RIVACOBA Y MANUEL DE LARDIZÁBAL Y URIBE. LA PERSONA DEL PENALISTA.


RIVACOBA abordó a Manuel de Lardizábal y Uribe mediante referencias situadas en variados textos, y como tema central de una obra mayor, fechada en 1964 (Lardizábal, un penalista ilustrado).

   Valorar su aporte en cimentar el cultivo del Derecho penal en el mundo hispánico no le impidió reconocer en él (y en otros), posturas discordes con su propia historia, calificándole de servidor leal en políticas reaccionarias y represivas. [Con]  ”…negación u olvido de su propio pensamiento y de su propia obra, de la trayectoria entera de sus vidas…”.

   La sumisión de Lardizábal al poder no es opinión exclusiva de RIVACOBA. Tomás y Valiente, en la introducción a su edición de De los delitos y de las Penas, consigna que, a propósito de la reforma de la legislación criminal española, Lardizábal escribía sobre esta necesidad “con más deseo de no ofender al soberano que de convencerle” (edición original: Cesare Beccaria, Dei Delitti e delle pene. Introducción, notas y traducción de Francisco Tomás y Valiente, Ediciones Orbis s.a., Buenos Aires, 1984, págs. 27 y 28).

   En La reforma penal de la Ilustración (1987), y acreditando la importancia que le reconocía a tales caminos vitales, RIVACOBA escribe:
 

VII.
Se ha objetado nuestra distinción entre Ilustración y Revo­lución, entre ilustrados y revolucionarios, entre el pensamiento ilus­trado y la mentalidad revolucionaria, sosteniendo que el primero es ya revolucionario y que las ideas de los enciclopedistas son acogidas y hechas suyas por la Revolución [13]. Lo cual, hasta cierto punto, es verdad. Existe una secuencia ideal, en las ideas y aun en las aspiraciones. Sin embargo, la diferencia es efectiva, y radica en los supuestos políticos y sociales, entre una concepción de continuidad o bien de ruptura de la estructura social y la organización política; en la actitud y el protagonismo del cambio, concibiéndolo con un criterio paternalista o, en su lugar, como una conquista automanumisora, y en su radicalismo y las consecuencias en que los cambios deben desembocar. Es una diferencia, nada menos, entre que el hombre prosiga siendo un súbdito o se erija en ciudadano.

   La Revolución triunfante realizó en plenitud, ciertamente, cuanto había implícito en las pretensiones de los ilustrados, mas con ello des­borda por encima de las limitaciones que los habían modelado, los constituían y los contenían. La contraprueba de esta aserción se obtiene no más que con observar la reacción de los ilustrados que, por ser pos­teriores o más longevos, llegaron a vivir durante los sucesos revolucio­narios, con sus azares. Su actitud fue, primero, la de contemporizar; en seguida, intentar someterlos a cauces, enderezarlos, y, al fin, conspi­rar y esforzarse por aniquilarlos, llegando con frecuencia a perecer en la demanda. Era la puesta en práctica de sus propias aspiraciones, pero exaltadas hasta el infinito y al precio de la quiebra y negación de su propio orden mental y social, en el que se habían formado y se habían movido a lo largo de su vida. Lógicamente, lo congruente hubiera sido adoptar una actitud inteligente, de comprensión y adaptación, en la que los cambios habrían incitado al desarrollo, el progreso y la evolución de las ideas, pero, psicológicamente, lo natural es que se encerrasen en una intransigencia casi instintiva, hecha de desconcierto y oposición. Encapsulados así en su mundo, en un mundo que ya no era, y desconec­tados de la realidad y del tiempo, su ofuscamiento se traduce en obtu­ración a lo nuevo, ciego recurso a la violencia y negación u olvido de su propio pensamiento y de su propia obra, de la trayectoria entera de sus vidas. Y esto, igual en los primeros actores que en los personajes menores de la historia.

   Los ejemplos sobran. En un orden general, recordemos a Floridablanca, el viejo ministro de Carlos III; más próximo al Derecho penal, a Pedro Leopoldo de Hasburgo, que, como archiduque de Toscana entre 1764 y 1790, había sido uno de los déspotas ilustrados más progresivos y avanzados en los diversos campos de la política y la legislación, pero que luego, en el trono imperial desde 1790 hasta 1792, no sólo fue el más encarnizado enemigo de la Revolución francesa, en lo que, pudo influir el hecho de ser hermano de María Antonieta, sino que también en lo interno puso fin al gobierno reformador que había llevado su hermano y antecesor José II; y, entre los penalistas, a Manuel de Lardizábal, que adoptó la actitud más sumisa a Fernando VII, lo mismo frente al alzamiento popular español de 1808 que frente al de 1820, y le sirvió con la mayor lealtad en su política reaccionaria y represiva, llegando a formar parte en 1814 de una comisión de depuración de funcionarios, no obstante haber sufrido persecución en la etapa antiilustrada de Godoy.
   Habría sido de ver cómo hubiera reaccionado Federico II, asistido y aconsejado por Voltaire, si uno y otro hubiesen llegado a tales días y si la amistad entre ambos se hubiese mantenido hasta entonces
”.

   Del penalista ilustrado (denominación rivacobiana que recuerda De La Cuesta), enlazamos su Discurso sobre las penas, contraído a las leyes criminales de España, para facilitar su reforma.

   Al original se le fecha en 1782.
   DISCURSO SOBRE LAS PENAS... (pulse sobre texto).