la función dogmática, resulta imposible resolver sus conflictos internos ni aun mediar entre ellos. Como ciencia que es, o sea, un complejo suficiente de conocimientos metódicamente alcanzados y sistemáticamente dispuestos sobre un ordenamiento determinado, o, a lo menos, sobre una rama cumplidamente diferenciada de él, la Dogmática no puede aspirar a obtener tales conocimientos y, sobre todo, organizarlos en una unidad que los abarque y sea cabal, más que sobre la base de que las realidades acerca de las cuales esos conocimientos versan sean efectivamente conformes y no se excluyan entre sí. Por consiguiente, en presencia de una contradicción valorativa y comprobada su existencia, la Ciencia del Derecho ha de limitarse a denunciarla, sin intentar ninguna elaboración de los datos o materiales contradictorios. Y se comprenderá que en la medida en que las limitaciones de este género aumenten, se multipliquen o proliferen, la Dogmática ha de ver su ámbito de estudio reducido, minimizado y hasta anulado.
Mas los inconvenientes no se mantienen en el plano teórico, sino que trascienden al mundo de la práctica y la aplicación del Derecho, ya que, si, según el certero pensamiento de Gimbernat, la Dogmática hace posible una aplicación segura y calculable del Derecho penal y lo substrae de la irracionalidad, la arbitrariedad y la improvisación y, según las felices expresiones de Zaffaroni, que concuerdan con aquel pensamiento, la Ciencia jurídica busca determinar el alcance de lo prohibido y desvalorado en forma lógica (no contradictoria), brindando al juez un sistema de proposiciones que, aplicado por éste, hace previsible sus resoluciones y, por consiguiente, reduce el margen de arbitrariedad, proporcionando seguridad jurídica, y siendo correcto en este sentido afirmar que tiene por objeto proyectar jurisprudencia, puede imaginarse sin esfuerzo los desconcertantes efectos de su ausencia.
Y todavía hay más: por la necesaria practicidad del Derecho y su cotidiana aplicación en la vida social, los desequilibrios valorativos son percibidos por la comunidad y contribuyen a debilitar en su seno la confianza y adhesión a él; y esto, prescindiendo aquí del no infrecuente fenómeno, de que ya se ha hecho mención, del desfasamiento en que acaso se encuentren las valoraciones vigentes en el ordenamiento jurídico con las valoraciones preponderantes en la colectividad donde rige.
Por otra parte, es útil recordar ahora la función sintetizadora de la razón, que tiende a ordenar coherente y unitariamente sus contenidos, cualesquiera que éstos sean. De ahí, que, por más que en la creación del derecho prepondere en definitiva lo voluntario, en la medida en que la voluntad vaya iluminada por la razón e intervenga, por tanto, ésta en la constitución del ordenamiento, es dable asegurar de él que estará libre de opugnaciones íntimas que lo maculen y dificulten o impidan su realización. Por el contrario, subyugado por el peso del voluntarismo, ve acrecentarse las oposiciones; y, cuando aquél es desbordante y llega al extremo, es decir, cuando domina un voluntarismo sin tasa ni medida, puede augurarse la desaparición de toda coherencia. Ahora bien, un voluntarismo desenfrenado no es otra cosa que arbitrariedad, y el reinado de la arbitrariedad es a la vez el reinado de la contradicción, pero, por lo mismo, el fin o la negación del Derecho y de la Ciencia del Derecho. Es imposible cualquier construcción no contradictoria de la arbitrariedad, ha escrito sabiamente Zaffaroni; y también que toda tendencia a la consagración de lo arbitrario tiende a rechazar la Dogmática penal, a efectuar construcciones confusas o a disimular sus resultados (límites) con nebulosidades encubiertas de caparazón dogmática.
Un voluntarismo absoluto en el Derecho, que, como tal, acaso sólo idealmente sea concebible y pueda existir, desvincula cada decisión de las otras y equivale a un decisionismo puro, por lo que el contenido de cada acto de voluntad, o, expresado de manera más adecuada, antojo o capricho, no tiene por qué guardar relación alguna con el de los demás ni admite ser considerado con los restantes en un conjunto. Cualquier coincidencia, continuidad o consistencia es mero golpe de azar, que no responde a ninguna convicción ni obedece a ningún plan. Y tan es así, que, cuando quien detenta el poder y prescribe las conductas es en verdad y por completo legibus solutus, desaparecen conjuntamente el Derecho y la Ciencia jurídica; y, sin caer en estas exageraciones, es lo cierto, y puede comprobarse a cada paso, que bajo los regímenes de poder despótico las contradicciones aumentan y abundan y en la misma proporción disminuyen la certeza y la seguridad. El déspota, sea individuo, grupo o masa, decide y manda en cada instante, sin necesidad de ninguna congruencia, a tenor de su talante o de su interés, lo que no permite a los particulares previsión ni tranquilidad.
La certeza y la seguridad jurídicas solamente son posibles y pensables a partir de la relativa fijeza del Derecho. Pero, nacido en y hecho para la vida humana de relación, lleva éste en sí, y le caracterizan, los mismos componentes existenciales del hombre: el afán de perduración y la precisión de cambio. Si procurar seguridad a los individuos es título de su grandeza, adecuarse incesantemente a las transformaciones sociales es imposición de su servidumbre; y no es sino en esta tensión dialéctica donde adquiere sentido y es. El Derecho—dijo en 1922 Roscoe Pound— debe tener estabilidad y, sin embargo, no debe permanecer inalterable. Sólo su estabilidad excluye el capricho individual, pero sólo su mutación satisface las sucesivas exigencias valorativas de la comunidad. Pues bien, la capacidad de traspasar las apariencias o accidentes y llegar al fondo intemporal de las cosas constituye una cualidad propia de la razón, en cuya virtud sus creaciones pretenden validez universal y propenden a una persistencia indefinida, sin desconocer por ello la necesidad de cambio que pueda convenir a algunos entes ni dejar de disponer los modos de colmarla y llevar a cabo las mudanzas. Concordantemente, en el Derecho, aquella fuente que ha ido ganando en importancia con la racionalización de la vida jurídica y cuyo predominio excluyente es influencia e impronta del pensamiento racionalista, no sólo en tal vida, sino también en la doctrina jurídica, o sea, la ley, empieza por denotar en la etimología de su denominación, en el origen de la palabra ley, según una tesis ya no reciente, pero sí moderna y que parece la más autorizada sobre el particular, la idea de establecer, de fijar con cierta permanencia; y es en sí la forma más reflexiva y consciente de producir normas de carácter general. En pleno imperio del racionalismo y como su repercusión más notable en lo jurídico, brota y se expande la iniciativa de plasmar en una ley única, ordenada, exenta tanto de repeticiones cuanto de contradicciones, sencilla para su conocimiento y fácil en su aplicación, toda la regulación de las respectivas ramas del Derecho, esto es, el pensamiento de la codificación; y, ciñéndonos a lo penal, ésta surge y se extiende y desarrolla con el objeto de garantizar la certidumbre, la seguridad y la libertad. Y, en fin, sólo a raíz y como consecuencia de la codificación puede con propiedad hablarse de Ciencia del Derecho. No es mucho, pues, que, de nuevo, en sapientes palabras de Zaffaroni, la Dogmática persiga solamente hacer segura para el individuo la aplicación del Derecho en un Estado de Derecho.
En cambio, es de la esencia de la voluntad haber de optar en coyunturas singulares; y, cuando el voluntarismo cobra vuelo y a sus embates el racionalismo decae, otros valores substituyen o rebajan en su significación eminente dentro del Derecho a la seguridad, con sus nociones afines de certeza y libertad; aquélla, como presupuesto, y ésta, su consecuencia. Hacía mucho tiempo que había enseñado Stammler que el Derecho es la ordenación permanente de la vida social, que como tal Derecho debe mantenerse inconmovible y no disponer una regulación nueva para cada caso, a merced de las veleidades del que ocupa el poder, como una serie de órdenes conminadas al azar y tan pronto dictadas como revocadas, sin asiento sólido alguno. Pero después la permanencia, lejos de combinarse con el cambio en los términos de flexibilidad que sin mengua recomendaba Pound, ha cedido a la inconstancia y se ha entregado al vértigo; y con frecuencia las consabidas tres palabras del legislador, imbuidas de una idea repentina, un prurito no meditado o una preferencia ocasional, no sólo han convertido en papeles inútiles bibliotecas enteras, por repetir la frase de Von Kirchmann, sino, lo que es incomparablemente más pernicioso, han desdicho y contradicho, al socaire de las circunstancias o al hilo de las conveniencias, en numerosos países, sin una concepción reposada y unitaria, alterando la armonía de los ordenamientos existentes. Más allá del margen de imperfecciones inevitables en cada uno de éstos, han llovido en muchos otras que son engendro del arbitrio y la improvisación, y en algunos constituyen plagas. Por el indicado carácter fluyente del Derecho, la Dogmática sabe bien de lo perecedero de sus construcciones, pero, cuando la velocidad de aquél se precipita, se tornan éstas efímeras, pueden llegar a ser póstumas o nonatas y quizás no haya espacio para concebirlas, y, en todo caso, mal puede proporcionar seguridad quien no la tiene. Aunque, bien mirado, cuando el exaltar la irracionalidad se hace signo de los tiempos, implícitamente se está declarando sin objeto ni sentido la seguridad, el derecho, la Ciencia jurídica, y tal vez también, con ello de manera más radical, lo humano del hombre.
Las acometidas y la gravitación del voluntarismo resultan, así fatales en todos los aspectos para la estabilidad de los ordenamientos y su concordancia interna, así como, en consecuencia, para la existencia y eficacia de la Ciencia del Derecho, requiriéndose por la inversa, una vuelta a los esclarecedores y reposados procedes del racionalismo para rescatar la imprescindible unidad de aquéllos y su relativa fijeza y que pueda la Dogmática reconstruirlos íntegramente en luminosos sistemas científicos.

II
Luego de la exposición que precede, por momentos escueta y en otros acaso demasiado abstracta, será oportuno considerar algunos ejemplos que la ilustren y, en cierto modo, la completan. Con este ánimo, vamos a examinar las reformas introducidas al Código penal de Chile, país donde llevamos enseñando más de doce años, en menos de un decenio, durante tres períodos políticos distintos y a la vez bien definidos, en los cuales han ido acentuándose los inconvenientes que se acaban de señalar. Sin embargo, advirtamos antes que, muy lejos de ser tales inconvenientes privativos de estas reformas contemporáneas, existe en Chile una deplorable tradición, que con insistencia hemos denunciado, de alterar el texto y la armonía de su Código penal con injertos que, si, por suerte no han afectado a sus paredes maestras ni las han socavado, ni tampoco han tocado su inspiración, lo han modificado en numerosos puntos, unas veces con escasa fortuna y, otras, con craso desacierto.

1. Apenas iniciado el año 1970, se publicó en el Diario oficial del 6 de enero la Ley número 17.266, a cuya loable finalidad de restringir el campo de aplicación de la pena de muerte, disminuyendo los delitos sancionados con ella, privándole el carácter de pena única en los que lo tenía y eliminando el sistema de reglas que podían hacer obligatorias para los tribunales su imposición, no cabe reprochar sino su falta de decisión para suprimir de una vez por todas dicho suplicio en el Derecho chileno, y en cuya preparación es ostensible la justa satisfacción con que manifiesta haber asesorado el distinguido profesor Alfredo Etcheberry Orthusteguy. Pues bien, tal Ley tuvo que modificar no escasos artículos del Código punitivo, pero, sin duda, porque en el 474 la pena capital no era única, y acaso también por su localización un tanto excéntrica y alejada dentro del mencionado cuerpo legal, lo dejó intacto, y, con la rebaja de penalidades que se practicó a otros que la tenían superior, pasó a contener, en su párrafo o inciso primero, uno de los cuatro delitos en verdad más graves de aquél. En efecto, se refiere al incendio doloso de edificio, tren de ferrocarril, buque u otro lugar cualquiera, causando culposamente la muerte de una o más personas, y está castigado con la pena de presidio mayor en su grado máximo a muerte, la más alta, salvada las teratológicas excepciones que en seguida van a señalarse, que quedó en el Código y que corresponde también a los delitos de traición seguida de hostilidades bélicas, auxilio y cooperación con el enemigo, perpetrado por funcionario público o por agente o comisionado del Gobierno de la República, que hubiera abusado de la autoridad o las informaciones que tuviese por razón de su cargo, y parricidio, de los artículos, respectivamente, 106, 109, inciso final, y 390.
Las excepciones, de penalidad aún más severa, son el delito del artículo 331, última hipótesis, y una extraña combinación de agravaciones en el 142, número 2º; ambas, verdaderamente, de factura bien complicada en el texto legal. En cuanto a la primera, se trata del delito de abandono doloso de su puesto por parte del maquinista, conductor o guardafrenos de ferrocarril con el propósito y el resultado de accidente y muerte de alguna persona, y acerca de su punición se debe hacer ciertas precisiones y dar ciertas explicaciones, pues está establecido de manera enrevesada y obscura, remitiéndose, con el aumento de grado, a la del artículo 326, el cual, a su vez, se remite al grado máximo de la del artículo 391, número 1º, circunstancia primera, y facultando, además, el mismo artículo 331, reformado en este punto por la citada Ley 17.266, para elevar la pena hasta la de muerte. En una primera consideración del problema, ateniéndose al tenor literal de los preceptos y habida cuenta de que la pena del artículo 391, número 1º, circunstancia primera, es presidio mayor en su grado medio a presidio perpetuo, acaso cupiera pensar que lo correcto sea tomar su grado máximo, presidio perpetuo, y agregarle la que le sucede en grado de gravedad, la de muerte, que sería la que, en definitiva, le corresponde. Pero con tal criterio, primero, se contradiría la finalidad de la propia Ley 17.266, de privar del carácter de pena única a la de muerte, y, además, se dejaría sin sentido la elevación facultativa que consigna dicho artículo 331 y que consiste precisamente en la muerte. Por ello, en un último análisis, y si tales disposiciones han de ser compatibles y poseer algún sentido en su conjunto, no resta otra solución sino la de entender que el aumento de un grado a que se refiere el artículo 331 es para sus restantes hipótesis, donde no entra en colisión con ningún otro precepto, y no para la última, pues llevaría a la pena capital como pena única y convertiría en inaplicable la elevación facultativa que establece para este supuesto, obteniéndose así, que la pena imponible es en realidad la del presidio perpetuo a muerte.
Y, por lo que hace a la otra excepción, procede puntualizar que examinando el Código chileno, se encuentra otro caso muy singular, en que la pena es superior a la de presidio mayor en su grado máximo a muerte; el del número 2º del artículo 142, conminado con presidio perpetuo o muerte; pero no se trata de un delito particularizado ni siquiera de un tipo agravado semejante a otros, sino de una recargada textura de agravaciones. Si bien más adelante hemos de ocuparnos de ambas a un respecto muy diverso, al presente basta con señalar su existencia.
Hechas todas estas aclaraciones, la cuestión que se nos planteaba es que, al reducir la penalidad de otras infracciones criminales que la tenían mayor que la del inciso primero del artículo 474 y no tocarse ésta, vinieron a igualarse todas, quebrando de manera evidente con ello el equilibrio valorativo del Código, pues un incendio que, en cuanto tal incendio, no precisa ser muy grave, y en el que se causa no más que con culpa la muerte de un hombre, se castiga idénticamente a la muerte de un padre o hijo legítimo o ilegítimo, la de otro ascendiente o descendiente legítimo o la del cónyuge, cometidas con dolo directo, ya que aparte de las discusiones que sobre el particular quepan en otras legislaciones, la chilena no da lugar en el parricidio al dolo eventual. La muerte de uno de estos parientes ejecutada con voluntad determinada de matar y mediante incendio, sin añadir que pueden ocurrir también otras agravantes, no origina responsabilidad más alta que el incendio del que se siga culposamente la muerte de un ser humano, o de varios, ni aunque aquél sea o entre éstos figure persona comprendida en dicho círculo de parentesco. De esto, y teniendo presente que en Chile el incendio, por su colocación en el Código y, sobre todo, por la forma de estar concebido y estructurado, es un delito contra la propiedad, hay que inferir que, con independencia de lo que se propusieran el legislador de 1970 o sus asesores, y a pesar de que la estimación y protección dispensadas en general a la vida son superiores a las prestadas a los derechos patrimoniales, en la mentada disposición del artículo 474 se equipara a la propiedad, puesto que sólo de modo muy secundario se contempla en ella el ataque a la vida, con esta misma, incluso atentando al propio tiempo contra lazos de parentesco más estrechos.

2. Lo anterior constituye indudablemente un desliz lamentable, pero en la Ley número 17.727, publicada el 27 de septiembre de 1972, y debida a un gobierno y aparecida en una situación política muy diferentes, hay, entre otros errores, un despropósito notable. Se trata del inciso segundo agregado al artículo 365 del Código punitivo.
En expresión muy elíptica se refería este artículo al delito de sodomía, y a continuación le señalaba la pena de presidio menor en su grado medio, o sea, de quinientos cuarenta y un días a tres años. Se comprenderá que en estas páginas no vayamos a abundar en las razones que aconsejan la supresión de tal delito y que han llevado a su derogación en otros países. Para lo que nos proponemos, basta con señalar que, apoyándose en una interpretación histórica, esto es, en lo que al respecto dejaron estampado los redactores del Código en el acta de su sesión 71ª, y en otra jurisprudencial, es decir, en el criterio uniforme e invariable con que han entendido y aplicado el precepto los jueces, era pacífico el concepto de sodomía como concúbito libremente consentido entre varones adultos, o sea, la homosexualidad masculina. Y es claro que un delito de esta índole ha de ser plurisubjetivo y de acción bilateral, o, expresado con menos concisión, que requiere dos sujetos que realizan actividades distintas, pero complementarias.
Así las cosas, la Ley citada le añadió un inciso sencillamente increíble: Se impondrá la pena de presidio menor en su grado máximo a presidio mayor en su grado medio al que cometiere el delito concurriendo alguna de las siguientes circunstancias: 1º Cuando se usa la fuerza o intimidación sobre la víctima; 2º Cuando se halle la víctima privada de razón o de sentido por cualquier causa, y 3º Ser ofendido menor de catorce años cumplidos, aun cuando no concurra ninguna de las circunstancias expresadas en los dos números anteriores.
Únicamente en la mentalidad del legislador que modificó el Código, o en la de quienes le asesoraron, y en la letra y la configuración de éste, una vez reformado por ellos, puede aparecer este desventurado inciso como un tipo calificado de sodomía, pues su acción es por completo diversa y la conformación del delito también difiere. En términos técnicos, diríamos que responden a imágenes rectoras distintas. A las claras se advierte cuando con reiteración habla la ley, en el nuevo inciso, de la víctima, siendo así que en los delitos plurisubjetivos de acción bilateral no la hay, ya que en este aspecto no consisten sino en situaciones de participación necesaria en que a la producción del delito han de concurrir dos personas que, cumpliendo actividades contrapuestas que recaen la del uno en el otro, se constituyen a la vez en sujetos activos. En efecto, en la sodomía propiamente dicha no hay víctima, como tampoco en el duelo ni en el incesto o el adulterio, a menos que se considere tal, en este último, al cónyuge confiado, comprensivo o complaciente.
Pero, yendo al fondo, se ve que la nueva figura no es por sí en Chile más que una forma de perpetración de las innumerables que admiten los abusos deshonestos, y como tal podía perseguirse y sancionarse, mereciendo, a lo sumo, haber sido objeto de una agravación especial. Lejos de ello, en la reforma que comentamos se la hace un tipo calificado de sodomía, calcándolo fielmente, para colmo, tanto en su punición como en la descripción, de la violación. Bien examinado, no consiste en otra cosa sino en lo que, con tosco pintoresquismo no carente de base real, cabría llamar violación masculina o violación de varones.
Hasta tal punto se ha hecho coincidir formalmente con la violación, que la única diferencia que existe entre ambas es el límite de edad de la víctima: doce años en la auténtica violación y catorce en este híbrido de violación y sodomía (o, acaso mejor, de violación, sodomía y abusos deshonestos, porque, perteneciendo a estos últimos, se le asemeja a la primera y se le incluye en la segunda); pero la diferencia no redunda menos en su asimilación, desde que se repara en que los doce años a partir de la cual se permite el matrimonio de la mujer y los catorce la misma para contraerlo el varón, aunque aquí se pone de relieve otra inadvertencia del legislador en dicha asimilación, que no se ha percatado de que el límite de doce años tiene sentido en la violación por considerarse en lo sucesivo capaz a la mujer para asentir al matrimonio, esto es, al acceso carnal heterosexual, que es en lo que materialmente consiste aquélla, mientras que, subsistiendo el delito de sodomía, el consentimiento del varón de cualquier edad para el acceso carnal homosexual, que es el contenido de ésta, resulta siempre jurídicamente inválido y nunca puede legitimar esa relación.
En resumen, perdiendo de vista la desconexión o ajenidad total de violación y sodomía, con sólo trasponer mecánicamente los requisitos y la penalidad de aquélla al artículo de ésta y sin cambiar más que el límite de la edad en la víctima, pero aplicando dichos requisitos y penalidad a una relación muy diversa por el sexo de los sujetos activo y pasivo, se ha configurado y se designa como sodomía un supuesto inconciliable con ella, para lo cual se ha desconocido la diferencia y aun oposición existente ya en la realidad natural entre la auténtica sodomía, y lo que aparece como una nueva especie de la misma, más grave, y se ha olvidado que ésta última pertenece en puridad a otro delito, el de abusos deshonestos, y debía perseguirse por él.
Si se deseaba elevar la punición en los accesos violentos sobre varones, y en los que, aunque no sean violentos, recaen sobre varones menores, dos caminos se ofrecían en buena lógica: ampliar el tipo de violación, como existe en muchos ordenamientos, a fin de que comprendiera la relación carnal violenta o sobre menores, sin distinción de sexos en el sujeto pasivo, o bien destacar y agravar la hipótesis dentro de los abusos deshonestos. Esta solución parece la más acorde con el espíritu y las figuras del ordenamiento chileno; la primera, más próxima a la idea que debió animar a los reformadores. Lo único que no puede hacerse es declarar igualmente sodomía dos actividades que difieren y se contraponen, o sea, incurrir en contradicción.
Así, es hoy imposible definir la sodomía en el Código chileno; al dogmático no queda en este punto otro quehacer sino señalar que con tal nombre existen dos delitos diferentes.
Con todo, el dislate, que es sumamente grande, no resulta excesivamente grave, por ser de orden lógico y reducirse a configurar bajo una misma denominación dos entidades normativas distintas. La oposición reside en la enunciación verbal, no en las realidades enunciadas. Por debajo de aquélla, puede elaborarse los correspondientes conceptos de éstas. A pesar de las dificultades que sin duda levanta, no impide la construcción científica.

3. Peores son las contradicciones en que por esta senda cae en su obra legiferante el gobierno surgido del pronunciamiento militar de 1973, ya que, por una parte, se han vuelto frecuentes, y, de otra, suelen ser de orden valorativo. Igual que en los apartados que anteceden, referentes a períodos también anteriores, mantendremos el análisis, por razones de brevedad y sencillez, dentro de las variaciones introducidas en el Derecho codificado, aunque conveniente y aleccionador fuera ocuparnos asimismo de las antinomias producidas en el ordenamiento por leyes especiales. Obra, además, en cierto descargo de esta limitación el habernos referido con prontitud en otra ocasión a alguna de éstas y haber intentado columbrar a su través la tónica general de ellas.
Digamos, pues, ahora, que en el lapso que corre de 1973 a estos momentos, tres veces se ha modificado el Código penal chileno, por la vía de decretos-leyes en sentido impropio. Estimando ocioso reiterar nuestra disconformidad con este procedimiento de crear Derecho penal, aunque en Chile la jurisprudencia y la doctrina están de antiguo contestes en reconocerle plena fuerza legal, precisemos que tales modificaciones han ocurrido en virtud de sendos decretos-leyes números 400, 2.621 y 2.967, publicados los días 8 de abril de 1974 y 28 de abril y 11 de diciembre de 1979. Aquél se circunscribió a variar levísimamente en su artículo 1º el número 3º del artículo 476, intercalando, en la tipificación del incendio de plantaciones y otros objetos de análoga significación agrícola o rural, la palabra bosques; por lo cual, no hay razón para dedicarle aquí más atención y espacio, y podemos pasar a considerar por separado los dos siguientes.

a) El decreto-ley número 2.621, al que en su oportunidad hemos dedicado un artículo que nos releva de mayores desarrollos en este lugar, se proponía explícitamente prevenir con eficacia y castigar con severidad los actos de terrorismo, y lo que más se destaca en él son ciertas presunciones que constituyen magníficos ejemplos de disvaloraciones tan ilimitadas e inconcretas, con la consiguiente extensión desmesurada de las situaciones punibles, que de hecho las conviertan en inaplicables.
b) El decreto-ley número 2.967 se propone, según el brevísimo preámbulo, o, en su lenguaje, los considerandos que le encabezan, reprimir y sancionar con la mayor rigurosidad los atentados sexuales contra menores de edad, por las alteraciones y traumas de orden psíquico que ellos provocan en la personalidad de la víctima, y, en especial, aquellos de que resulta la muerte de ésta, cualquiera fuere su edad.

Para lograr tales miras, sus innovaciones esenciales son: aumentar la pena de presidio menor en su grado máximo a presidio mayor en su grado medio a máximo para la violación de menores de doce años, en el artículo 361; elevar idénticamente la pena en la llamada, siguiendo la terminología de la ley, sodomía de menores de catorce años, del 365, y agregar, como artículo 372 bis, el siguiente: El que con motivo u ocasión de violación o sodomía, causare, además, la muerte del ofendido, será castigado con la pena de presidio perpetuo a muerte.

a’) Lo primero, y menos grave, que se advierte en la modificación del artículo 361, que figura en un párrafo o inciso nuevo al final de aquél, es su desacertada ubicación y el problema de incongruencia que crea con el inciso primero y que puede provocar más de alguna duda o confusión. En efecto, en el inciso primero se señalaba, y sigue señalándose, la penalidad de la violación, sin distinguir entre las tres modalidades o supuestos de ella que se enuncia en el segundo, ni necesitarse ninguna distinción al respecto, porque era igual para todos. Pero, al no haberse rectificado dicho inciso, de alcance general, y establecerse ahora en el último una pena diferente para uno de tales supuestos en particular, se produce una discordancia, de carácter lógico, que, no por relativamente sencilla de resolver, deja de existir.
Avanzando en su consideración, en seguida se observa la gran contradicción axiológica que lleva también consigo. Efectivamente, conformándose a una tradición muy arraigada, racional y extendida, en el artículo 361 se disvaloraba y punía por igual el acceso carnal obtenido contra o sin la voluntad de la mujer, fuera por emplearse fuerza o intimidación o porque se encontrara privada de razón o de sentido, y el realizado con menor de doce años, por entenderse que en este caso la víctima, aunque acceda, carece de capacidad para comprender la naturaleza y trascendencia del acto. Pero al presente el disvalor de la última hipótesis es mucho mayor. Y, sin embargo, parece, y es, muchísimo más grave una violación propia, mediando fuerza, y quizá cometida entre varios sujetos y produciendo ciertos daños corporales que queden embebidos en la figura, pues en ella se están lesionando a la vez varios bienes jurídicos, que una simple cópula con menor muy cercana a los doce años, que acaso esté prostituida y haya provocado el delito, sin que pueda éste acarrearle ningún problema físico ni mental. La penalidad antes fijada en abstracto para todos los supuestos, tenía una elasticidad que permitiría estimar tales circunstancias u otras distintas y aun opuestas, y que influyeran en la graduación e imposición de la pena concreta; mas hoy, de partida, esto es imposible y la violación de un menor es en todo caso, para la ley, más reprobable y ha de ser sancionado con rigor acentuado. El desequilibrio interno del articulo 361 es, así, evidente e insalvable.

b’) La contradicción lógica puesta en él al descubierto no se reproduce, ciertamente, en la modificación del 365, pero sí la axiológica entre el acceso con varón de menos de catorce años y con varón de edad superior, logrado con fuerza o intimidación o hallándose éste sin razón o sentido. En consecuencia, puede aplicarse lo que se acaba de razonar.
Aunque tal vez un poco al margen del tema que nos ocupa, un par de observaciones cabe todavía formular. Una, común a los cambios efectuados en ambos artículos, es que el incremento en la valoración negativa de la relación carnal con menores, sea violación o la pretendida sodomía, con la consiguiente elevación que ciertas personas suelen reclamar del límite en las edades de las víctimas de estos delitos, se justifica tanto menos, cuanto antes se llega en la actualidad a la madurez fisiológica y, sobre todo, a la cultural y se tiene conciencia, por ende, del carácter y las consecuencias de estos actos. Y la otra, que, en lugar de haberse remediado la desdichada asimilación entre la violación y esta falsa especie de sodomía, iniciada en anterior reforma del Código, se la ha subrayado.

c’) Sólo de pasada apuntaremos que la colocación del nuevo artículo 372 bis en un parágrafo relativo a las disposiciones comunes a los tres párrafos anteriores, estando situados los delitos a que aquél se refiere, violación y sodomía, sólo en los dos párrafos anteriores, no es muy adecuada.
Más de fondo es la critica que merece por haberse servido de la fórmula con motivo u ocasión de…, tomada del robo con homicidio y verdadero logogrifo de la Parte especial, como a este respecto escribe Rodríguez Devesa en España, con palabras perfectamente aplicables en Chile.
La cuestión se agrava por decir a continuación causare, además, la muerte…, con expresión que es inevitable interpretar en el sentido de una calificación por el resultado, que caerá ineluctablemente sobre el agente sin exigencia de culpabilidad alguna, ni dolosa ni culposa, en cuanto a tal muerte. Y llegará a lo trágico en los casos de auténtica sodomía en que de una relación sexual consentida, y quizá buscada, por quien fallece, se siga su muerte, aunque sea por azar.
Conocido es que los delitos calificados por el resultado, así como permiten un juzgamiento fácil y expeditivo y son, en consecuencia, por demás atrayentes para juzgadores que se detengan en la letra de la ley y se satisfagan con su aplicación mecánica, constituyen un baldón ignominioso –dicho en célebre frase de Löffler –de nuestra época para las legislaciones que los conservan y aporía a veces irresoluble para los dogmáticos, empeñados por seguir las orientaciones culpabilistas de la hora y que no ahorramos ningún esfuerzo por eliminar o restringir el alcance de la responsabilidad objetiva. Sin embargo, hay ocasiones en que tales esfuerzos se estrellan sin remedio, no sólo contra el tenor externo, sino también contra la estructura íntima del precepto legal, y este artículo nuevo es una de ellas. El empleo del verbo causar, que no denota más que una relación física, y del substantivo muerte, que es un concepto descriptivo, y no homicidio, que es un término jurídico y, por tanto, cargado de significación valorativa, incluyendo en ella la noción de culpabilidad, impide una interpretación culpabilista en consonancia con las exigencias de lo que es la conciencia común en el Derecho penal actual e impone la interpretación objetivista que terminamos de señalar. Y, en fin, si es explicable la supervivencia de delitos calificados por el resultado en disposiciones de data remota, son deplorables en las que se dan en nuestros días.
Arribando ya en esta cuestión al tema que propiamente estamos estudiando, tampoco en tal sentido puede considerarse afortunado el artículo incorporado al Código punitivo chileno con el número 372 bis. Empecemos por indicar, en este punto, que su punición, de presidio perpetuo a muerte, es la más dura de todo aquél, y equiparable sólo a la del extraño delito del artículo 331 en su última hipótesis, que páginas atrás se ha considerado, con la no desdeñable diferencia de que, mientras éste es poco menos que imposible de producirse en los hechos, el primero no será de aplicación demasiado infrecuente. Además, se vuelve con él al sistema de penas indivisibles, que no sería exacto decir que hubiera desaparecido del Código, puesto que perduraba en el artículo142, número 2º, y en la recordada hipótesis del 331, y permanecían las reglas del 66 para su imposición, pero sí que había dejado de ser algo natural, pues ya se ha visto el complicado y retorcido razonamiento por el que se llega a determinar la pena del artículo 331 en su supuesto final y que el número 2º del 142 no describe y pena ningún delito en particular, sino que se refiere a una combinación nada sencilla ni usual de agravaciones y también muy complicada. Y, por lo demás, las penas indivisibles están repudiadas en la doctrina y abandonadas en las legislaciones de nuestro tiempo.
El caso es que tal penalidad, con la suprema desvalorización que implica, rompe y desequilibra en varios sentidos y con gran intensidad el sistema axiológico del Código. Una violación, que, aunque no sea un delito de poca importancia, tampoco la tiene suma, o una sodomía, que es delito decididamente leve, seguidas de una muerte inculpable, están mucho más desvaloradas y castigadas que la destrucción de los bienes jurídicos más apreciados en el ordenamiento e incluso que las infracciones criminales que atentan a la vez contra varios de estos bienes, cometidas con la más intensa culpabilidad. Y tanto es así, que, sin alargarnos en ejemplificaciones, se incurre en el absurdo de que atentar contra la libertad ambulatoria de un menor de diez años, sustrayéndole, contra su honestidad, sometiéndole a cualquier vejación sexual, que puede ser una violación o una sodomía (utilizando aquí por comodidad esta palabra en la acepción que le da la ley reformada y que hemos criticado), y contra su vida, matándole, se disvalora y se pune menos que atacar su honestidad por medio de violación o sodomía, y su vida, privándole, con tal motivo u ocasión, de ella.
Esto se desprende, sin lugar a dudas, de comparar las puniciones del artículo 372 bis, sobre el que estamos versando, y del número 2º del 142, a que repetidamente hemos hecho referencia, porque, en efecto, ésta es presidio perpetuo o muerte, y aquélla, presidio perpetuo a muerte, y, en tanto que en la primera siempre es facultativo para el juez imponer la pena capital y puede aplicar la de presidio perpetuo por muchas circunstancias agravantes que concurran, en la última basta con que haya dos agravantes sin ninguna atenuante para que sea preceptiva la pena fatal. Digamos que, ante esta desproporción, resulta más económico para el criminal llevar a cabo la previsión del artículo 142, número 2º, que la del 372 bis. Y de tal suerte es imposible entender como algo unitario y coherente las valoraciones que inspiran al Código e insertas en él.
La génesis del mismo artículo 372 bis, originado en la conmoción que levantó en Chile el doloroso caso del niño Rodrigo Anfruns, sucedido en el mes de junio de 1979, o las manipulaciones a que se le sometió por parte de diversos sectores, es también buen ejemplo y comprobación de las poco brillantes consecuencias a que fuerza legislar bajo la presión de impactos emocionales. Y por doquier se confirma la función ordenadora que cumple la razón en el Derecho y sin la cual es imposible la Ciencia jurídica y se convierte en un caos la jurisprudencia.

---------------
[1] También incluida, entre otras fuentes, en Nueva crónica del crimen, Valparaíso, EDEVAL, 1980, págs. 187 y ss, y en Violencia y Justicia, Editorial de la Universidad de Valparaíso, 2002, págs. 229 y ss.