El
Prólogo que Manuel confeccionó para su libro “Las causas de justificación” (Hammurabi, Buenos Aires, 1996), es
rico en vivencias y sentimientos.
En uno de sus párrafos, relata cuál fue la
lección más importante que brindó en España:
“[…] Bien
acredita lo anterior, entre otros innumerables, un par de hechos significativos
y elocuentes: que la norma básica del hodierno ordenamiento jurídico, bajo
ciertas formas y con algunos contenidos de verdadera constitución, no es efectiva
y técnicamente, por su origen, sino una simple carta otorgada conforme a los
principios “permanentes e inalterables”
del
Movimiento Nacional que se impuso en España al cabo de la “Cruzada de
Liberación”; y las
prescripciones fijadas por la legislación fundamental de tal régimen para la
elaboración de determinadas leyes ordinarias; y, sobre todo, el mantenimiento a
la cabeza (¿ ?) del Estado, sin más legitimación, del individuo escogido y
designado para ello como su sucesor por el general Franco, el cual carecía, por
su parte, de otra legitimación que no fuese la sublevación y la guerra
afortunada, con el concurso de tropas nacionales y extranjeras, contra el
Gobierno de la República y sus defensores. Innecesario parece aclarar que
semejante sucesor tenía que pertenecer y pertenece plenamente a una parcialidad
o bandería muy definida de antiguo en las convulsiones españolas, la
favorecida por el éxito, que es decir por el terror, el importado del nazismo y
el fascismo y el aborigen de sus versiones autóctonas, de 1939 en adelante, y
que tiene jurada de rodillas su fidelidad a dichos principios.
Por cierto, hay en España tres disposiciones
que denotan a las claras en el Código penal un hábito inveterado de ruptura del
orden constitucional y que por ello no es mucho que en siglo y medio de
vigencia no se hayan aplicado. Ya decía don Cirilo Álvarez Martínez que el
Código se había redactado bajo el imperio de estas
impresiones. En
efecto, prevén las conductas de las autoridades que no hubieren resistido la
rebelión o la sedición por todos los medios a su alcance, de los funcionarios
que continuaren en el ejercicio de sus cargos bajo el mando de los sublevados o
que, cuando haya peligro de rebelión o sedición y sin habérseles admitido la
renuncia de su destino lo abandonaren, y de los particulares que aceptaren
empleo de los alzados, y las castigan con las penas de inhabilitación o suspensión.
En el Código español subsisten, para su vergüenza, como una irrisión, por su
total ineficacia y falta de sentido […]. Pues bien, en mayo de 1990 se me deparó a este
propósito una oportunidad que aproveché con tanta presteza como satisfacción:
me hallaba en la Universidad española de Córdoba, muy próximo a la jubilación
forzosa por edad, y nos disponíamos a concluir el período lectivo de aquel
curso cuando el azar, que en ocasiones se muestra perspicaz y amistoso, hizo
que la última clase ordinaria que iba a dictar allí fuera, no de Derecho penal
I (Introducción y Parte general), sino de Derecho penal II (Parte especial), y
que, según el orden de mi Programa, que siempre sigo con puntualidad, y en la
imposibilidad de desarrollarlo íntegramente que hacia las postrimerías del
curso suele asaltarnos a los profesores, llevándonos a dejar en el limbo los
temas finales (entonces, los delitos contra el orden constitucional y contra la
seguridad exterior del Estado y el Derecho de gentes, las faltas y cuantas
infracciones criminosas contienen las leyes penales especiales y las leyes no
penales), hubiera de versar sobre los delitos contra la seguridad interior del
Estado, para terminar con los situados en los artículos 228, 229 y 230 del
Código; y, no bien acabé su examen, agregué que, de no ser letra muerta y
aplicarse, muy pocos de los a la sazón funcionarios quedarían en nuestro país
sin ser condenados criminalmente a la pena de inhabilitación absoluta para
cargos públicos, con la correspondiente pérdida de los efectos provenientes de
su delito, empezando por el Jefe del Estado. Me asiste la profunda convicción de que fue la lección más importante
que expliqué en las aulas cordubenses”.
Los numerosos delitos perpetrados por
quienes instigaron, promovieron y sostuvieron en Chile el golpe de Estado de
1973, continúan latiendo en el Código, especialmente en los artículos 121 y
siguientes. Recordemos que contempla formas particulares; el artículo 122
castiga expresamente la inducción, y el 123 a instigadores, promotores y
sostenedores, diferenciando tales roles criminales. Bajo determinadas
circunstancias, considera y pena como cómplices a los jefes principales o
subalternos (art. 131); castiga la no resistencia a la sublevación por parte de
empleados públicos (art. 134); a los empleados públicos que ejecutaren órdenes
de los sublevados (art. 135); y, especialmente, la aceptación de cargos o
empleos de los sublevados (art. 136).
No se debe olvidar que el mismo Código
castiga, como encubrimiento, la intervención, con posterioridad a la ejecución
de un delito, mediante el aprovechamiento por sí mismos (art. 17).