El Derecho y su estudio

Por Manuel de RIVACOBA

Ante todo, debo y deseo expresar mi gratitud más cordial a los organizadores de este Congreso por haberme honrado con la invitación para que hable en el acto de su apertura. Por lo demás, siempre me complace encontrarme entre estudiantes, aunque la recíproca acaso no sea cierta ni carezca de algún sentido, porque es natural que los jóvenes se sientan atraídos por lo que se les ofrece sin esfuerzo y consideren preferible a lo que se asienta en el trabajo lo que brilla socialmente —que suele querer decir económicamente— por el éxito. Los alumnos se atienen y reproducen, por lo general, el modelo que se les presenta en sus profesores, lo introyectan; y de ahí la responsabilidad que entraña tender ante sus ojos un panorama en que la repetición (quizá de apuntes que fueron nuevos hace varias décadas) pasa por ciencia, memorizar (que siempre es más fácil) resulta más hacedero que discurrir y comprender, y con cumplir formas o fórmulas y cuidar determinadas exigencias externas se puede obtener un grado académico y ejercer con plena tranquilidad de conciencia —la tranquilidad que reporta la ignorancia— profesiones de relativo prestigio entre el común de la gente. Pero pasemos a hablar del Derecho.
Nada más lejos de mi propósito en esta ocasión que adentrarnos en la selva inextricable de las concepciones y las definiciones del Derecho. Mas con facilidad se aceptará que el Derecho no es un fenómeno ni una realidad del mundo natural, con una existencia fáctica, perceptible por los sentidos, ni tampoco un objeto ideal, como los objetos lógicos o matemáticos, que moran sólo en el mundo de la razón; se entiende que no en la razón, la mente, de tal o cual persona, como entidad psicológica, sino en la razón en abstracto.
Es un lugar común que, en cambio, pertenece al mundo de la cultura. Pero lo que ya no resulta tan claro ni sencillo es saber en qué consiste la cultura. La cultura es el cultivo de un interés común y de la situación resultante, situación que está matizada por un acento de valor, dijo Max Ernst Mayer en su Parte general del Derecho penal, en 1915, y reproduce en su Filosofía del Derecho, de 1923. Con esta definición se deja a salvo y se conserva viva para la comprensión del concepto la etimología, la raíz de la palabra, pues cultura significa en latín cultivo, perfección.
Tales intereses son variadísimos e innumerables, y los valores que los animan, o, mejor dicho, las estimaciones y preferencias que erigen o distinguen esos valores, que a su vez constituyen y animan, inspiran, los intereses sociales, están sometidos a cambio incesantes, son objeto de apreciaciones que se suceden, y por sucederse cambian, continuamente. De ahí, por un lado, la riqueza y la variedad de aspectos y matices, que nunca se puede captar por completo, de una misma cultura, y, por otro, la constante variación, el cambio, la evolución, de toda cultura. Más: que la cultura sea historia, la cual, por su parte, no es otra cosa que cambio con arreglo a valores en el tiempo.
Ahora bien, de esto se sigue inmediatamente que la cultura no es sólo los objetos materiales, ni aun sumándoles los intelectuales y morales, que la componen, ni tampoco los valores que la constituyen y dan sentido, sino la unidad de unos y otros. Así, dice el mismo Mayer, la cultura es una realidad transformada en realidad valiosa, un valor convertido en real.
O, en palabras de Radbruch, también, como Mayer, iuspenalista y iusfilósofo (el Derecho penal y la Filosofía guardan relaciones muy estrechas, y no se entiende nada de aquél sin tener presente ésta), y Ministro de Justicia —socialista, que todo hay que decirlo— en la República de Weimar, palabras que voy a reproducir, no ya porque sean bellísimas, sino más bien porque son significativas y exactas, cultura es el reino intermedio entre el polvo y las estrellas, el reino del humano anhelar y crear que se halla situado entre el reino natural del ser y el reino ideal de los valores puros. Por lo cual el propio Radbruch reconoce al Derecho como fenómeno de cultura, como obra humana, partícipe en las leyes de causalidad de la tierra, pero partícipe también del impulso ascensional hacia las supremas alturas. Y es de recordar que tales ideas están vertidas en un sencillo libro de Introducción a la ciencia del Derecho, en que su autor recogió en 1910 las lecciones que venía explicando durante años en la Escuela Superior de Comercio de Mannheim; conque, ¡con cuánta mayor atención y profundidad habrá que reflexionar sobre la materia en una Facultad de Derecho!
A diferencia de lo que ocurre en las ciencias naturales, cuyo conocimiento consiste siempre en explicar los distintos fenómenos por sus causas, el conocimiento peculiar de las ciencias culturales consiste en una comprensión del fluir histórico en que se producen los diversos fenómenos, o, dicho con mayor precisión, contemplándolos en su relación con los cambios que se suscitan en las diferentes manifestaciones y en cada uno de los aspectos y momentos del valorar y del hacer humano. Pues, por otra parte, y como es fácil de entender, los intereses sociales y los fenómenos culturales no aparecen y están aislados entre sí, no constituyen islotes independientes, sino un continuo, en el que se dan y del que cobran entidad y sentido.
Por ello, el estudio —concepto que aquí empleo como comprensivo de la enseñanza y el aprendizaje, la docencia y la discencia—, el estudio del Derecho —refirámonos ya en particular a él— no puede reducirse al mero estudio de las normas que conforman un ordenamiento. Es de fijarse en que no digo leyes, que eso casi sería una falta de respeto; lo importante es que no se puede contraer al estudio de las normas en sí, abstraídas de la realidad en que se encuentran insertas y a que pertenecen, colocadas en una campana pneumática.
En una ocasión solemne y reciente, en la que tuve el honor y la complacencia de contestarle, al ingresar en la Academia, no hace aún cinco meses, decía nuestro Rector, don Agustín Squella, con la sabiduría y el acierto que le caracterizan, que cada asignatura dogmática, el Derecho constitucional, el civil, el penal, el procesal, etc., no debe limitarse a una pura identificación y aclaración del sentido de las normas que se articulan en el respectivo sector o rama del ordenamiento jurídico. Deberían, mucho más que eso, dar cuenta de las dimensiones valorativas, históricas y fácticas que se imbrican con tales normas. Y es que la verdadera ciencia del Derecho, la dogmática jurídica –no hablemos de la exégesis ni menos de lo que es menos que la exégesis—, no puede satisfacerse ni comprenderse con la consideración aislada de las normas, extraídas de la realidad en que se producen y en que se aplican, perdiendo de vista que son un fenómeno de cultura, un momento en un proceso cultural, consecuencia de cuantos le anteceden y antecedente de los que le sigan, sin tener en cuenta el contexto social en que están insertas, al que pertenecen y fuera del cual ni poseerían sentido ni siquiera existirían.
El estudio del Derecho tiene que asentarse así sobre un fondo humanístico y requiere conocimientos –cuanto más amplios y sólidos, mejor— de este orden. Sinceramente no concibo a un hombre ni un estudiante de Derecho que no tenga una noción de la significación de Descartes o de Kant; que carezca de ideas claras, o relativamente claras, acerca del Renacimiento o la Reforma, o de cómo se llega al siglo XVIII y de las transformaciones que se van produciendo en él, o que no haya leído la Divina Comedia o ignore quien es el autor de las Novelas Ejemplares. Y yo sé por qué, entre la ingente cantidad de ejemplos posibles, pongo estos ejemplos.
Además, todo conocimiento científico, que aspire, como tal, a poder imponerse racionalmente y tener un valor universal, necesita otros conocimientos en que fundarse, de que partir y por los cuales hacerse demostrable para los demás.
Sin todo ello no hay conocimiento científico; pero sin un conocimiento científico, por sencillo o somero que sea, un hombre de Derecho, y los escritos que componga, no se diferencian ni tienen más valor intrínseco que los de su secretaria. Es más: no sería hombre de Derecho, sino un mero técnico o un simple, pobre y triste —aunque sea rico y esté jocundo—, un pobre y triste practicón.
Porque el Derecho no es naturaleza, la aplicación, en su estudio, de los métodos y criterios naturalísticos es errónea, y, cuando se los ha empleado, han llevado los estudios jurídicos al despeñadero. No hay sino que pensar al respecto en la escuela analítica de jurisprudencia, la teoría general del Derecho y, señaladamente y con efectos más devastadores en el Derecho punitivo, el positivismo italiano. Y, como tampoco es un objeto ideal, el limitarse a examinar y contemplar su simple estructura lógica y recrearse en ella, amén de descubrir y resolver algunas antinomias y elevar algunas construcciones sumamente eurítmicas en su forma, cuanto vacías de contenido y fecundidad, poco más ha aportado. Por no mencionar ejemplos más recientes, basta con recordar la pandectística y la jurisprudencia de los conceptos, y el negro cielo de los conceptos jurídicos, sin una brizna de aire ni un rayo de luz, de la conocida fantasía de Ihering. ¿Quién no ha leído la Jurisprudencia en broma y en serio? Si algunos de vosotros, por ser aún muy jóvenes, no habéis tenido tiempo de ello, leedla, que os divertirá y, asimismo, aprenderéis mucho; más que con ciertos manuales de muchas asignaturas, empezando por la propia, es decir, por la mía.
Claro es que tras todo esto y mucho más, rigiéndolo, enseñando, tiene que haber en las diversas disciplinas, en todas las asignaturas, autoridad; autoridad, que no es poder, sino más bien saber; autoridad que está emparentada en su etimología y significado con autor, provenientes ambos de una raíz común, aug—, aumentar, bien patente en el castizo auge, período o momento culminante, de mayor elevación o intensidad, en un proceso o una cosa, y, por extensión, elevación grande en dignidad o fortuna. Sólo tiene autoridad, pues, el que es autor, el que investiga y publica, el que escribe, no tonterías, sino aumentando los conocimientos, expandiendo el ámbito de una ciencia, de una provincia del saber. Como que a los profesores, en la imposibilidad de conocerlos por encima de las distancias, se los conoce de cerca y se los calibra bien, su doctrina, sus preferencias, sus deficiencias, por lo que han escrito y por lo que han entrado en el comercio científico, por sus obras; y, cuando son todavía jóvenes, por los maestros que hayan tenido (maestro: otra palabra cuya raíz es elocuente, mag—, la misma de magnus, de más), por los maestros –decía— cuyas orientaciones sigan.
Auténticos maestros no os faltan, ¡loado sea Dios! Y por eso se comprende que no queráis que os demos clase los simples profesores.
Pero a la enseñanza corresponde la discencia. Y, así como aquélla supone por parte de quien la ejerce ciertas calidades, ésta también demanda en los alumnos, en los estudiantes, disposiciones y actitudes características. Ante todo, vocación, o lo que es igual: capacidad e interés. La primera ha quedado acreditada objetivamente mediante las pruebas que habéis tenido que superar para llegar a, y entrar en, la Universidad. Así, no estáis en ella, carentes de aptitud, sólo porque tengáis, o tenga vuestra familia, recursos económicos con que sufragaros una juventud amable en un establecimiento con el nombre más o menos legítimo de Universidad; sólo por tener dinero, por donde acecha el riesgo propincuo de fiarlo todo al dinero, de creer que con dinero, tiempo y alguna molestia se puede, no digamos alcanzar, mejor obtener, un título, y creer también acaso que con dinero se puede comprar igualmente una sentencia. Y lo peor sería que en algún caso lo consiguieran. El segundo, el interés, lo habéis demostrado matriculándoos en una Facultad de Derecho.
Por supuesto, hace falta asimismo otras cualidades: laboriosidad, constancia, espíritu crítico... ¡y qué se yo cuántas más! Indudablemente, hay que estudiar, pero estudiar no es memorizar ni preparar una serie incesante y atosigadora de pruebas parciales que no deja tiempo ni ánimo para reflexionar ni para nada, ni tampoco prepararse para un examen de grado memorístico, retórico, formalístico, decimonónico, anacrónico, y podríamos seguir acumulando esdrújulos, que es una acentuación antinatural para la prosodia castellana. Bien sabido es que antes me caracterizo por la seriedad y la exigencia que por la demagogia y el facilismo , pero estoy sincera y firmemente persuadido de que existen procedimientos más racionales y adecuados, casi diría que más humanos, para apreciar el grado de conocimiento, que no es repetición mecánica o automática, de comprensión y de dominio en el manejo y la aplicación de un ordenamiento jurídico.
Y hay que leer, que familiarizarse con el pensamiento y con el arte, que conocer y vibrar con lo que sucede en nuestro entorno y en el mundo, que no seréis hombres de Derecho si antes no sois hombres y el ser hombre constituye una tarea muy complicada y difícil; en realidad, interminable.
Y, en fin, hay que vivir, ya que, como se lee casi al final de una estudiantina célebre , por mucho que la diosa voluble y arbitraria que preside los destinos de los hombres quiera protegeros y volcar sobre vosotros los dones de su favor, nunca podrá daros tanto como hoy tenéis, porque nunca más, amigos, volveréis a ser estudiantes.

RIVACOBA. CUATRO LECCIONES EN TORNO AL DERECHO PENAL


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RIVACOBA
Cuatro lecciones en torno al Derecho penal.
Por Alfonso Hernández Molina
Reconstrucción, anotada, de la Ponencia presentada al XIV Congreso Latinoamericano, VI Iberoamericano y II Nacional de Derecho Penal y Criminología, celebrado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Valparaíso,  Chile, los días 25 al 28 de septiembre de 2002.