MANUEL DE RIVACOBA. CONFIGURACIÓN Y DESFIGURACIÓN DE LA PENA.

Configuración y desfiguración de la pena





Culpabilidad penal
Escuelas preventistas generales y especiales
Peligrosismo
Fines y medios
Dignidad humana


Discurso de Manuel de Rivacoba y Rivacoba, al ingresar, como miembro correspondiente, en la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, del Instituto de Chile, el 28 de mayo de 1980.

SEÑORES ACADÉMICOS:
El no ocupar, los académicos correspondientes, un sillón ilustre y estar, por tanto, exentos de cumplir el rito, que de consuno prescriben la tradición y los estatutos, de trazar la semblanza y hacer el elogio, al llegar a una corporación como ésta, de quien en él les precediera, favorece que en los primeros párrafos que pronuncia quien ante vosotros comparece, no con el cometido de llenar una vacante, sino llamado sólo por vuestra generosidad, desahogue los sentimientos que han de embargar a todo el que vive una ocasión altísima, -de esas que no pueden repetirse en la existencia de los hombres.
Entre tales sentimientos sea el primero en expresarse, porque surge incontenible en mi corazón y fluye directamente hacia vosotros, que me elegisteis, y hacia la docta Casa que me acoge, el de la gratitud, más honda cuanto el beneficio que se recibe es más alto, y ninguno puede haber más elevado y gratificarte, para el reflexivo y el estudioso, que ser incorporado al trato de los sabios.
Mas viciaría la pureza y el valor de este sentimiento sospechar siquiera que me hubierais convocado en reconocimiento de prendas que no poseo. Bien me doy cuenta de que el único título que puede justificar mi presencia entre vosotros es el de haber tenido grandes, eminentes maestros en las Ciencias morales y políticas, esforzarme por mantener vivas su figura y su doctrina más allá de la muerte y procurar permanecer leal a sus enseñanzas y a su ejemplo; y tal convicción es fuente, o raíz, de otro de los sentimientos que en este instante me dominan y reclaman voz con que verterse ante vosotros. Con más vigor que de ordinario, se me agolpa en el recuerdo —advierto su compañía casi tangible a mi alrededor y su presencia me agita las cuerdas más íntimas de la emoción— un grupo, nutrido, de grandes sabios —algunos, conocidos a través de sus libros, que había que leer a hurtadillas y eran, sin embargo, pan espiritual para una conciencia que se formaba en medio de un panorama desolado y obscuro, batido por todas las inclemencias de un poder omnímodo; otros, rostros familiares, queridos rostros familiares, con quienes tenemos compartidos afanes y jornadas inolvidables—; grandes sabios —digo— que, por serlo, hicieron de su personalidad toda y de su conducta hasta el final realización operante de sus ideas, y no encontraron, en una patria aherrojada o a lo largo de sus días errantes, una institución como ésta que con liberalidad les acogiera.
Para quien ha nacido y ha crecido en la Capital de las Españas, es inevitable que en ocasión como la presente se le venga a las mientes, allá, en pleno Madrid de los Austrias, de arquitectura herreriana —las trazas cuadradas y los techos de pizarra—, la Plaza de la Villa, escenario de innumerables acontecimientos cívicos, ora de fervor popular y de júbilo libertario, ora de luctuoso triunfo del fanatismo y la opresión, y que en ella se represente, frente a las Casas consistoriales y en medio la enhiesta figura en bronce de don Álvaro de Bazán, alma de Lepanto que faltó en la Invencible, la fábrica maciza, que no deja de ser esbelta, de la Torre de los Lujanes, hecha de piedra sin labrar y de rojos ladrillos, prisión que un día fue de la Majestad cristianísima y sede hoy de Academia homóloga de esta en que nos hallamos. Pues bien, venidos tiempos aciagos, no quiso ella honrarse honrándolos con el gesto y recompensa que, sin duda, más les hubiera satisfecho, o sea, trayéndolos a su seno, ni, a buen seguro, se sentará tampoco en aquellos sillones ninguno -de sus discípulos. Pero, por lo mismo, cuando vosotros llamáis al más modesto de éstos, que, sin embargo, tiene a orgullo continuar, que, no es repetir, su pensamiento y no desdecir de su trayectoria, y lo recibís en esta Casa, conmigo llega —tenedlo por cierto— algo más que sus sombras veneradas.
Ellos me impulsan y a la vez me orientan. No es mucho, pues, que, como siempre que dentro de mi parvedad ciñe mis sienes un laurel, me vengan ahora desde ese sagrado del alma que todos tenemos, y les repita con la sencillez de quien reconoce una deuda, las palabras que, al coronar su carrera universitaria, escribió Francesco Ganara, "iI sommo Maestro de Pisa", a Gaetano Pieri, su viejo maestro en el Liceo de Luca: ¡Lo debes a ellos! ... non mihi, sed vobis.
Mas, explayados ya los sentimientos, no sería bueno que traspasara el umbral de una morada de la ciencia sin declarar, siquiera sea con la concisión que el momento requiere, la actitud que guardo y la concepción que abrigo en el campo de aquella que me es propia.
Hace doce años escribí que al Derecho había llegado desde la Filosofía y que en el Derecho criminal penetré a través de lo que, más por el peso del uso que por lo exacto de la designación, suele llamarse las escuelas penales. Luego, tuve que adentrarme —es claro— en los entresijos de la Ciencia jurídicopenal, de lo que en el lenguaje jurídico se denomina la Dogmática penal. Pero, al cabo de una larga compenetración con cualquier ciencia, si quien la estudia no quiere decaer en mero técnico, ha de plantearse una serie de cuestiones —acerca del valor y el método de su propio conocimiento, la naturaleza y el carácter de la realidad conocida y sus relaciones con otras, -los fundamentos que la sustentan, y, sobre todo, en el plano de las disciplinas culturales, los valores que le dan sentido y los fines a que tiende— que rebasan con mucho las posibilidades de una ciencia y sitúan al investigador en las lindes que la separan y a la vez la comunican con la Filosofía.
He de confesar que, por circunstancias y ocurrencias personal-es que importan poco, mucho tuvo de extemporáneo el modo como me inicié en el Derecho penal. Lo hice bajo el convencimiento de que la llamada pax dogmatice que parecía haberse enseñoreado del mundo illascrimirialístico varios decenios antes y en cuyo seno hemos trabajado durante cierto tiempo los penalistas, apenas era lo que toda paz: un armisticio; tal vez, una idea, un principio regulador; a lo sumo, algo que se ambiciona, una tarea en la que esforzarse, una meta hacia la que orientarse y a la que tender, a conciencia, para el hombre que estudia y que medita, de que es inasequible, de que cuanto la inteligencia avanza trabajosamente en su pos, retrocede ella en el horizonte infinito, siempre lejano y de suyo inalcanzable, de las aspiraciones humanas.
Cierto es que, conforme se ha dicho en frases elegantísimas, el antiguo esplendor polémico de las escuelas penales había plegado sus alas, que la lucha de las escuelas —como se la entendió en su tiempo, esto es, como preocupación y cometido que absorbía al penalista y le agotaba— es un concepto fugitivo hacia el pretérito; cierto, que aquellos combates espectaculares, aquellos duelos a muerte que riñeron en lo que con expresión por demás bella Bernaldo de Quirós denominó una primavera sagrada, pertenecían al pasado, a la historia de nuestro Derecho. Pero de ahí a creer que lo que las escuelas penales y sus luchas representaron ya no tiene razón de ser, que en la consideración teórica del Derecho criminal cabe desentenderse de las cuestiones filosóficas y consagrarse sin otra inquietud ni perspectiva al laboreo científico, que han perdido su sentido o que carecieron siempre de él los temas y problemas que dieron pábulo a la meditación y constituyeron la obsesión de quienes componían aquellas escuelas, media tal distancia, un abismo tan grande, que personalmente nunca hemos podido salvarlos.
De ningún modo hemos excluido, pues, incluso cuando nos han atenazado graves dificultades científicas, no ya la importancia de los estudios de Filosofía penal, pero tampoco que pudiera llegar un instante en que florezcan de nuevo y dominen otra vez el ámbito de nuestra disciplina, abriendo panoramas inéditos a las legislaciones y a la Dogmática. Cabía pensar, y era lógico hacerlo, que algún día, cuya distancia cronológica era muy difícil calcular en circunstancias de vertiginosa aceleración del tempo histórico, devendrían insuficientes, o, por lo menos, serían sometidos a crítica y habría que revisar o que renovar, no sólo los ordenamientos actuales, sino también las concepciones y principios a que responden, incapaces acaso de alumbrar e inspirar normatividades originales, que satisfagan las exigencias de la hora; y que, en tal coyuntura, la pax dogmatice de que veníamos disfrutando, que, en verdad, no era más que una guerra fría, hasta con sus sangrantes, y, al parecer, insolubles, conflictos internos localizados, se resolviese y estallara en otra conflagración de insospechables proporciones.
Por eso, en más de una oportunidad hemos recordado lo que sin vacilar auguró Bernaldo de Quirós hace cerca de setenta años: "vendrán otras primaveras, aún más prometedoras que la que yo conocí, aun habiendo sido tan bella aquélla; vendrán tiempos mejores, nuevas vueltas más amplias de la eterna espiral que traza la vida". Y no se pretendía con ello leer el futuro del Derecho penal en las rayas de su mano (que no es misión del científico el vaticinio, sino la comprensión); simplemente, percatarse de la necesaria concatenación de la ciencia con la Filosofía y de la función rectora de ésta para el saber y para la vida.
Antes de lo que podíamos sospechar se ha planteado el pensamiento iuspenalista la necesidad de proponerse nuevamente los problemas básicos, las magnas cuestiones de la fundamentación y la finalidad de nuestro Derecho, su por qué y su para qué, que van mucho más allá de cuanto a la ciencia cabe resolver y nos llevan en derechura a la Filosofía jurídicopenal, y, enlazadas o dependientes de ellas, se interesa asimismo por las posibilidades de reforma substancial de las legislaciones, esto es, la Política criminal. O, dicho con mayor exactitud, le mot d'ordre de los penalistas es hoy la reforma de fondo, no los simples perfeccionamientos técnicos, sino en sus principios y orientación, de los códigos, lo cual, si ha de tener algún sentido, entraña discutir y tener ideas claras acerca del fundamento y el fin del Derecho punitivo.
En tal coyuntura, se reeditan con presentación más sutil las viejas controversias entre liberoarbitristas y deterministas, en las que, por cierto, me cuidaré bien de no entrar, pero que ponen de manifiesto algo que, por lo demás, es obvio: que tras todo esto late otro problema aún más profundo, el de la concepción del hombre. Innegable parece que los partidarios del libre albedrío han visto frustrados sus intentos, repetidos o renovados durante siglos, por demostrar la veracidad de su tesis, pero no menos cierto es que una explicación mecanicista y determinista del obrar humano se revela incapaz de dar cuenta de la diversidad del hombre respecto a los seres de la naturaleza y de cómo aquél, sintiéndose diferenciado, no sólo de ésta, sino también de los demás humanos, sujeto de fines propios que alcanzar y titular de un destino personal e intransferible que realizar, puede proponerse metas y obrar para lograrlas.
En el Derecho penal se extreman los problemas y las contradicciones humanas, y no es, por ende, de extrañar que esta cuestión, que es básica y acuciarte para cuantas normatividades pretenden regular la vida de los hombres y las disciplinas que se ocupan en estudiarlas, adquiera en nuestro Derecho, por la severidad de sus sanciones, una significación trágica. "¿Quién te ha dado, ¡oh, verdugo!, tan terrible poder sobre mí?", se pregunta Margarita en medio de los desvaríos de su última noche sobre la tierra.
Si este poder ha de tener algún sentido; si ha de ser, no un acontecer cruel y sarcástico, sino algo humano, inteligible, racional; si, dicho en términos más generales, la existencia de un orden moral en cada uno de nosotros, que arrebata nuestra admiración como la armonía del cielo estrellado Sobre nuestras cabezas, ha de ser algo comprensible, es necesario suponer como postulado imprescindible la existencia de la libertad. Y, por otra parte,-pueda o no comprobarse ésta, es un dato de la experiencia que -nos sentimos libres, e, independientemente de que lo seamos, hemos de obrar y de juzgar a cada uno como si lo fuéramos, esforzándonos por serlo poco a poco más, por seguir en todo momento el precepto moral, por actuar conforme a la razón, por humanizarnos, por aproximarnos cada día más a la realización en nosotros de la libertad. O sea, que la libertad, que es un postulado del orden moral y del proceder racional del hombre, es asimismo un fin incondicionado, un principio regulador de nuestros actos, una idea.
Que en esta concepción hay, no ya sólo un fondo, pero incluso un lenguaje kantiano, o, con más precisión, neokantiano, es evidente. Pero me parece la única vía que permite con lógica explicar la realidad y, por otro lado, afirmar la naturaleza racional y ética del hombre, que reclama como corolario ineludible el respeto de su libertad y se revela o proyecta en su dignidad, en no ser nunca medio para fines, cualesquiera o de quienesquiera que éstos sean, sino siempre y sólo fin en sí.
Y que tal concepción sea radicalmente individualista y liberal tampoco es dudoso. Aun sin perder de vista la equivocidad del término racionalismo y con las reservas que impone, me atrevería a afirmar que el racionalismo en lo filosófico lleva por sus pasos contados al individualismo en el entendimiento de lo social y al liberalismo en lo político. Mas quizá no resulte superfluo, o, a lo menos, sea conveniente, puntualizar aquí que, imbuidos de contenido ético, de ningún modo el individualismo es egoísmo, centrar en uno el mundo y someterlo sin limitaciones al arbitrio propio, sino reconocimiento de la igualdad esencial de todos y respeto a cada cual en su persona, apertura fraternal hacia los demás y vinculación solidaria que, en la relación y el apoyo al semejante, nos realiza y enriquece a nosotros; ni el liberalismo es ausencia de trabas para volver a la selva, sino, por lo contrario, garantía celosa del pleno desarrollo de cuantas virtualidades laten en cada uno, compatible con el de todos.
Sin duda, sobre tales bases se prefigura ya una concepción retributiva de la pena. Histórica y psicológicamente, trae ésta su origen —bien se sabe—de la venganza, esto es, del mismo instinto de conservación exasperado por la representación de males recibidos o de dañas que se temen; procedencia que, a pesar de todas las transformaciones, alienta aún en la penalidad moderna, según hace muchos años pusieron al descubierto ciertos freudianos, y aflora con frecuencia en algunas de las "supervivencias jurídicas" de que hablaba Alimena, como cuando se invoca en los tribunales la "sombra que pide venganza" o la "vindicta pública", o de manera más trágica, cuando en una comunidad se reedita de algún modo un estado de psiquismo primitivo.
Con todo, nadie osaría aseverar que venganza y pena sean una misma cosa. Lejos de ello, la primera, por su naturaleza instintiva, es irracional y anómica, mientras que la segunda es inteligente, está —¿lo está?— plena de razón y de valoraciones, creada y regulada por normas, que equivale a decir sometida a límites, y aun se sostiene que persigue fines. Exquisitamente escribió Ruiz-Funes en 1943 que "la venganza es un mecanismo antiintelectual e incompatible con los progresos de la inteligencia, que es una fuente psicológica de la justicia. La venganza halla su terreno de predilección en la violencia. La violencia, ha dicho Guyau, ahoga toda la parte simpática e intelectual del ser humano; es decir, lo que hay en él de más complejo y -elevado, desde el punto de vista de la evolución. Todo el que embrutece a los demás se embrutece a sí mismo, en mayor o menor escala. La violencia, agrega el filósofo francés, aunque parezca superficialmente como una expansión victoriosa de la pujanza interna, acaba por ser una restricción". En cambio, la pena se da como solución de la violencia, representa una ecuación o equilibrio de valoraciones, busca la paz y se humaniza conforme progresan la inteligencia y la sensibilidad. Una continuidad, sin embargo, existe entre ambas. En efecto, a juicio de Alexander y Staub, "toda la historia del Derecho penal está llena del impulso encaminado a que triunfe el principio de lo racional sobre los fundamentos irracionales e instintivos de la pena". Lo cual, por lo demás, no debe asombrarnos, ya que, en un orden más amplio, puede sostenerse que el proceso de humanización de los individuos y de la especie no consiste sino en incrementar y enriquecer los estratos nobles y elevados, los estratos conscientes y sociables, de la personalidad, dominando y poniendo a su servicio las tendencias inconscientes, sublimándolas. Y, en definitiva, el momento en que con propiedad puede decirse que se pasa de la venganza a la pena es aquel en que el instinto se somete a la razón y, reconociéndose un hombre, o sea, un individuo racional y libre, un semejante, en el delincuente, se infunde en la reacción social contra el delito un fondo ético y valorativo.
Este proceso que, partiendo de la venganza, configura la pena, es interesante, porque, entre otras cosas, permite deducir y comprender lo que la última es y lo que nunca puede ser. Es, por cierto, una reacción social contra el delito, mas ya no instintiva, ciega, que recae sin más sobre quien lo produjo, sino racional, vidente, que recae sobre él porque lo produjo en ejercicio de su entidad ética, y, desvalorando su actuar, le opone e inflige en consecuencia una privación axiológicamente equiparable con arreglo a las pautas culturales vigentes o dominantes en la comunidad. Viene por esta vía a ser la pena la concreción de la desvaloración pública de los actos de más grave trascendencia social. Por eso, entendida la penalidad como retribución, es inconciliable en su esencia con cualquier forma de responsabilidad objetiva, por el mero resultado acaecido, y requiere una responsabilidad subjetiva, esto es, la noción de culpabilidad, que se gradúa, según su intensidad y la reprochabilidad de los motivos, en un juicio de valor, al cual se opone y se adecua el juicio también valorativo de la punición. Y sólo ahí puede asentarse y así cabe comprender la proporcionalidad entre el delito y la pena.
Nunca puede, en cambio, ser medio para fines extrínsecos o ajenos a ella misma. De antiguo han desfigurado la pena, pero han cobrado singular auge y cierto aire de suficiencia y exclusivismo después de la última guerra mundial, las doctrinas preventivistas, que ven en la pena un medio ne peccetur, sea que por el espectáculo de ella se abstengan los demás de delinquir, sea que opere sobre el delincuente mismo y evite que reincida. Como se comprenderá, hasta lo infinito se han multiplicado las teorías que pretenden explicar cómo y por qué deben lograrse estos fines, y por elemental prudencia no nos aventuraremos en selva tan inextricable. Sólo diremos que la prevención general, que en variantes más o menos complicadas se reduce a la intimidación y procura por medio de la pena que los otros no delincan, lleva lógicamente a —la frase es de Dorado Montero— "matar insectos a cañonazos", y desemboca en el terrorismo penal. No tiene por qué retraerse ante los hechos pequeños, ni ante los actos preparatorios, ni ante lo que se piensa ni ante lo que se quiere; lo único que verdaderamente importa es el ejemplo, el escarmiento y la eficacia. Es la doctrina favorita de los caracteres y los gobiernos autoritarios o totalitarios, y aun en los regímenes democráticos la tentación que no falta en los momentos de inseguridad colectiva, cuando la mente se ofusca y la serenidad se pierde. Pero la orientación que ha prevalecido y continúa prevaleciendo en esta época es la de la prevención especial, con los nombres de reeducación, resocialización, readaptación, reincorporación o reinserción social del condenado u otros semejantes, concluyendo como obligado corolario en la noción de tratamiento, acaso la más de moda en el penitenciarismo contemporáneo. Con su sofisticada apariencia de altruísmo y filantropía, constituye el peligro más temible y refinado de nuestros días en el ámbito de lo penal para la libertad y la dignidad del hombre.
Propósitos de tenor tan noble y seductor pueden, empero, sonar en muchos casos a declamatorios, cuando se repara en que están a veces consagrados en textos legales o constitucionales que nadie se ha cuidado de desenvolver en las instituciones y la realidad jurídica de un país; a infundados, cuando se recuerda que hay delincuentes perfectamente educados e integrados, que ninguna recuperación precisan, o se cae en la cuenta de que, para que alguien pueda ser reeducado, resocializado o readaptado, tiene obviamente que haber estado antes educado, socializado o adaptado, y la mayoría de los delincuentes jamás lo han sido sino en grupos o sectores marginales y descalificados; a impensados o impremeditados, cuando se advierte que en muchos autores no se asientan ni conciertan estas ideas en un fundamento y un contexto suficiente y coherente; a sarcasmo, cuando se tiene la curiosidad de observar o la impertinencia de inquirir la desproporción y aun la inopia de medios de toda índole con que se cuenta para ejecutar las penas y la franca contradicción con tales designios de los pocos de que se dispone, y a sarcasmo quizá más sangrante, de ocurrírsele a alguien preguntar, por aquello de que cada sociedad tiene los delincuentes que se merece, o sea, los que es capaz de producir, si acaso no será esa sociedad la que haya de ser resocializada y con qué títulos y aptitud puede pretender entonces resocializar a los individuos; y, en fin, a terrible asechanza, si, no demasiado oculta tras ellos, se percibe una soberbia e insoportable identificación o asimilación del Derecho y del Estado con la moral, que puede desencadenar una intolerante y tiránica invasión de la conciencia individual.
La separación de la moral y el Derecho fue la conquista gloriosa y feliz de un sacrificado y cruento proceso de siglos por poner a salvo de la autoridad y la intromisión del Estado el sistema de creencias y valores del individuo y garantizar así la libertad de conciencia. De manera subrepticia, a través de los obscuros meandros del pensamiento punitivo, puede aspirar de nuevo el Estado a ejercer un magisterio doctrinal y moral, utilizando otra vez el Derecho como instrumento de imposición y de opresión.
Pero esto no es todo. Relacionado con ello está el hecho, que, cuando bien se examina, resulta innegable, de que toda concepción de la pena como medio para fines extrínsecos a su propia entidad termina siempre, se quiera o no se quiera y por más vueltas que se dé al problema, en la utilización del individuo como medio para fines ajenos a sí mismo, con el consiguiente desconocimiento o menosprecio de la dignidad humana. Lo cual, por lo demás, no puede dejar de ser así, pues la pena es nada, un vano pronunciamiento, un flatus vocis, si no se cumple, si no se ejecuta, pero, al cumplirla, al ejecutarla, es en el hombre, en un hombre concreto, determinado, de carne y hueso, en quien se cumple, en quien se ejecuta, y, si se la mira, se la toma, se la emplea y manipula como un instrumento, ese instrumento es nada menos que el hombre a quien se le ha impuesto y que la sufre, con toda su rica y doliente humanidad. De esta manera, cuando se desfigura la pena, se desfigura al hombre.
La utilización del ser humano como medio para fines extrañas, que resplandece con evidencia en la concepción de la pena como medio de prevención general, no resulta menos cierta, aunque no se advierta con la misma nitidez, en su concepción como medio de prevención especial. A diferencia de aquélla, en que el penado funciona como un instrumento que ha de suscitar sus consecuencias en otros, en ésta los fines deben alcanzarse dentro del propio sujeto, pero no dejan por ello de serle ajenos, porque no los ha escogido y se los ha propuesto en ejercicio libérrimo de su voluntad; y, -de consiguiente, por más elevados que sean, tampoco de esta suerte deja de destituírsele o degradársele de la eminencia de fin en sí a la categoría de medio para fines fijados por otros.
En último y decisivo término, la oposición a las concepciones preven­tivas de la pena se debe a la amenaza que representan para “le idee liberali —son palabras escritas por Carrara el año 1875, a un propósito en esencia no diverso— da no¡ coltivate con indefesso amore". Y, si aún se nos requiriera una razón más honda, responderíamos que en verdad proviene de la necesidad y el empeño de que el Derecho penal sea efectivamente —dicho otra vez con palabras de Carrara— "protettore della libertá umana cosí esterna, come interna". Por la inversa, la concepción retributiva está inseparablemente vinculada a una concepción liberal de la vida pública.
Dos aporías, más aparentes que reales, merecen aún ser desvanecidas. Una es que la retribución prescinde de los efectos provechosos que pueden lograrse mediante la pena para la sociedad o para el mismo condenado. Pero la retribución no envuelve incompatibilidad alguna con ellos, ni sus partidarios han sido tan miopes o tan soberbios que no los hayan reconocido o que los hayan rechazado; sólo que no se subordina la pena a tales beneficios, que no se subordina o entrega al hombre. La otra es que en la retribución se amadriga un sentido de dureza o inhumanidad. Pero, muy a la inversa, en la retribución, porque no consiste sino en una equivalencia valorativa, lo que se busca es concretar y expresar acabada y proporcionadamente la reprobación social que merece el delito, cometido muy distinto del de provocar dolor y que, en la progresiva espiritualización y humanización de la cultura en general y del Derecho en particular, puede alcanzarse sin hacer sufrir; y, porque considera al hombre, no como cosa, algo inferior a nosotros, sino como hombre, es decir, semejante y hermano, no es compatible con la crueldad y debe comprometerse en la tarea de eliminar de la pena cuantos vestigios conserve de sadismo.
Un iusfilósofo individualista y liberal, Stammler, vincula los principios del Derecho justo al respeto y la solidaridad hacia el prójimo. No cabe duda de que en toda sanción jurídica, y más en la máxima, que es la pena, hay una exigencia para el condenado y una exclusión de él en ciertos aspectos de la comunidad; pero, según su pensamiento, a nadie se debe obligar ni excluir sin seguir viendo en él al prójimo, esto es, al próximo. Porque, como dice Goethe y Radbruch recuerda, “tanto si se ha de castigar como si se ha de tratar con dulzura, debe mirarse a los hombres humanamente".
Cualquiera que sea el valor de estas reflexiones, creemos que se desprenden de las dos enseñanzas que juzgamos más importantes entre cuantas hemos recibido de aquel selecto grupo de maestros a que me he referido al principio y que quiero evocar de nuevo al concluir mi disertación: por el de todos, valga dl nombre preclaro de don Luis Jiménez de Asúa. Mi fidelidad a ellas sí me infunde valor para sentarme a vuestro lado. Una es que el Derecho no consiste en un huero conjunto de coerciones al servicio de quien haya sido elevado al poder o acaso lo detente, sino en un instrumento para la convivencia y garantía de la libertad. La otra, que las convicciones han de transmutarse en substancia de la vida y, cuando las circunstancias lo demandan, razón de la muerte.
He dicho.