Por Françoise Vergès
El confinamiento es posible gracias a todas las personas invisibilizadas, la mayoría de las veces mal pagadas y explotadas.
En
Francia, el pasado 24 de marzo entrábamos en la segunda semana del
“confinamiento” decretado por el gobierno de Macron para hacer
frente a la pandemia del covid-19 y ya se estaba resquebrajando por
todos lados. No voy a evocar aquí las medias verdades, las semi
confesiones, mentiras por omisión y evidencias de incompetencia, de
indiferencia, de desprecio por parte del gobierno que ya han sido
sobradamente denunciadas y analizadas por los medios de comunicación
y las redes sociales. El trabajo de estudio y análisis no ha
concluido; debe seguir adelante y es mucho más importante —puesto
que alimenta las luchas futuras— que el conjunto de declaraciones
en forma de oráculo (“nada será ya como antes”, “habrá
que…”) o que la serie de comentarios y reflexiones referidos al
confinamiento como un periodo de regreso a sí mismo o de
redescubrimiento de alegrías sencillas.
Tampoco
voy tratar aquí sobre la controversia entorno a la cloroquina; no es
de mi competencia. Sin embargo, voy a comentar un tema que ya
mencioné en un post de Facebook el 18 de marzo y que sigue siendo
relevante para mí. En aquel entonces escribí:
“De
modo que a partir de ahora hay personas confinadas y no confinadas,
estas últimos aseguran la subsistencia cotidiana de los primeros
—son los que llevan los productos a las tiendas, los ordenan en los
estantes, limpian, atienden las cajas registradoras, barrenderos,
carteros, repartidores (esta mañana ya he visto tres), conductores
de transporte, mujeres de la limpieza de hoteles y camareros de
hoteles (que permanecen abiertos y mantienen el servicio de
habitaciones) y otros muchos más. Clase, género, edad,
racialización, salud atañen a ambos grupos, pero las personas no
confinadas son los más expuestas.
En
lo que a los detalles del confinamiento se refiere, los hay que viven
en 12m² y los hay que viven en 150m², quienes pueden pedir algo a
domicilio o no, quienes disponen de dinero para abonarse a una serie
de portales de streaming o no, quienes disponen de fondos para
asegurar las compras para el hogar o no, quienes pueden ayudar a los
niños con las tareas o no, quienes disponen de ordenador e impresora
o no, quienes están totalmente aislados o no, quienes tienen papeles
o no, quienes tienen una situación financiera confortable o no,
mujeres y niños que viven con compañeros violentos, mujeres solas
con niños, en fin, miles y miles de situaciones asfixiadas bajo el
discurso de unidad nacional de un país en el que las desigualdades,
la violencia de estado, el racismo y el sexismo vienen organizando la
vida social desde hace años.
Las
muestras de solidaridad, numerosas, que se están coordinando y son
formidables no deben remplazar las responsabilidades del Estado (y me
refiero a la vida cotidiana, no hablo solo del personal médico,
evidentemente muy expuesto, sino también de todas las personas que
aseguran el funcionamiento de un hospital, es decir de aquellas que
limpian, custodian, trabajan en la administración). El confinamiento
es posible gracias a todas las personas invisibilizadas, la mayoría
de las veces mal pagadas y explotadas”.
Lo
que estoy subrayando aquí es la continuidad de una estructura: lo
que posibilita la vida en tiempos “normales” y en tiempos de
pandemia, no es únicamente la explotación, sino la invisibilización
del trabajo efectuado por millones de mujeres, y también de hombres.
Nuestra solidaridad con el personal sanitario no debe permitir que
descuidemos la necesaria solidaridad con las personas prisioneras del
capitalismo en tiempos de pandemia.
La
metáfora del barco de negreros como máquina de capitalismo racial,
como una de las matrices de la modernidad o como matriz de la raza
tal y como lo ha evidenciado Elsa Dorlin (Defenderse. Una
filosofía de la violencia, Hekht libros, 2018), puede tal vez
aplicarse aquí. En la bodega, colocaban a los invisibles, cautivos,
en total promiscuidad. Uno podía yacer junto a un cadáver, la
enfermedad se extendía a un ritmo increíble. Arrojaban los cuerpos
por la borda, pero el barco avanzaba y armadores, banqueros,
aseguradores, capitanes, propietarios de plantaciones e industriales
hacían fortuna.
Los
esclavos fueron una fuente de energía indispensable para la
emergencia del capitalismo. Su invisibilidad era necesaria, permitía
hacer natural algo que no lo era en absoluto: las condiciones de
producción, de abastecimiento y de consumo, pero también el cuidado
y la limpieza, en el que se entrelazan clase, racialización, género
y sexualidad. De tal modo que la invisibilidad contribuye a
configurar el consentimiento al capitalismo y por lo tanto la
hegemonía en el sentido gramsciano:
“El
ejercicio ‘normal’ de la hegemonía […] lo caracteriza la
combinación de la fuerza y el consentimiento que se equilibran de
forma durable, sin que la fuerza prevalezca sobre el consentimiento,
procurando incluso obtener que la fuerza aparezca apoyada por el
consentimiento de la mayoría”.
Asimismo,
en Francia, el confinamiento se sustenta en el discurso de unidad
nacional, de responsabilidad colectiva y de solidaridad, que asegura
la producción de un cierto consentimiento, pero también de miedo,
represión, castigo e incluso detención provisional por desobedecer
las medidas de confinamiento. El discurso gubernamental y la práctica
policial definen así una frontera entre, por un lado, los buenos
ciudadanos, que obedecerán y comprenderán las necesidades asociadas
a la unión nacional y a la responsabilidad colectiva y por otro, los
habitantes de los barrios populares indisciplinados, concebidos
inevitablemente como pueblo desobediente; entre el que
hace footing en un barrio socialmente favorecido y
la que sale a hacer la compra, olvidando su autorización, en un
barrio popular.
El
criterio, la medida sobre la que se basa la norma de confinamiento,
es la de una persona sana, sin ninguna minusvalía, acomodada, que
vive en un barrio en el que los comercios y las farmacias están
próximos, o sea, un hombre blanco de la burguesía, cuyos deslices
con respecto a la distancia de confinamiento la policía contemplará
con cierta amabilidad. Y a partir de ahí, se identificarán y se
rechazarán otros perfiles conforme a una jerarquía de la
peligrosidad, no ya sanitaria, sino social.
En
el lado opuesto de la figura del burgués confinado, en capacidad de
trabajar a distancia o de disfrutar de sus hijos en un entorno
espacioso y agradable, están las personas que trabajan en oficinas
de correos o en almacenes, las cuidadoras infantiles, los
repartidores, los barrenderos, las señoras de la limpieza, las
asistentas a domicilio, etc., todas ellas denuncian la carencia
absoluta de guantes, de máscaras, la posibilidad de poder mantener
la distancia requerida, la negativa a esgrimir el derecho de retracto
[el derecho laboral francés contempla el “derecho de retracto”
del asalariado cuando un trabajo presente un peligro grave e
inminente hacia su vida y su salud], las amenazas con respecto al
puesto de trabajo, las dificultades para encontrar a alguien que
cuide de sus hijos y poder garantizar las compras para el hogar; el
estrés, la angustia y la inquietud que les corroe son nocivas para
su salud.
Deben
obedecer a los requerimientos contradictorios del gobierno, el que
dice “al mismo tiempo”, “vayan a trabajar, pero no salgan
porque ponen en peligro a los demás”, sin proporcionarles unas
medidas mínimas de protección. Cómo no comprender los gestos de
rechazo hacia una extensa campaña de obediencia en nombre de la
solidaridad, mientras se criminaliza a quienes tratan de ayudar a
emigrantes, refugiadas, trabajadoras del sexo, personas sin hogar, o
víctimas de la violencia policial, colectivos que los servicios
públicos vienen atacando y desmantelando desde hace décadas.
La
definición de racismo adelantada por Ruth Wilson Gilmore, la
producción y la explotación de una vulnerabilidad diferenciada con
respecto a una muerte prematura (sancionada por el Estado o por las
leyes) es aquí reveladora; la muerte prematura es la vida disminuida
o acortada por las intersecciones entre clase, racialización y
género. Con motivo de la movilización contra la reforma de las
pensiones, varios estudios han mostrado una vulnerabilidad
diferenciada entre trabajadores de sectores diversos y de niveles
jerárquicos desiguales (la esperanza de vida de los basureros o
trabajadores del alcantarillado es netamente inferior por ejemplo a
la de los cuadros superiores); señalaremos además que la mayoría
de las veces el campo de estudio se centra en el ente masculino
blanco y que no encontramos ningún análisis sobre vulnerabilidades
diferenciadas ante una muerte prematura que reúnan clase,
racionalización y género.
Esta
vulnerabilidad diferenciada —en términos de clase, formas de
racialización, género— ante una muerte prematura es una constante
del capitalismo racial y en caso de pandemia, acentúa la letalidad
del virus. El feminismo europeo, que se focaliza en el trabajo
doméstico, ha omitido el hecho de que el factor de clase y
racionalización traspasen el campo de reproducción social y con
ello, ha contribuido a la invisibilidad del trabajo operado por
mujeres de clases populares, a menudo racializadas; este fue el
precio del confort de las feministas burguesas.
Pero,
me dirán, el “descubrimiento” por parte de periodistas, de
responsables políticos y universitarios de dicha invisibilidad y de
la explotación que la misma entraña, ¿no indicará una toma de
conciencia? Su “heroísmo” es célebre y es de destacar la faceta
indispensable de su labor. El vocabulario del heroísmo los convierte
en realidad en soldados que se sacrifican por la nación, mientras
que su suerte se remite a la organización estructural de la sociedad
capitalista patriarcal. Oponerse a su explotación significa en pocas
palabras exigir una profunda transformación, que no depende ya de la
organización de los cuidados o de la protección de las ganancias y
del “orden mundial”. Para empezar esto significaría apoyar las
luchas de las mujeres precarizadas, que, por ejemplo, centenares de
miles de personas exigiésemos a Accor, una de las mayores empresas
hosteleras del mundo, el respeto a la dignidad y al trabajo de las
mujeres de limpieza subcontratadas.
El
confinamiento traza también una frontera entre las poblaciones que
pueden infringir las consignas con toda impunidad y los grupos a
quienes se castiga por hacerlo, o por haber omitido los “certificados
de desplazamiento excepcional”. Mientras que un millón de
burgueses parisinos se trasladaron a sus residencias secundarias,
arriesgando contaminar en su desplazamiento estructuras hospitalarias
menos equipadas que las de París, “vídeos procedentes de
Asnières, de Grigny, d’Ivry-sur-Seine, de
Villeneuve-Saint-Georges, de Torcy, de Saint-Denis y otros lugares de
Francia, colgados en Twitter, mostraban a habitantes presuntamente
golpeados y gaseados, y en un caso concreto, se veía a un policía
motorizado golpeando a un ciudadano. Los vídeos parecen también
evidenciar que estos ciudadanos no oponían ni resistencia, ni
violencia ante las fuerzas del orden. En algunos casos, las palabras
proferidas por las fuerzas policiales tenían un carácter xenófobo
u homófobo” (Sindicato de los abogados de Francia, 27 de marzo de
2020).
La
protección no es la misma para todas las personas: ni en una
sociedad determinada ni a escala planetaria. Las diferencias entre
quienes pueden permanecer confinadas, ya que esta circunstancia no
amenaza de lleno sus condiciones de vida, y las que no pueden
permitírselo o están obligadas a exponerse al virus, son mucho más
numerosas en el Sur, y entre el Norte y el Sur. Los departamentos y
regiones denominados “de ultramar” son el “sur” de Francia y
ni el gobierno ni los medios de comunicación aluden a su paradero.
En el Sur global, los programas de austeridad impuestos por el Banco
Mundial y el FMI durante los años setenta han arrasado los servicios
sanitarios y las políticas de los gobiernos locales han acentuado
las consecuencias de dichos programas.
Estas
estructuras de poder asimétricas mantienen la ilusión de zonas de
confort en el Norte, construidas a base de explotación, extracción
y desposesión. Algo que la pandemia, en cierto modo, saca a relucir
son estas asimetrías —violentas, mortíferas, destructoras—,
pero la visibilidad no es más que un eslabón en la lucha por
cambiar las estructuras. El confinamiento refleja las condiciones que
la posibilitan: el trabajo invisible y explotado, racializado y de
género (las diferencias de género se producen evidentemente en el
interior de un género: todas las mujeres no son iguales y todos los
hombres no son iguales).
Pone
también al descubierto los objetivos de los poderes: salvar el
capitalismo, aumentar la vigilancia, castigar a las clases populares
y racializadas. Todos estos elementos —violencia de Estado,
privatización de la salud, poder de las grandes farmacéuticas,
incremento de las técnicas de vigilancia y de control, confinamiento
que para definir sus condiciones se amolda a la figura del hombre
burgués que goza de buena salud, medidas para preservar la “nación”,
la economía capitalista, heteropatriarcal, asimetrías Norte/Sur—
se deben recopilar para un análisis de los retos presentes y
futuros. Las declaraciones acerca de una crisis “determinante”
del capitalismo hacen caso omiso al hecho de que el capitalismo no es
más que una sucesión de crisis, y que, al borde del abismo, poco
importan las vidas humanas, medioambientales, sociales y económicas,
sus defensores encuentran nuevas tecnologías para vigilar y
castigar.
Solo
la lucha pondrá fin a las políticas que los Estados despliegan como
respuesta a la pandemia, porque más allá de la urgencia médica
(contener el virus), las medidas de confinamiento tales como la de
mantener la producción, arriesgando tanto ayer como hoy la salud de
quienes la sostienen, nos alertan sobre lo que sigue siendo
primordial para el poder: “Cambiar todo para que nada cambie”.
Por
el contrario, alterar el orden natural de las cosas implica mantener
unidos una serie de factores que tenemos tendencia a separar y supone
también prestar una atención constante a la concomitancia entre la
proliferación de enfermedades contagiosas, la explotación de la
tierra, el agronegocio, la privatización de la investigación, los
monocultivos de animales para el consumo, la hiperproducción, el
extractivismo, el hiperconsumo, el patriarcado, el proceso de
racialización, el género, el capitalismo y el imperialismo.
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a artículo fuente:
https://ecuadortoday.media/2020/04/28/el-trabajo-invisible-detras-del-confinamiento-capitalismo-genero-racializacion-y-covid-19/