Control de detención y presiones a los jueces. Por Álvaro Flores Monardes.


Álvaro Flores Monardes,
Presidente de la Asociación Nacional de Magistrados de Chile.

¿Qué harán los jueces de Corte que revisen la decisión del Juez de San Antonio, notificados como están por el Ejecutivo -que decide sobre sus carreras en futuros nombramientos- que aquél actuó fuera del “sentido común” generando aversión de las autoridades encargadas de la seguridad pública?
¿Estarán dispuestos a instrumentalizar el caso en favor de sus propias expectativas de carrera, soslayando el mandato constitucional de prescindir de todo interés diverso al de aplicar la ley al caso concreto?
Cuando sostenidamente hemos criticado el sistema de nombramientos existente en Chile como un pésimo sistema, por afectar la independencia de los jueces, hemos sentido cierta orfandad de un caso explicativo y de connotación pública, que permitiere comprender la vinculación existente entre la función judicial, como una garantía de derechos de las personas, la relevancia de la independencia que debe ser condición esencial para su ejercicio y la forma que ésta es afectada por las autoridades políticas y judiciales.
Pues bien, el caso del control de legalidad de la detención iniciado en San Antonio, permite explicar el grave problema de la afectación externa de la independencia judicial. No es el único, pero puede aplicarse este análisis a cualquier otro que refleje, por ejemplo, algún interés especial del Ejecutivo en relación con la agenda de seguridad pública y que presione a los jueces, en cualquier forma y sentido, hacia el abandono de su posición como terceros imparciales, para subordinarlos a otro objetivo,  como “agentes” de la persecución penal por ejemplo.
Hace algunos años, otra presión indebida sobre la independencia de los jueces tuvo su expresión en una amenaza explícita. El episodio nos recuerda que la independencia judicial está permanentemente bajo amenaza.
Teodoro Ribera, Ministro de Justicia de la época, expresaba sin rodeos que, para decidir nombramientos de los Jueces de Garantía, se iba a vigilar con celo la forma en que se comportaran en la concesión de las prisiones preventivas, en una inequívoca amenaza en orden a no promover en la carrera a quienes –a juicio de la autoridad política- no se ajustaran a sus requerimientos de “dureza” para denegar las solicitudes de libertad. El Ministro empujaba a los jueces a abandonar su posición de terceros imparciales y “sumarse” a la agenda de seguridad pública del gobierno, bajo amenaza de sanción.
El mensaje era clarísimo. El juez estaba notificado por la prensa que, sin perjuicio de lo que su criterio jurídico profesional estimare sobre la procedencia de reconocer el derecho que dimana de la presunción de inocencia en el análisis de cada caso, sus posibilidades de nombramiento o ascenso quedaban hipotecadas si decidía homenajear su forma de comprender la ley y su recta comprensión del caso, desatendiendo la advertencia del poder político.
El incentivo era tan claro como espurio: si Ud. juez quiere ascender, ajústese a lo que el poder de turno piensa sobre cómo resolver. Es decir, abandone su convicción y la aplicación independiente del derecho e instrumentalice el caso en pos de sus intereses de carrera. La sumisión a esta directriz –la lectura inversa era evidente- sería recompensada.
Y sumisión e independencia no se encuentran jamás.
Se trataba de una prueba de fuego para la dimensión subjetiva de la independencia de cada juzgador, un desafío a su carácter, a esa parte de la ética de la función que descansa en las virtudes personales de cada juez para el desempeño de su labor, al margen incluso de las amenazas institucionales.
Es indispensable recordar que el poder judicial en su esencia es la función pública que se expresa a través de los jueces de la forma en que mandan las leyes. Si el juez deja de hacer lo correcto, es decir, deja de resolver el caso concreto únicamente de acuerdo a su mérito y conforme la ley aplicable, la noción de un tercero imparcial desaparece y la democracia pierde una garantía esencial indispensable para que los derechos de las personas tengan vigencia. Una labor que debe cumplir incluso al margen de lo que es percibido o presentado como el “sentir” de la mayoría.
El episodio del Ministro Ribera resuena por estos días, con las mismas sombras.
El control de la legalidad de una detención es uno de los tantos mecanismos que traducen en el proceso las reglas de la democracia, aquellas que aseguran nuestras libertades. Se trata fundamentalmente de una norma propia de un Estado de Derecho. Un control indispensable del poder que despliegan los agentes policiales, no sólo cuando se enfrentan a los delincuentes (el imaginario reduccionista de estos días, gatillado por las graves noticias sobre delitos, parece solo reparar en esa dimensión de la labor), sino en las miles y miles de interacciones que se desarrollan a diario entre todas las personas y –principalmente-  Carabineros.
Así, lo vivido en estos días con ocasión de uno de esos controles, en que se critica reiteradamente a un juez por el cumplimiento de una regla del proceso penal (en una resolución que no sólo se ajusta a la norma, sino que a la línea jurisprudencial regular y reiterada de la Corte Suprema), reitera el escenario de afectación a la independencia judicial e impone una lectura en la misma clave del episodio gatillado por el Ministro Ribera hace algunos años.
Un escenario en que el Ejecutivo abusa de su posición dominante y ejerce una presión indebida sobre un juez en particular y sobre todos al mismo tiempo, pues la retórica de la crítica escala vertiginosamente, va y vuelve desde la objeción contra el juez singular, hasta la denostación de la magistratura completa.
Se deslegitima así severamente un mecanismo capital de protección de las libertades, la justicia de garantía y la dignidad de la función judicial, mientras ´-de paso- se desvía la mirada, sacándola convenientemente desde el enjuiciamiento de la responsabilidad que recae sobre la autoridad a cargo de la seguridad, en la evaluación de la eficacia de las políticas públicas de prevención y control de la delincuencia.
En esa operación, se activa deliberadamente un dispositivo de presión sobre los jueces con el objetivo de sacarlos de su labor esencial, amenazando su carrera y generando además, un severo desequilibrio en el propio proceso penal, pues quien critica y advierte, asume el papel de interviniente en la causa y genera una asimetría entre las partes, sumando a la presión sobre los jueces, una redefinición provocada del proceso específico, en que se sitúa a la defensa en posición manifiestamente desmedrada.
De allí la pertinencia que tiene formular las preguntas que encabezan esta columna, y esperar que en la decisión que corresponda ejercer en derecho al momento de la revisión de la resolución, prime la independencia en el ejercicio de la función por sobre la fuerte presión a la cual los jueces se han visto expuestos en estos días.
Por ello además cabe afirmar con determinación -en tiempos en que se anuncian cambios al sistema de nombramiento de los jueces, notarios y otras autoridades del orden judicial- que ninguna reforma podrá estimarse seria y completa, si no excluye del proceso a los agentes que afectan la independencia: el Poder Ejecutivo y el propio Poder Judicial.
Tal vez sea hora de abrir los manuales, sin dejar de analizar nuestras particularidades institucionales y mirar las soluciones que han dado otras democracias a la difícil pregunta sobre cómo garantizar la independencia de los jueces, presupuesto fundamental de la vigencia de las libertades que sustentan el régimen democrático.

Publicado en el diario “El Mostrador”, el 13 de junio de 2018.