Poder, derecho y justicia
en el marco de la reforma penal·

Manuel de Rivacoba
I
1. Toda tarea de ius dare —y, por tanto, toda reforma jurídica— es irreducible a una mera operación técnica. Por lo contrario, cada ordenamiento particular y concreto se halla constituido y determinado, y se distingue de los restantes, incluidos los que inmediatamente le preceden y le subsiguen, por sus contenidos, que son los que le dan existencia real y le individualizan[1].
2. La elaboración o la reforma de un código, como de una ley cualquiera, no puede consistir entonces, por la índole misma del dere­cho, en una simple operación lógica, de categoría subalterna, que se constriña a las formas que se adecuen y sirvan mejor a los contenidos y a los fines, sino que en lo fundamental se efectúa escogiendo o aceptando tales contenidos y proponiéndose tales fines, esto es, mediante continuas opciones valorativas, que por referirse a la vida de relación entre los hombres y disponer, o aspirar a disponer, del monopolio de la fuerza organizada de la sociedad para imponerse y hacerse efecti­vas, son, sin duda, de naturaleza política.
3. Y concretamente, en el derecho penal, proponerse, por un lado, determinados fines, y hacer, por otro, determinadas opciones o prefe­rencias valorativas, constituyendo en consecuencia determinados bienes jurídicos, o, acaso mejor, estableciendo el carácter criminal de los atentados, o de los atentados más graves, contra ellos, y la relativa importancia de dichos bienes por la gravedad relativa de las activi­dades que los afectan, gravedad plasmada en las puniciones con que se conmina tales actividades: esto y no otra cosa es lo que constituye, perfila e individualiza un ordenamiento, y también la tarea de darlo y la de reformarlo.
4. O sea, que más allá de la simple lógica jurídica, y de la con­sideración o el empleo de las formas de manifestación del derecho y de las relaciones formales entre las normas que integran y configuran el ordenamiento, lo jurídico consiste, en el fondo, en sus contenidos, y crearlo o modificarlo es una empresa de índole política.
5. Lo cual, aparte de insertar el derecho en el orbe de la cultura, y explicar así la historicidad que le es inherente, o, en otros términos, su radical historicidad, se acusa más en lo penal, por las particulares relaciones, incomparablemente más estrechas en esta que en cualquier otra rama del ordenamiento, con el derecho político, relaciones de que me he ocupado con detenimiento en alguna ocasión[2]; por proteger de manera y con intensidad especial los bienes que en cada sociedad, o tipo de sociedad, jurídicamente organizada se considera más valiosos e importantes, y por hacerlo amenazando su lesión o puesta en peligro con la privación o afectación también de los bienes del infractor, pri­vación o afectación las más severas que consientan las valoraciones sociales que animan el respectivo ordenamiento y plasmadas en él. A este propósito se podría hablar de las valoraciones dominantes, no siempre en el sentido de más extendidas, sino en el de contar con el poder para imponerse e imponerlas y hacerlas efectivas —sea por el simple empleo de la fuerza, por el temor, el respeto o la convicción que infundan o por reflejar realmente estados de opinión mayorita­rios— dentro del grupo, es decir, de la colectividad.
6. Expresiva resulta al respecto la difundida figura de que, con sólo dar a leer a una persona algo versada en estas lides un código que desconoce y cuya identidad no se le manifiesta, puede captar y exponer o explicar la orientación y la organización política y social del país a que pertenece[3].
7. En tal sentido, cabe recordar, y resume muy bien este pensamiento, la conocida frase de Bettiol, de que el derecho penal es una política[4]. A veces —pero esto ya es más, ya es otra cosa—, se convierte, o lo convierten, en arma política[5].

II
1. De ahí, el hecho, bien conocido, de que todas las grandes y auténticas creaciones y reformas penales se correspondan con los gran­des cambios políticos, y, asimismo, que todas las reformas sigan en orientación e intensidad la orientación y el volumen de estos cambios[6].
2. Pero acaso resulte más oportuno señalar que un cambio mera­mente kelseniano, esto es, sólo en lo formal, ateniéndose a los prece­dentes, sin ruptura, no constituye un auténtico cambio. Al contrario, asegura la subsistencia de la estructura social y de los sectores domi­nantes —e incluso, con frecuencia, de los propios individuos—, que simplemente han estimado conveniente, por las razones que sean, adop­tar otras apariencias y a lo sumo abrirse a determinados grupos[7].
3. En tales condiciones, persistiendo intereses, concepciones y mentalidades, y, sobre todo, obturándose al pasado vivo y sangrante de una nación y prescindiendo tenazmente de una etapa inmediata, no sólo de vida, sino —lo que es más— de pensamiento y de actitud, las reformas, cuando no sean cosméticas, arriesgan llegar sólo a dema­gógicas. Es lógico que aporten algún perfeccionamiento técnico, pero en sustancia resultarán muy limitadas. Parece innecesario detenerse entre entendidos en la comprobación minuciosa de que esto, y nada en esencia distinto, es lo que ha sucedido, o está sucediendo, en Espa­ña, tanto en lo propiamente penal, como en lo que no deja de serlo, aunque suela mirarse como algo separado, es decir, lo penitenciario[8].

III
1. Porque lo verdaderamente importante de una reforma penal no reside, aunque de ninguna manera sea desdeñable, en un mejo­ramiento técnico de ciertas instituciones. Eso puede hacerse en cual­quier situación, y, con cuantos méritos atesore, no es para hablar por ello de una auténtica reforma. Lo esencial reside, por una parte, en el sistema penal del código, y, en cuanto a los delitos en particular la selección de los bienes jurídicos, la configuración de los tipos y el equilibrio de las puniciones; y, por otra, en su viabilidad. Esto último adquiere singular relieve en lo penitenciario, o sea, a la hora de la ejecución, que es en donde desemboca todo el ordenamiento punitivo.
2. Es de recordar lo que ocurrió en este aspecto durante la pri­mera etapa de la segunda República española, que retrata de cuerpo entero la mentalidad y la actitud de los hombres que gobernaban entonces y los que los asesoraban (funciones políticas la una y la otra), cuando él ministro de Justicia exhortó a Jiménez de Asúa, que presidía la Subcomisión de Derecho Penal de la Comisión Jurídica Asesora, para que preparase un nuevo Código Penal, y Jiménez de Asúa le preguntó si estaba dispuesto a suministrarle los medios que demandaba la crea­ción de las instituciones precisas para llevar a cabo la reforma. Como el ministro, a pesar de sus buenas intenciones, le contestó que no disponía de ellos, ahí quedó el propósito. También cabría rememorar lo que el propio Jiménez de Asúa dice de la ineficacia y desfiguración de la Ley de Vagos y Maleantes (prescindiendo ahora de su orientación), precisamente por la falta de los establecimientos adecuados[9].
3. Por otra parte, habría que detenerse, para que una reforma no resulte producto de laboratorio o, con mayor propiedad, de biblioteca y escritorio, en la necesidad de previos estudios criminológicos acerca de la realidad social a que se va a aplicar y cómo germina y se des­arrolla el crimen en ella.
4. Asimismo, para que responda efectivamente a los requeri­mientos y valoraciones de una sociedad pluralista, esto es, para que sea realmente democrática, en la necesidad o conveniencia de que sea conocida y debatida, durante su gestación, por los más diversos sectores o círculos de la comunidad, sin perjuicio de la iniciativa pri­mera y global y de la configuración final por los técnicos ni de la decisión definitiva del órgano legislativo; proceder del cual poseemos ejemplo en nuestro propio mundo de cultura[10].
5. Y en punto a reformas penales quizá sea más difícil y peligroso que proyectar un código nuevo modificar uno antiguo, o, por lo menos, tan difícil y peligroso. Sin dejar de ser grave, lo peor no es que, suprimida una institución, subsistan preceptos que se refieran a ella, o que, modificada, no se hayan modificado también otros en conso­nancia con el cambio; lo cual puede revelar un descuido, pero no es insalvable, con mayor o menor dificultad, para la técnica de aplica­ción. Más graves son las quiebras del equilibrio o armonía valorativa de un código. Ejemplo hay en Chile de que, por suprimir la pena de muerte como pena única y reducir su radio de acción sin tener en cuenta la economía general del Código y rehacer en concordancia otras disposiciones, vinieron a quedar equiparados el incendio seguido de muerte, con sólo culpa de muerte de un hombre, y el parricidio, con dolo —claro es— directo, y vino a ser más grave aquel incendio, que el asesinato, por muchas agravantes que concurran[11].

IV
Al ir a cerrar estas reflexiones, se nos vienen a las mientes las palabras con las que hace más de dos siglos abría Lardizábal su Dis­curso: Nada interesa más a una nación, que el tener buenas leyes criminales, porque de ellas depende su libertad civil y en gran parte la buena constitución y seguridad del Estado. Pero acaso no hay una empresa tan difícil como llevar a su entera perfección la legislación criminal[12] .

· Reconstrucción, anotada, de la intervención del autor en el “Ciclo de ponencias sobre la reforma penal” que se celebró en la Universidad de Córdoba (España), el 15 de mayo de 1987. Incluida, entre otras fuentes, en Violencia y Justicia, Ediciones de la Universidad de Valparaíso, 2002, págs. 127 y ss.[1] Más a fondo, sobre el particular, Rivacoba, Proyecciones de la teoría pura del derecho en el pensamiento penal (en el volumen colectivo Apreciación crítica de la teoría pura del derecho, Edeval, Valparaíso, 1982, ps. 181-192), ps. 191 y 192. Este estudio se publicó también en el volumen Estudios de derecho penal en homenaje al profesor Jorge Enrique Gutiérrez Anzola, coedición de Pequeño Foro y Fundación para la Investigación y Estudios Jurídicos, Bogotá, 1983, ps. 215-227.[2] Cfr. Relaciones del derecho penal con el derecho político, en la revista Doctrina Penal, de Buenos Aires, año 3, 1980, ps. 595-609.[3] A un estado siempre se le puede decir: muéstrame tus leyes penales, porque te quiero conocer a fondo. Soler, Bases ideológicas de la reforma penal, Eudeba, Bs. As., 1966, p. 9.[4] Il problema penale, 2° ed., Priulla, Palermo, 1948, p. 34. La cursiva, también suya.[5] Sobre todo, en los regímenes totalitarios y, más comunes, los simplemente autoritarios.[6] Al respecto, cfr. en particular Barbero, Política y derecho penal en España, Tucar, Madrid, 1977, ps. 14 y 17, y Rivacoba, Relaciones del derecho penal con el derecho político, cit., ps. 596 y 598-599. Asimismo, se puede ver nuestra recensión del libro de Barbero, en Doctrina Penal, rev. cit., año 1, 1978, ps. 453-455.[7] Con pensamiento y casi con palabras idénticas, nuestra recensión de los Comentarios a la ley orgánica general penitenciaria (Edersa, Madrid, 1986, 2 vols.), en Doctrina Penal, rev. cit., año 10, 198, ps. 363-366.[8] Cfr. igualmente recensión cit. en la nota precedente.[9] Jiménez de Asúa, La reforma penal ( en El Criminalista, 1° serie, tomo IV, 1° ed., La Ley, Buenos aires, 1944, ps. 139-174; 2° ed., Tipográfica Editora Argentina, Bs. As., 1951, ps. 145-182), ps. 172 (1° ed.) y 180 (2° ed.); y Reflexiones sobre la reforma penal argentina (en el vol. Comentarios al proyecto del Código Penal argentino, con otro estudio de Francisco P. Laplaza, Bibliográfica Omeba, Bs. As., 1962, ps. 9-42, y después en El Criminalista, 2° serie, tomo VI, Zavalía, Bs. As., 1964, ps. 213-238), ps., respectivamente, 36-37 y 234-235. El mismo pensamiento, en El estado peligroso en las legislaciones iberoamericanas (en El Criminalista, 2° serie, tomo I, Zavalía, Bs. As., 1955, ps. 281-304), p. 303.[10] En Panamá. Cfr.: Rivacoba, El nuevo Código Penal de Panamá (1982) (en Doctrina Penal, rev. cit., año 6, 1983, ps. 525-605), ps. 531-532 y 557.[11] Así ocurrió en la reforma del Código chileno por la ley 17.266, del 6 de enero de 1970. Nos ocupamos de este contrasentido en el artículo La racionalidad del ordenamiento como presupuesto de la dogmática jurídica en materia penal, escrito para el número inicial de la Revista de Derecho Penal, de Montevideo, julio de 1980 (“Homenaje al profesor Juan B. Carballa”), ps. 15-25, y recogido luego en el volumen misceláneo Nueva crónica del crimen, Edeval, Valparaíso, 1985, ps. 187-211 (cfr., respectivamente, acerca del particular, ps. 20-21 y 198-201). ¿Y no habrá sucedido en el fondo algo similar en la modificación de las puniciones de los arts. 405 y 406 del Código español por la ley de reforma urgente y parcial de 1983?[12] Discurso sobre las penas, etc., Ibarra, Madrid, MDCCLXXXII, p. III.
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