ALAN SOKAL y JEAN BRICMONT: IMPOSTURAS INTELECTUALES. (Sobre el llamado "posmodernismo" o "posestructuralismo").


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 “La ciencia no es un «texto».
Si uno quiere contribuir a la ciencia, sea natural o social, es preciso abandonar las dudas radicales concernientes a la viabilidad de la lógica o a la posibilidad de conocer el mundo mediante la observación o el experimento. Si todo discurso no es más que un «relato» o una «narración» y si ninguno es más objetivo o más verdadero que otro, entonces no queda otro remedio que admitir las teorías socioeconómicas más reaccionarias y los peores prejuicios racistas y sexistas como «igualmente válidos», al menos como descripciones o análisis del mundo real (suponiendo que se admita la existencia de éste).
Obviamente, este relativismo es un fundamento extremadamente débil para erigir una crítica del orden social establecido.”.

ALAN SOKAL Y JEAN BRICMONT: Imposturas intelectuales. (1998)
Resumen por Daniel GAIDO:

“El libro es una crítica al «posmodernismo» o «posestructuralismo». Se centra en Jacques Lacan, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Félix Guattari, Jean-François Lyotard, Luce Irigaray, Bruno Latour, Michel Serres, Paul Virilio, Jean Baudrillard y Julia Kristeva, pero debería incluir también a Judith Butler. El «posmodernismo», es una corriente intelectual caracterizada por el rechazo más o menos explícito de la tradición racionalista de la Ilustración, por elaboraciones teóricas desconectadas de cualquier prueba empírica, y por un relativismo cognitivo y cultural que considera que la ciencia no es nada más que una «narración», un «mito» o una construcción social.
El posmodernismo utiliza un discurso oscurantista y pseudocientífico: la táctica más común es emplear una terminología científica -o pseudocientífica- sin preocuparse demasiado de su significado, e incorporar a las ciencias humanas o sociales nociones propias de las ciencias naturales sin ningún tipo de justificación empírica o conceptual de dicho proceder. De esta manera, exhiben una erudición superficial, lanzando, sin el menor sonrojo, una avalancha de términos técnicos en un contexto en el que resultan absolutamente incongruentes. Estos textos tienen la reputación de ser difíciles porque las ideas que exponen son muy profundas, pero si parecen incomprensibles es por la sencilla razón de que no quieren decir nada. No se trata, ni mucho menos, de «simples errores», sino de una profunda indiferencia, o incluso desprecio, por los hechos y la lógica. El posmodernismo es una forma de irracionalismo, como lo es el integrismo religioso.
El primer período, que se extiende hasta principios de los años setenta, es el del estructuralismo extremo: los autores pretenden desesperadamente dar, mediante aderezos matemáticos, un barniz de «cientificidad» a vagos discursos provenientes de las ciencias humanas. La obra de Lacan y los primeros escritos de Kristeva pertenecen a esta categoría. El segundo período es el del postestructuralismo, que empieza a mediados de los años setenta: se abandona toda pretensión de «cientificidad» y la filosofía predominante (hasta lo que se puede discernir) se orienta hacia el irracionalismo o el nihilismo. Los textos de Baudrillard, Deleuze y Guattari ejemplifican esta actitud. [El postestructuralismo es la base epistemológica de Judith Butler y la 'teoría queer'.]
Ciertos aspectos intelectuales del posmodernismo que han influido en las humanidades y en las ciencias sociales: la fascinación por los discursos oscuros, el relativismo epistémico unido a un escepticismo generalizado respecto de la ciencia moderna, el interés excesivo por las creencias subjetivas independientemente de su veracidad o falsedad, y el énfasis en el discurso y el lenguaje, en oposición a los hechos a que aluden, o, peor aún, el rechazo de la idea misma de la existencia de unos hechos a los que es posible referirse.
Las raíces políticas del oscurantismo posmoderno están en el periodo de reacción que se abrió a partir de mediados de los años setenta. Jean-François Lyotard, el autor del texto fundacional del posmodernismo, ridiculizó la emancipación de la clase obrera: 'En origen, la ciencia está en conflicto con los relatos. Medidos por sus propios criterios, la mayor parte de los relatos se revelan fábulas. Pero, en tanto que la ciencia no se reduce a enunciar regularidades útiles y busca lo verdadero, debe legitimar sus reglas de juego. Es entonces cuando mantiene sobre su propio estatuto un discurso de legitimación, y se la llama filosofía. Cuando ese metadiscurso recurre explícitamente a tal o tal otro gran relato, como la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del sentido, la emancipación del sujeto razonante o trabajador, se decide llamar «moderna» a la ciencia que se refiere a ellos para legitimarse.... Simplificando al máximo, se tiene por «postmoderna» la incredulidad con respecto a los metarrelatos.' (La condition postmoderne: rapport sur le savoir, 1979). Con la caída del estalinismo, el presidente checo Václav Havel escribió: 'La caída del comunismo se puede ver como un signo de que el pensamiento moderno -basado en la premisa de que el mundo es objetivamente cognoscible y que el conocimiento así obtenido puede ser generalizado absolutamente- ha llegado a su crisis final' («The end of the modern era», New York Times, 1 de marzo 1992).
El posmodernismo ha redefinido la «verdad» como una creencia «localmente aceptada como tal», o incluso como una simple «interpretación» que cumple una cierta función psicológica y social. En realidad, la actitud científica, entendida en un sentido muy amplio como el respeto de la claridad y la coherencia lógica de las teorías y la confrontación de las mismas con los datos empíricos, resulta tan pertinente en las ciencias naturales como en las sociales. Un relativismo cognitivo radical, es decir, la tesis de que las afirmaciones de hecho -como, por ejemplo, los mitos tradicionales o las teorías científicas modernas- pueden ser considerados verdaderos o falsos sólo «en relación con una cultura particular », equivale a confundir las funciones psicológicas y sociales de un sistema de pensamiento con su valor cognitivo y a ignorar la fuerza de los argumentos empíricos que se pueden esgrimir a favor de uno u otro sistema.
Ninguna investigación, tanto si trata del mundo natural como del social, puede progresar sobre una base conceptualmente confusa y radicalmente alejada de los datos empíricos. Los discursos deliberadamente oscuros del posmodernismo y la falta de honradez intelectual que generan envenenan la vida intelectual y fortalecen el antiintelectualismo.
No existen «otras ciencias» realmente distintas de las del «primer mundo». Por desgracia, las ideas posmodernas no están confinadas en los departamentos de filosofía europeos o en los de literatura de las universidades norteamericanas. Donde más daño hacen es en el Tercer Mundo, precisamente allí donde vive la inmensa mayoría de la población mundial y donde el trabajo supuestamente «superado» de la Ilustración dista mucho de estar concluido. El resultado es que los intelectuales caen en la hipocresía de emplear la ciencia «occidental» si es indispensable (por ejemplo, cuando están gravemente enfermos), mientras recomiendan al pueblo que se confíe a las supersticiones.
Lo que resulta nuevo y curioso en el posmodernismo es que constituye una forma antirracionalista de pensamiento que ha seducido a una parte de la izquierda, especialmente en la academia norteamericana. La existencia de un vínculo de este género entre la izquierda y el posmodernismo constituye, a primera vista, una grave paradoja.
A lo largo de los dos últimos siglos, la izquierda se ha identificado con la ciencia y contra el oscurantismo, por creer que el pensamiento racional y el análisis sin cortapisas de la realidad objetiva (natural o social) eran instrumentos eficaces para combatir las mistificaciones fomentadas por el poder -además de ser fines humanos perseguibles por sí mismos-.
Sin embargo, durante los últimos cuarenta años un buen número de estudiosos de las humanidades y científicos sociales «progresistas» o de «izquierda» (aunque prácticamente ningún científico natural, más allá de sus ideas políticas) se han apartado de esta herencia de la Ilustración e, impulsados por ideas importadas de Francia tales como la desconstrucción, y por doctrinas de cosecha propia, como la epistemología de orientación feminista, se han adherido a una u otra forma de relativismo epistémico.
El elitismo vinculado al uso de una jerga pretenciosa contribuye a encerrar a los intelectuales en debates estériles y a aislarlos de los movimientos sociales que tienen lugar fuera de su torre de marfil. Pero el problema más importante estriba en que cualquier posibilidad de realizar una crítica social resulta lógicamente imposible a causa de los prejuicios subjetivistas.
La ciencia no es un «texto». Si uno quiere contribuir a la ciencia, sea natural o social, es preciso abandonar las dudas radicales concernientes a la viabilidad de la lógica o a la posibilidad de conocer el mundo mediante la observación o el experimento. Si todo discurso no es más que un «relato» o una «narración» y si ninguno es más objetivo o más verdadero que otro, entonces no queda otro remedio que admitir las teorías socioeconómicas más reaccionarias y los peores prejuicios racistas y sexistas como «igualmente válidos», al menos como descripciones o análisis del mundo real (suponiendo que se admita la existencia de éste). Obviamente, este relativismo es un fundamento extremadamente débil para erigir una crítica del orden social establecido.
Para probar que el posmodernismo y el posestructuralismo no son más que charlatanería oscurantista, los autores enviaron a una revista académica de esta tendencia un artículo que no era sino una sarta de disparates y que no obstante pasó el proceso de referato y fue publicado como: ‘Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica’, Social Text, 1996.”. Aparece como apéndice al libro siguiente.