EL DERECHO Y LO ANTIJURÍDICO. JUSTIFICACIÓN LEGAL Y SUPRALEGAL.


EL DERECHO Y LO ANTIJURÍDICO. JUSTIFICACIÓN LEGAL Y SUPRALEGAL.

“[…] si el Derecho ontológicamente tiene por fin proteger y regular los intereses de la vida humana y no siendo el interés más que el reflejo subjetivo del bien, es decir, de un objeto valorado positivamente, que realiza un valor, y por ello protegido jurídicamente, y si por definición lo antijurídico es lo que contradice al Derecho, no hay real y efectivamente contradicción sin lesión o a lo menos puesta en peligro de un bien jurídico; pero además, se necesita que esta lesión, sustancial –destrucción o disminución- o potencial –peligro-, ofenda los ideales valorativos de la comunidad. Y con una concepción esen­cial así de la antijuridicidad, es evidente que un acto no es injusto si no infringe dichas normas o si no daña y ofende como queda dicho, aunque no se le pueda acaso aplicar nin­guna causa legal de justificación, ninguna de las formas más comunes en que tal cosa ocurre y por ello recogidas en la ley. Se abre de este modo, junto a la justificación legal, la posi­bilidad de una justificación supralegal, que no deja de ser jurídica, sino que brota del propio contenido y la médula del Derecho, de los fines que informan, individualizan y perfilan un ordenamiento positivo”.
[De “El proceso de Lieja a la luz de la dogmática penal”, 1965].
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LUCHAS SOCIALES SON FACTOR DEL DERECHO.



 
 

HISTORIA NO OFICIAL. ESCUELA DE DERECHO DE LA UNIVERSIDAD DE VALPARAÍSO (ex sede Universidad de Chile). FRAGMENTOS.


Manuel de Rivacoba, como jurista y luchador, asumía como propios los combates políticos, incluidos los estudiantiles; ya en 1945, con veinte años de edad, participaba, en Madrid, de la fundación de la clandestina Federación Universitaria Escolar.

En Chile, durante la dictadura militar-empresarial instalada en 1973, no rehuyó ni de su rechazo, ni del respaldo a las batallas locales de sus discípulos.

En tales años, mientras algunos estudiantes de Derecho se reservaban para usufructuar de dicho régimen y de su transfiguración operada desde 1990, otros estudiantes de Derecho y algunos abogados lidiaban contra la tiranía.

Según carta fechada el 7 de octubre de 1988 en Córdoba, España, nos manifestaba su lúcido enfoque sobre el período post plebiscito:”…ahora vendrán las maniobras y concesiones para que ahí no haya pasado nada, cambiar todas las apariencias y quedar todo igual en el fondo… asistidos con habilidad y entusiasmo, y, en ocasiones, con hambre (de puestos, de brillos y de cuanto los puestos y los brillos tren consigo), por otros grupos y corrientes. El pueblo chileno, todos los pueblos, la gente que sufre y que lucha… merecen otro destino, un destino mejor”.

En el año 1983, Manuel –teniendo más que perder que cualquier otro profesor- no sólo aceptó actuar como ministro de fe en elecciones estudiantiles realizadas al margen de la “institucionalidad”dictatorial y que la dirección de la escuela de Derecho, el decanato y rectoría ejecutaba (designaba a los dirigentes del centro de alumnos, por supuesto afines a la dictadura), sino, además, estuvo presente en acciones de protesta nacional.

El martes 14 de junio de dicho año fue intenso. Después de una asamblea y protesta al interior de la escuela, nos trasladamos -junto a estudiantes de Derecho de la Universidad Católica-, al recinto de la Corte de Apelaciones.

Lugar significativo, más cuando, en marzo de ese mismo año 83, había sido detenido por la Central nacional de informaciones, CNI, policía política de Pinochet, un estudiante que cursaba 2º año de la carrera, entonces alumno de Manuel, cuya detención ilícita y tortura no fueron atendidas ni ordenadas cesar por miembros del aparato judicial. Conductas no ajenas al Código penal, aún se conserva copia de recursos de amparo presentados en esa misma Corte.


Abajo, en una de las fotografías, una escena con el lienzo que ese 14 de junio, por algunos instantes, logramos mantener en su escalinata, antes de que carabineros e informantes iniciaran el apaleamiento y las detenciones, fuera y también dentro del mencionado recinto.

Llegaron centenares de estudiantes; también abogados. Durante lo más álgido del apaleo, dentro del edificio, Manuel logró afirmar del brazo a una estudiante –hoy jueza de familia en el norte del país- para que no fuese golpeada.

En estos días, recordando su natalicio (9 de septiembre de 1925), apreciamos la presente opción y actividades de los estudiantes de la escuela, que divisan –y sufren- lo dañoso de la imperante regulación financiera universitaria; asimismo, que rechazan la tentativa legiferante conocida como “proyecto Hinzpeter”, que procura instalar un cuerpo normativo represivo, penal, política y socialmente, que, de aprobarse, afianzará el desajustado régimen imperante.

Hace 29 años, al iniciar una clase de Procesal, don Edgardo López, pasando lista se detenía en el nombre y nos saludaba con un “Aayyy..., sr..., hay golpes que dignifican”.

Hoy saludamos a los estudiantes de Derecho de la Universidad de Valparaíso, que, pese a todo, escriben-dignificándole- la historia no oficial de la escuela que albergó la cátedra de Manuel de Rivacoba durante tres décadas.


Como señaló Jiménez de Asúa, la abogacía es una profesión ética.

Reciban nuestro fraterno saludo.

Valparaíso, septiembre de 2012.

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RIVACOBA en párrafos. DERECHO DEBE ASEGURAR NIVEL APRECIABLE Y SUFICIENTE DE CONVIVENCIA.


DERECHO DEBE ASEGURAR NIVEL APRECIABLE Y SUFICIENTE DE CONVIVENCIA.

“Pero el Derecho, o, con mayor concreción, el ordenamiento jurídico, esto es, el conjunto unitario y coherente de normas que rigen en un cierto momento dentro de un ámbito espacial determinado, con la violencia que le es propia, tiene por objeto organizar y mantener el orden jurídico, o sea, un conjunto armónico de relaciones de vida, reguladas jurídica­mente, que se dan en una sociedad o un grupo social en un momento determinado. En otras palabras, el ordenamiento viene a ser algo así como el armazón del orden, y éste, una suma estructurada de relaciones de convivencia entre los hombres. Por consiguiente, aunque formalmen­te haya sido dado por los órganos y guardando los procedimientos preestablecidos para ello, un Derecho que no asegure un nivel apreciable y suficiente de convivencia tampoco es en la realidad Derecho.

   A nadie escapará la imprecisión del concepto de nivel apreciable, que tal vez fuese mejor calificar de adecuado, y suficiente de convivencia, pero nadie negará que es básico dentro de él hacer efectivo el Derecho, lo cual implica, sin duda, no consentir, ni, menos, procurar, y no digamos ya amparar o provocar, por una parte, lo antijurídico, y, en particular, aquella especie de lo antijurídico constituida por lo delictivo, ni, por otra, la impunidad. Con ello va algo que lo agravaría, a saber, la lenidad, por no decir tampoco ahora la indulgencia, la benevolencia ni la conni­vencia con ciertos sectores, que, cuando esto ocurre, suelen ser los más afortunados y poderosos, dentro de la sociedad, y el desprecio, la burla y la severidad contra aquellos de suyo débiles y vulnerables. Y esto no debe ser entendido de modo demasiado simple, como si se refiriese úni­camente al trato de una realidad actual, sino que se debe pensar con preferencia en el trato de hechos que se hayan producido en un pasado en el que no pudieron ser sometidos al Derecho y que continúan gravi­tando, con sus protagonistas vivos y activos, cuando no también en pues­tos de relieve e influencia o autoridad, en el presente”.

[De “Violencia y justicia”, 1994].

RIVACOBA en párrafos. VIOLENCIA, MANIPULACIÓN SEMÁNTICA E HIPOCRESÍA.


VIOLENCIA, MANIPULACIÓN SEMÁNTICA E HIPOCRESÍA.

“Con una monotonía y una constancia verdaderamente abrumadoras, se afirma y se reitera que vivimos en sociedades violentas y que nuestra época es violenta, cual si al presente se hubiera exacerbado la violencia y en su extremosidad fuera una particularidad o distintivo de este tiempo. Sin ánimo de contradecir ni de defraudar a cuantos lo sostienen o repiten, yo les invitaría a echar con el recuerdo una rápida mirada al pasado desde el más remoto, es decir, desde lo que conocemos de la prehistoria hasta el más próximo, o sea, hasta ayer mismo, seguro de que, salvo en personalidades aisladas, en grupos reducidos que no han alcanzado eco ni perduración, y en momentos y documentos de significación fugaz en la historia, que perecieron y desaparecieron rápidamente, atropellados sin ningún comedimiento por renovadas oleadas de violencia, ésta constituye una constante de la humanidad y forma parte indefectible de su patrimonio en las relaciones entre los individuos. Lo cual, si bien se considera, nada tiene de extraño, porque la violencia no es sino el ejercicio y aplicación de la fuerza física sobre los demás para apartar o destruir lo que representa o reputamos un peligro para nuestra subsistencia o nuestro desarrollo, entendidos una y otro en su más amplio sentido, y constituye por ello una característica o propiedad congénita de los seres superiores y, por supuesto, del hombre. Se trata, pues, de una moda de obrar puesta al servicio del instinto de conservación, coronado o complementado por el impulso o la tendencia a imponerse y prevalecer, sea en sí mismo o en una entidad colectiva a la que se pertenece. Ahora bien, en el hombre, como ser de fines y vocado a los valores, la violencia, y en general todas sus aptitudes físicas, pueden y aun deben ser orientadas y ejercidas racionalmente, esto es, sometiéndolas a límites e incluso domeñándolas y conteniéndolas en la inercia, o lo que viene a ser igual, empleándolas o sujetándolas siempre con inteligencia, para la consecución de sus propósitos y la realización de sus aspiraciones ideales. Por ende, pretender que el ser humano prescinda de la violencia, aparte de constituir un imposible, le incapacitaría para tender hacia fines y obrar conforme a valores, o, en términos más breves y contundentes, le aniquilaría en tanto que hombre.

   De ahí, en definitiva, la vacuidad de frases ya acuñadas y de curso común que denotan la moda, condenando rotundamente la violencia, venga de donde venga; en la mayoría, irreflexiva, y en no pocos interesada, pues a cuantos han logrado por medios violentos y ha menudo cruentos y crueles una situación de supremacía social o política, o la prolongan o se benefician de ella, nada importa más que su mantenimiento y que los subyugados ni siquiera piensen en la violencia para alzarse y frangir su opresión. Lo irreflexivo o lo hipócrita de tal condena se pone bien de manifiesto con sólo preguntarse cuál sería la reacción de quienes la profieren, si en su presencia osara alguien atentar contra su honor, o propasarse con una mujer o abusar de un niño: ¿irían muy urbanos a denunciarlo ante la policía o a querellarse en el juzgado, o propinarían una viril bofetada al ofensor? Sin salir de este supuesto, ¿cómo se calificaría en la sociedad, incluso entre los más pacíficos, al que acudiera a la autoridad y cómo al que resuelva el caso con la fuerza de su mano? En una perspectiva semejante, ¿habría que condenar tam­bién a los que un día rompieron los lazos de la sujeción, lucharon y vertieron sangre y conquistaron la independencia; a los que en cualquier momento se opongan con violencia a una sublevación liberticida, y, en fin, al que libere a un pueblo, con ímpetu mortal, del oprobio de una tiranía? Por este camino, desde el más imponente totalitarismo hasta la más vulgar dictadura —en el sentido usual de la palabra, no en el técni­co— tienen asegurada su subsistencia hasta la consumación de los si­glos, ya que será muy difícil, por no decir imposible, que se conmuevan y rindan a las plegarias, pues suelen contar con vigoroso respaldo de lo alto, ni que cedan a la voz del sufragio, que ya se cuidarán de que no se pronuncie. Y es que los entes y los hechos naturales por sí solos son ciegos para los fines y refractarios a los valores; en efecto, ni la ostra se abre por reflexiones y consejos ni la roca se inmuta por referencias a la belleza, y se necesita una visión que anticipa y una estimación que mue­ve, servidas por la energía inteligente del hombre, para separar las valvas del molusco y extraer su riquísimo contenido y para que el mármol des­pierte transmutado en una imagen hermosa”.

[De “Violencia y justicia”, 1994].

VALORACIÓN Y CRÍTICA DEL CÓDIGO PENAL CHILENO [EN 1989].


VALORACIÓN Y CRÍTICA DEL CÓDIGO PENAL CHILENO [EN 1989].

“3. Valoración y crítica.—

Con innegables e im­portantes partidas negativas, que provienen, unas, de su edad y orientación y, otras, de su propia técnica-, con sectores enteramente anacrónicos y aun muertos dentro de su cuerpo, y desconociendo, en cam­bio, instituciones fundamentales del Derecho penal moderno, que hay que buscar, por ello, en leyes espe­ciales, extravagantes del Código, dista mucho éste de estar obsoleto o de ser incapaz de subvenir a las necesidades del presente. Además de algún mérito que. hemos consignado, hay que apuntar en su haber, sobre todo, que permite una acabada elabora­ción dogmática, sin que hayan encontrado inconve­niente para adaptarse a él y reconstruirlo científica­mente con arreglo a sus criterios las teorías y tenden­cias más modernas y avanzadas; antes bien, suministra las bases para, mediante la construcción jurídica, sol­ventar problemas de primera magnitud y cubrir ostensi­bles vacíos de su letra, y para cumplir de esta forma los principios y cometidos que imponer¡ a las leyes penales el conjunto de convicciones y los dicta­dos de la ciencia iuspenalística de nuestros días.

   Y muy positiva es en él la amplitud con que admite el principio de culpabilidad, tanto como carácter o ele­mento esencial de las infracciones criminales, cuanto en su función mensuradora de la pena. Por lo que hace a lo primero, hay que reconocer, no obstante, la fea excepción de conservar en su interior más de alguna supervivencia de la responsabilidad meramente objeti­va, e incluso de responsabilidad por hechos ajenos, que, por más que se esfuerce la doctrina, no puede superar y que exigen una reforma inmediata que su­prima tales limitaciones al imperio de la culpabilidad en todo delito. Relacionado está con esto lo anacró­nico y rudimentario de la fórmula de la inimputabilidad, que hace mucho ha dejado de responder a los adelantos y exigencias lo mismo de la psiquiatría que de la ciencia jurídica y no puede subsistir sin grave detrimento de una aplicación correcta del Derecho penal, a los solos individuos capaces, en verdad, de re­presentarse y captar sus dictados y de obrar conforme a ellos. En contraposición a este aspecto negativo, hay que exaltar, en medio de las enmarañadas reglas para determinar las penas, un artículo que yace semiol­vidado en el Código, esperando la mente aguda del dogmático y la mano diestra y audaz del práctico que saquen a la luz y den inteligente realidad a las innúme­ras virtualidades que laten en su seno. Nos referimos al artículo 69, que, lejos de la fijación mecánica que se acostumbra de las penas, invita y proporciona la pauta para graduarlas proporcionalmente a la gravedad de cada delito individual y concreto, estimando los dos caracteres o elementos valorativos y, por consi­guiente, graduables por su naturaleza en la infracción penal, lo injusto y la culpabilidad. Y algo semejante se debe decir de sus reglas para compensar racionalmente las circunstancias que concurran, graduando sus respectivos valores, y, en consecuencias, desestimando ambas, o bien una, que desaparece, cuyo valor dismi­nuye entonces el de la otra, que subsiste.

   Ciertamente, no es hoy de elogiar la escala general de penas del Código, pero las críticas que suscita no representan nada en comparación con las ventajas que ofrecería una atinada política y reglamentación de su ejecución, materia en la que no parece haberse pensado seriamente todavía en Chile. Y, aunque nunca puede mirarse con beneplácito el sostenimiento de la pena de éste, este resulta mucho menos temible y grave desde que, por la Ley número 17.266, del 6 de enero de 1970, dejó de ser pena única o de tener que impo­nerse, necesariamente en los delitos o en los casos para que está señalada.

   Algunas reformas se imponen imprescindible y apremiantemente. Sin lugar a dudas, la de la ya consi­derada fórmula de la inimputabilidad, así como la eli­minación de los restos de responsabilidad objetiva y por el actuar ajeno. Es ineludible legislar sobre el error esencial, para evitar la obligación de obtenerlo por construcción jurídica, con las inseguridades que pue­de suscitar. Sería muy conveniente regular con la debida amplitud el estado de necesidad y acoger la coacción moral y, acaso, la obediencia jerárquica, a fin de prevenir la resistencia a las soluciones supralegales. En la Parte especial, quizá hubiera que pensar en la desaparición de algunos delitos, como el adulterio y la sodomía, y, desde luego, habría que modi­ficar la regulación de otros, corno las lesiones y el aborto. Mas, con todo ello, se abrirían en el Código respiraderos que le darían nueva vitalidad, permitién­dole regir la vida jurídica chilena, en su aspecto penal, con toda dignidad y sin desmedro de la seguridad, de la libertad ni de la justicia. No harían de él un código perfecto, que nunca lo fue ni puede serlo ya, pero sería mucho más recomendable y mejor que cualquier substitución precipitada o su reemplazo por algún mo­delo de hechura y pretensiones colectivas; no lo suficientemente y cada día menos a la altura de los tiem­pos”.

[De “Evolución histórica del Derecho penal chileno”, 1989].



SOBRE EL PROYECTO DE CÓDIGO PENAL PARA PARAGUAY, DE 1995.

SOBRE EL PROYECTO DE CÓDIGO PENAL PARA PARAGUAY, DE 1995.

El siguiente estudio de Manuel de Rivacoba, de 1996, resulta utilísimo, por el criterio aplicado y los instrumentos utilizados, viables para tareas semejantes.
  Puede conocerse el formato normativo de orientaciones poco sanas, vientos que, observando el reciente golpe patronal que removió al legítimo presidente Fernando Lugo, comprobamos que aún azotan a dicho pueblo hermano.
   Hoy, bajo la forma de ley 1.160/97, se envuelve el vigente Código paraguayo. Su lectura revela que varios temas fueron modificados en relación con el proyecto que RIVACOBA abordó en 1996. No obstante, se localiza la permanencia de otros, no menores; de los muchos, referencias a “conductas de vida”, epígrafes tales como “Hechos punibles contra la convivencia de las personas” y “Adquisición fraudulenta de subvenciones”, y vocablos tales como “días-multa”.
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CONSIDERACIONES CRÍTICAS DE CARÁCTER GENERAL ACERCA DEL PROYECTO DE CÓDIGO PENAL PARA EL PARAGUAY, de 1995.
Por Manuel de Rivacoba y Rivacoba (1996).


I. PRELIMINARES

En el Paraguay se gestó durante 1994 un Anteproyecto de Código penal bajo la coordinación ejecutiva del entonces Fiscal General del Estado, don Luis E. Escobar Faella, quien lo presentó al parlamento en 1995. En su preparación tuvo fundamental y decisiva interven­ción don Wolfgang Schoene; y la tarea contó con una Comisión de redacción para la Parte general y otra casi por entero distinta para la especial (sólo integran ambas dos de sus miembros, don Gustavo Gorostiaga Boggino y don Leonardo Ledezma Samudio), y con la co­laboración para cuestiones de «gramática, sintaxis y semántica» (¿será que la sintaxis no forma parte de la gramática?) de don Helio Vera.

   Por supuesto, el ya Proyecto está enfeudado al Código punitivo de la Alemania actual, hasta el extremo de ser en muchos puntos una versión casi literal y poco afortunada de él. Pero, con toda la autori­dad que esto le confiera, no hay que olvidar que ni se puede confun­dir el Código alemán con las Tablas que Jehová dio en la cumbre del Sinaí a su pueblo elegido, ni en ningún caso cabe desentenderse de planes de tanta envergadura y trascendencia para la vida de un país como los de un nuevo Código penal, aceptándolos mansamente, sin considerarlos con reposo y espíritu critico. Por ello, fue muy oportu­no el Congreso Internacional de Política Criminal y Reforma Penal, que se celebró en Asunción los días 22, 23 y 24 de noviembre de 1995, con el principal objeto de analizar con detenimiento dicho Proyecto, al cual fuimos invitados un grupo de expertos de diversas nacionalida­des y en el que me ocupé especialmente de la fidelidad o infidelidad de semejante documento a los principios generales que informan el pensamiento y las legislaciones penales de nuestro tiempo.

   A lo que en tal ocasión expuse responde en lo esencial el conteni­do de las páginas que siguen, en las cuales, según se comprenderá, se prescinde del origen o las fuentes de los diferentes preceptos y se los considera en sí mismos, y, por otra parte, no se estudian institucio­nes por separado, sino que se atiende con preferencia a la significa­ción y contextura del proyectado cuerpo legal en su conjunto.

   Antes, empero, de adentrarnos en este quehacer es útil señalar que en la publicación del Proyecto precede a la Exposición de moti­vos y al articulado una especie de introducción o presentación fir­mada por el Fiscal Escobar, verdaderamente peregrina. Allí se leen aserciones como la de que la crisis actual de la justicia y el sistema de desigualdades sociales propio del presente encuentran su origen «en las profundas raíces dejadas por el paradigma evolucionista, me­canicista, darwiniano, que por mucho tiempo y hasta hoy promovió la filosofía»; se topa uno con vocablos como «hipercorrupción», y, re­firiéndose a la necesidad de reformar la legislación sustantiva y pro­cesal del Paraguay en lo criminal, asegura que «ha llegado la hora de cruzar el Rubicón». Por grande que sin duda sea y efectivamente es la importancia de un Código punitivo y de su modificación o su sus­titución por uno nuevo para cualquier país, no parece comparable a las consecuencias que tuvo para el mundo la histórica decisión de César.


II. PRINCIPIOS DE LEGALIDAD Y DE HUMANIDAD

Ciertamente, no se puede decir que el Proyecto paraguayo, que sería más apropiado denominar Proyecto de Schoene para el Para­guay, haya puesto particular cuidado y guarde gran fidelidad a estos principios.

   1. Claro es que hoy nadie negará la vigencia ni tampoco la au­toridad y conveniencia del principio de legalidad; pero esto es una cosa y otra muy distinta obviar su imperio y efectividad, o sea, sus reales exigencias, mediante una configuración vagarosa, completa­mente imprecisa, de los tipos delictivos, o de ciertos tipos delictivos que interesa que tengan desmedida amplitud, o multiplicando los ti­pos abiertos, o, en otro plano, estableciendo penalidades excesiva­mente elásticas, de límites muy distantes entre sí, o abiertamente in­determinadas, sin limitación alguna. Se trata, pues, de que, además de que no haya delitos ni penas fuera de la ley (nullum crimen, nulla poena sine lege), ésta determine unos y otras con el mayor rigor (nu­llum crimen, nulla poena sine lege stricta). Sólo de este modo se ga­rantiza con eficacia la certeza y la seguridad jurídicas en materia pe­nal y, por tanto, la libertad individual.

   a) En el primer aspecto, son del todo inaceptables preceptos co­mo los de los artículos 171, 5 («Como involucrado en un accidente se entenderá toda persona cuya conducta haya podido, según las cir­cunstancias, influir en la causación del mismo»), y 191, 1 («El que, indebidamente, ensuciare... las aguas...»). Dentro de aquél (que no deja de recordar el célebre ejemplo del carpintero que construyó la cama donde se comete el adulterio, ideado por el ingenio de Binding para poner en solfa la teoría de la equivalencia de condiciones) pue­den ser incluidas sin dificultad cuantas personas hayan influido, qui­zá de manera muy remota, en la producción del accidente; y, en cuanto a lo de ensuciar indebidamente las aguas, a todos nos han in­culcado los beneficios y aun necesidad de la limpieza y la higiene, con el consiguiente enturbiamiento del líquido elemento, y a quién no se le va la mano con frecuencia en tal operación.


   b) Pertenecen al segundo aspecto los artículos 160, 2, y 257, 2 (“En casos menos graves...); 181, 3, y 185, 2 («En casos especialmente graves...»), y 266, 2 («En los casos especialmente graves...»). En todos ellos resulta imposible precisar cuándo las respectivas si­tuaciones son de la gravedad requerida por la ley.

   A semejantes casos debe asimilar disposiciones como las de los artículos 65, 1 («Cuando la ley no prevea una pena de multa y no sea indicada una pena privativa de libertad mayor de un año, el tribunal sustituirá, generalmente, la pena privativa de libertad por una pena de multa...» ), y 93, 1 («Cuando se haya realizado un hecho antijuríd­ico descrito en una ley que se remita a este artículo, se ordenará el despojo de objetos del autor, o del participante también, si las cir­cunstancias permitan suponer que ellos hayan sido obtenidos para o mediante la realización de un hecho antijurídico...»); disposiciones que en verdad no necesitan comentario.


   c) Se da el tercer aspecto en las medidas de seguridad. Así, tod­as durarán, «dentro de los límites legales, por tanto tiempo como su finalidad lo requiera» (artículo 84); se prevé para los reincidentes que exhiban tendencia a realizar hechos punibles de gravedad que pue­dan provocar a la víctima daños psíquicos, corporales o económicos, para los condenados por crimen que lleve consigo peligro para la vida y sea de esperar que realicen nuevos crímenes de la misma ín­dole, una reclusión en establecimiento de seguridad no superior a diez años (artículo 74), y, en fin, con carácter excepcional, en los cas­os de alta peligrosidad del sujeto, la prohibición de ejercer una prof­esión u oficio podrá tener «una duración indeterminada» (artículo 80.2). Esto es más que un amplio arbitrio judicial y que una gran -elasticidad; constituye una auténtica indeterminación relativa y llega a la más descarnada indeterminación absoluta, que muy bien puede convertirse en perpetuidad.

   2. Atentan sin duda contra el principio de humanidad el artículo 4, 3 y 4, que prescribe que en la sucesión de leyes penales se aplicará la más favorable sólo si rige antes de que se dicte la sentencia, y que las leyes temporales serán aplicadas a todos los hechos punibles que se hayan perpetrado durante su vigencia, descartando a este respecto, por ende, la retroactividad de la ley más benigna; el 21, que fi­la la mayoría de edad a efectos penales en los catorce años; el 38, que establece el límite superior de la pena de privación de libertad en los veinticinco, y el 54, 4, que señala que la falta de pago de una pena pa­trimonial dará lugar a una privativa de libertad de entre tres meses y tres años.

   Además, en los mencionados apartados del artículo 4 alienta un grueso error técnico, pues cualquier cambio de leyes en el que la pos­terior es más benigna supone que se ha pasado a una desvaloración menor de los delitos en cuestión y que carece ya de sentido para la sociedad la mayor gravedad de la ley anterior y, por tanto, también la de las condenas impuestas con arreglo a ella; y este fenómeno ocu­rre igual con la caducidad de las leyes temporales, de significado, por su propia naturaleza, siempre agravatorio. Y, por lo que hace al artículo 38, sobre lo elevado y cruel que indudablemente es dicho lí­mite, conviene tomar en cuenta el ejemplo de otras legislaciones americanas, que hace ya harto tiempo lo redujeron a muchos menos años.


III. PRINCIPIO DE ACTIVIDAD

Naturalmente, nadie negará ahora este principio ni nadie espe­rará que ningún cuerpo legal o proyecto de reforma en materias penales contenga en vez de un elenco de acciones y omisiones de­lictivas un catálogo de personalidades criminales. Sin embargo, no por ello está asegurada y es inconcusa su efectividad. Al contra­rio, demasiado a menudo se tiende, ya que no a desconocerlo, sí a burlarlo mediante la proliferación de incrustaciones propias del Derecho penal de autor en un Derecho penal de acto, sea acumulan­do elementos subjetivos en los tipos delictuosos, o, sobre todo, admitiendo ciertas instituciones que se refieren derechamente al agente, y adoptando reglas para la individualización de la pena que en la o a través de la punición del delito lo que en realidad hacen es castigar el modo de ser del delincuente o el modo como haya conducido su vida. Esto, sin contar la asunción de elementos peligro­sistas.

   Tal ocurre con el Proyecto que nos ocupa. Ante todo, mantiene la reincidencia, siquiera sea de manera vergonzante, a saber, silencian­do su nombre y tratándola, no como una circunstancia agravante de la responsabilidad criminal y, por ende, de la pena, sino como supuesto para la aplicación de una medida de mejoramiento y seguridad en cuya virtud se recluya al condenado en un establecimiento de seguridad hasta por diez años (artículo 74). Pune la tentativa de ins­tigación y, además, la tentativa de instigación a instigar («El que in­tentare instigar a otro a realizar o a instigar a realizar un crimen...»), en lo que no hay afectación ni aun remota de un bien jurídico y lo único que se castiga es una disposición subjetiva (artículo 34, 1). Ha­ce reiterada apelación a la personalidad y la tendencia del delin­cuente (artículos 74, 1, 3, dos veces, y 3, y 81, 1); y ordena que en la determinación de la pena el tribunal sopese entre otros datos «la ac­titud [del sujeto] frente al Derecho», «la intensidad de la energía criminal utilizada en la realización del hecho», «la vida anterior del autor y sus condiciones personales y económicas» y «la conducta posterior a la realización del hecho» (artículo 64, 2).

   En un texto de su origen y antecedentes ha de sorprender que se sirva expressis verbis del concepto de peligrosidad, como, sin embar­go, hace en los artículos 2, 3, y 80, 2; y todavía cabría añadir la de­nominación «el estado peligroso», del 204, a no ser porque se impo­ne interpretarla en el sentido de situación objetiva de riesgo en varios delitos de peligro.


IV. PRINCIPIOS DE OFENSIVIDAD Y DE CULPABILIDAD

Así como el Proyecto no siempre respeta el principio de ofensivi­dad, criminalizando a veces meras disposiciones subjetivas, según se ha dicho en el apartado anterior a propósito del artículo 34, 1, o sim­ples resoluciones manifestadas, como se observa en el 306, procura, en cambio, guardar mayor fidelidad al principio de culpabilidad, ha­ciendo de ella, con el nombre de reprochabilidad, fundamento y lí­mite de la pena y criterio para su medición.

   Esto no obstante, en la Parte especial existen artículos que se atienen poco a las exigencias culpabilistas. Empezando por el 163, castiga al que, «mediante el robo, causare la muerte de otro», con una expresión muy objetivista y común, en los códigos de nuestro idioma, para tipificar los delitos calificados por el resultado. En los 208, 210 y 277, 4, se equipara la perpetración dolosa y la culposa de los propios delitos. Y en el 273 se pena con más severidad el mismo delito culposo, si lo comete un funcionario público, que si lo comete un particular. Por otro lado, en la general, artículo 95, 2, se llega has­ta la punición de situaciones en que falta de raíz el delito: «Cuando no corresponda un procedimiento penal contra una persona deter­minada, o una condena de una persona determinada, el tribunal de­cidirá, según la obligatoriedad o discrecionalidad previstas por la ley, sobre la inutilización o el despojo, atendiendo a los demás presu­puestos de la medida. Esto se aplicará también en los casos en que el tribunal prescinda de pena o en que proceda un sobreseimiento dis­crecional».


V. CONGRUENCIA E INCONGRUENCIAS

El documento dista mucho de ser un dechado de congruencia in­terna, pues está plagado de contradicciones. Por ejemplo, en el artículo 40, 1, los condenados tienen derecho al trabajo, y en el apar­tado 2 éste es un deber, aparte de que, según el 4, se trata de «deta­lles».

   Para el 54, 1, la cuantía de la pena patrimonial «será limite la por el valor del patrimonio del autor»; curiosa limitación, pues no se ad­vierte cómo se pueda pagar más que lo que se tiene.

   Según el 58, 3, «la adjudicación de un pago consolatorio no ex­cluirá la demanda de daños y perjuicios», sin más precisiones, de manera, pues, que puede la víctima obtener del delito el importe del pago consolatorio y el de la condena civil, y la infracción criminal re­sultar así una verdadera fuente de lucro.

   Al suspender a prueba una condena, apercibiendo al penado, el tribunal podrá imponerle la obligación de «proveer a los deberes de manutención», sin que se sepa de quién, lo cual roza los límites del principio de legalidad o los infringe, e igualmente ocurre al suspen­der a prueba la ejecución de una condena (artículos, respectivamen­te, 61, 3, 1, y 43, 2, 5).

   El artículo 66, 1, 2, dispone que «un límite legal mínimo de la pe­na privativa de libertad elevado, se reducirá...», con una vaguedad también poco congruente con la legalidad.

   Poca armonía interna se divisa en que haya de ser ordenado el despojo «cuando el autor o el participante hayan obtenido un bene­ficio proveniente de un hecho antijurídico realizado por ellos», pero no tendrá lugar «en la medida en que la víctima haya obtenido un derecho cuya satisfacción lo eliminare o disminuyere» (artículo 89, 1), siendo así, por otra arte, que, «en caso de una orden de despojo, la propiedad de la cosa o el derecho pasarán al Estado en el mo­mento en que quede firme la decisión» (artículo 94). Y sorprende, hasta resultar increíble, en materia de despojo, que, «cuando el tri­bunal encuentre dificultades desproporcionadas en la compro­bación exacta de la cuantía de lo obtenido, o del valor del mismo, o de un derecho cuya satisfacción eliminaría o disminuiría las ganan­cias, podrá estimarlas en la medida de dichas dificultades» (artículo 91).

   La remisión del artículo 97, 1, al 93, 1, está equivocada y debe ser al 96, 1, y la del 99 al 98 y al 99, igual, y deben entenderse hechas al 97 y al 98.

   Según el artículo 100, «la prescripción excluirá sólo la aplicación de una sanción penal», o sea, que toda sanción penal ya impuesta es imprescriptible.

   El artículo 107, que excluye la antijuridicidad en el homicidio por estado de necesidad en el parto, y el 109, 1 y 2, 1, que declara la exen­ción de pena por no exigibilidad en el aborto necesario para desviar de la embarazada un serio peligro para la vida o la salud, son abier­tamente contradictorios entre sí, tanto más cuanto que el valor del bien jurídico salvado en relación al del sacrificado es mucho mayor, dada la cuantía de las penas con que están amenazados el homicidio y el aborto, en el segundo supuesto que en el primero. Y es más: dada, por otra parte, la conformación de estas materias en el Proyecto, no carecería de sentido sostener que en la primera hipótesis se trata de un conflicto entre bienes iguales, y en la segunda, al revés, entre bie­nes desiguales en el que se sacrifica el menos valioso para el Derecho con el objeto de salvar el más valioso. El problema es, pues, de fon­do y entraña consecuencias muy graves.

   Poco más adelante, en el artículo 114, llama la atención que se ad­mita el consentimiento en las lesiones culposas y se le reconozcan efectos eximentes.

   En el 178, 1, 1, se tipifica la divulgación o, con intención de ella, la reproducción o pública representación de «una obra de literatu­ra, ciencia o arte protegida por el derecho de autor», no las de Filo­sofía.

   En el 223, 1, presenta serios inconvenientes técnicos la referencia al sujeto activo: «El que, desde una multitud, como autor o partici­pante, realizare, con fuerza unida...»; locución poco ininteligible, la de «con fuerza unida», que se vuelve a encontrar en el 284, 1.


VI. RÚBRICAS

A pesar de no ser éste lugar indicado para debatir el carácter y la función de las rúbricas en los códigos, y en las leyes en general, se convendrá en que, cuando son correctas y adecuadas, constituyen un interesante elemento intrínseco de interpretación, y en que, consiguientemente, importa mucho evitar en ellas toda impropiedad y equivocidad. Pues bien, en este sentido el Proyecto paraguayo puede jactarse de bastantes originalidades, no acompañadas, empero, por el acierto.

   Si, como luego parece, pretende dividir la Parte especial en capí­tulos que comprendan los delitos contra los respectivos bienes jurídi­cos, mal empieza, rubricando el primero hechos punibles contra las personas, y agrupando en él materias tan heterogéneas como los ho­micidios, el aborto, las lesiones, el abandono de personas, los atenta­dos contra la libertad, los ataques a la autonomía sexual, los que lla­ma hechos punibles contra menores (tan poco homogéneos, a su vez, como el maltrato, el abuso sexual, el estupro con mujer de catorce a dieciséis años, la homosexualidad y el proxenetismo), la violación de domicilio, la exposición pública de la intimidad ajena, la lesión del de­recho a la comunicación, a la imagen, a la confidencialidad de la pa­labra y al secreto de la comunicación, la revelación de secretos priva­dos, la calumnia, la difamación y la injuria. Dentro de él, produce cierta gracia la denominación de la sección referente al aborto, hechos punibles contra la vida creciente, como si la vida no continuara desarrollándose y creciendo durante mucho tiempo después del naci­miento; y no acredita gran tino denominar la sección de las lesiones hechos punibles contra la integridad corporal, lo que ya de suyo excluye la causación de cualquier daño que no sea corporal, y castigar en el artículo 112, 3, situado en la misma sección, la reducción conside­rable y prolongada de las «fuerzas psíquicas o intelectuales» y la «ca­pacidad de trabajo», que muy bien puede no ser físico.

   Por lo demás, como tal epígrafe, el daño de la salud ajena, en que consisten las lesiones del artículo 111, 1, sólo puede recaer en la sa­lud corporal, nunca en la mental; y, en fin, no se ve cómo pueda ha­llarse ubicado entre las lesiones el apartado siguiente del propio ar­tículo: «La misma pena se aplicará a quien participare en una riña o actuare junto con varios atacantes».

   El capítulo segundo versa sobre los delitos contra los derechos patrimoniales, pero se intitula hechos punibles contra los bienes de la persona, frase que no puede ser más ambigua, porque a la persona pueden pertenecer bienes de muy diversa naturaleza.

   La rúbrica del cuarto reza hechos punibles contra la convivencia de las personas, sin reparar en que la convivencia entre las personas es un concepto incomparablemente más complejo y que consta de -muchos más aspectos que aquellos contra los que atentan los delitos contemplados en dicho capítulo, ni en que, en realidad, el Derecho en su integridad no tiene otra razón de ser ni se orienta a otro fin si­no hacer factible y garantizar la convivencia pacífica de los hombres.

   Llama la atención el título del quinto, hechos punibles contra las relaciones jurídicas, y, al examinar su contenido, se ve con sorpresa, por decirlo suavemente, que aquéllas se reducen a o consisten en la fe que merezcan las declaraciones y los documentos, olvidando que las relaciones jurídicas constituyen un tejido espesísimo, extensísimo y multiforme y que en numerosas ocasiones pueden requerir para su prueba declaraciones o documentos, pero no cabe confundirlas con unas u otros.

   El titulillo que encabeza el artículo 250, adquisición fraudulenta de subvenciones, no puede ser menos afortunado. Las subvenciones se obtienen, no se adquieren.

   El capítulo octavo aparece denominado hechos punibles contra las funciones del Estado, cuando, en realidad, se trata de delitos contra la Administración de justicia y contra la Administración pública, con­ceptos mucho menos amplios y diversos que las funciones estatales.

   Para concluir esta materia, el epígrafe del capítulo noveno y úl­timo, hechos punibles contra los pueblos, adolece de varios inconve­nientes. En primer lugar, los pueblos acaso puedan ser sujetos de Derecho, pero difícilmente un bien jurídico. Además, que esta rúbrica no guarda consonancia con el contenido queda bien de relieve con la simple observación de que el artículo 309 castiga crímenes de guerra cometidos con violación de las normas del Derecho interna­cional sobre la población civil, heridos, enfermos o prisioneros, su­puestos, todos, muy definidos y distantes de cualquier atentado con­tra un pueblo en cuanto tal. Y aunque, según la Exposición de motivos en su apartado XXIII y final, el artículo 308, relativo al ge­nocidio, es importante para «la protección de los pueblos indíge­nas», la verdad es que todo el Proyecto está impregnado de autoritarismo e incluso de racismo, de lo cual da la medida exacta su franco olvido o desdén por el riquísimo y variadísimo pluralismo cultural de la sociedad paraguaya, menospreciando y silenciando los problemas y las peculiaridades jurídicas de las diversas comuni­dades aborígenes que la integran, y que, en definitiva, fueron los «dueños de la tierra» y sufren así una nueva expropiación, proba­blemente la más injustificada y perversa, encima de cuantas han tenido que padecer y de las que han sido víctimas desde que entra­ron en contacto con ellos hombres, provenientes de otras latitudes, que se creían, y parecen seguir considerándose, superiores. Cada día nos trae el dolor de comprobar que ni el transcurso de los siglos ni las terribles vicisitudes que hace apenas unas décadas descargaron su peso sobre la humanidad han servido a grandes y poderosos sectores de ésta para respetar en el fondo y en los hechos las diferencias entre los hombres y reconocer al mismo tiempo en ellos una identidad o igualdad esencial y sentir el soplo vivificador de la fraternidad o solidaridad, siempre con el norte y bajo la égida de la libertad, libertad que de no ser común a todos no es auténtica libertad.


VII. LENGUAJE Y ESTILO

   Bien se sabe que existen en el mundo códigos de subido valor li­y aun indicados o tomados como modelos en semejante aspecto. Por descontado, esto no es esencial ni hace a su íntima signi­ficación jurídica, pero es imprescindible en todo caso, y más en lo pe­nal, que estén escritos, ya que no con elegancia, sí con propiedad y corrección, prenda de exactitud y, en último término, de la seguridad que el Derecho debe proporcionar; mas tampoco por su lenguaje y estilo merece el Proyecto paraguayo alabanza, ni siquiera aproba­ción. Sus defectos en la materia son gravísimos e incontables, por lo cual hemos de limitarnos a anotar con brevedad algunos de los más importantes.

   Comenzando por el artículo 13, 1, 8, define lo que llama «em­prendimiento» como «la tentativa y la consumación del hecho puni­ble», y luego emplea así la palabra en los artículos 257, 1, 258 y 261, sin que se perciba el porqué de este proceder ni qué ventaja asegure o persiga, como no sea parificar en tales casos la tentativa y la consumación de su punición. En el propio artículo 13, 1, 5, invita a son­reír su definición de juez: «El que es juez conforme al Derecho para­guayo, comprendiendo los jueces honorarios»; y en el apartado 2 («Se entenderá como hecho punible doloso también aquel que, según la descripción del tipo legal, en cuanto al resultado especial de una conducta descrita como dolosa, no requiere dolo, sino, al menos, una conducta culposa») cuesta comprender lo que se propone significar, como no sea el delito preterintencional.

   En la legítima defensa, en el artículo 18, exige que el hecho típi­co sea «necesario para desviar un peligro inminente»; y desviar es sencillamente distinto de evitar, impedir y repeler, con lo cual estas hipótesis quedan excluidas. Más adelante, en los artículos 19, 1, y 25, emplea el verbo «desviar» con iguales sentido e inconvenientes, y uso análogo se le da en el 34, 2.

   La fórmula de la legítima defensa, en el artículo 18, la del estado de necesidad justificante, en el 19, 1, y la del estado de necesidad ex­culpante, en el 25, refiriéndose siempre y sólo a la agresión o el peli­gro «inminente», excluyen la agresión y el peligro actual, el ya de­sencadenado, pero que aún no ha surtido sus consecuencias, actitud reductiva completamente inusual e inconveniente.

   En el artículo 19, 1, la extraña frase «incursión en el bien jurídi­co lesionado» no puede sino equivaler en buen castellano a «lesión del bien jurídico de que se trate» o algo similar.

   La redacción del error de prohibición, en el artículo 22 («Quien, al realizar el hecho, desconozca su antijuridicidad, no es reprocha­ble, cuando el error le era invencible. Pudiendo el autor evitar el error, la pena será atenuada con arreglo al artículo 66»), es muy po­co elegante y en su segunda parte sencillamente horrenda.

   Si bien lo pretende, de ninguna manera define la tentativa el ar­tículo 26: «Hay tentativa cuando el autor, tomada en cuenta su re­presentación del hecho, proceda de inmediato a la realización del ti­po legal». Además, no se entiende qué hace en él la frase «tomada en cuenta su representación del hecho», y, por otra parte, la perpetración o ejecución de un delito nunca es «la realización del tipo legal», expresión que el artículo 28, 1, también utiliza, aparte de que resul­ta absurda en sí la idea de que los tipos se realicen.

   En el artículo 37 se aprecia que la pena de multa no es pena pa­trimonial, y el lector gustoso del idioma se da de bruces con otra pe­na: «el pago consolatorio».

   Entre las reglas de conducta que el tribunal no podrá dictar sin su consentimiento a los condenados a quienes suspenda a prueba la condena o su ejecución figura la de «permanecer en su hogar o esta­blecimiento idóneo» (¿qué es aquí eso de «establecimiento idóneo»?, y «en caso de entrar el condenado, a su iniciativa, en compromisos sobre su futura conducta de vida, el tribunal prescindirá, general­mente, de dictar reglas de conducta, cuando sea de esperar el cum­plimiento de la promesa» (nadie diría en castellano «entrar en com­promiso», como carece asimismo de sentido lo de «conducta de vida»), según se ve en los artículos 43, 3, 1, y 4, y 61, 4. Tampoco se diría «en acuerdo con el tribunal» (artículo 44, 3) ni «lesionar impo­siciones, reglas de conducta o promesas» (artículos 44, 3, y 46, 1, 2 y 3), pues las reglas de conducta se infringen, transgreden o violan, y las imposiciones y promesas no se cumplen, mas nunca se lesionan.

   En el artículo 48, 1, 1, y en el 79, 2, 1, se habla de «purgar» la con­dena o la pena, o partes de ellas, y en el 48, 1, 2, de «compurgamien­lo», con un lenguaje de resonancias religiosas o moralizantes, com­pletamente anticuado y fuera de uso y de lugar.

   En el 49, 1, se ordena que el importe de las multas sea calculado en «días-multa», palabra que no por la difusión que ha logrado entre los penalistas de nuestra lengua ni porque esté empleada en el reciente Código español de 1995 es castellana, pues la creación de sus­tantivos por la yuxtaposición de otros es lícita en distintos idiomas y conforme a su genio o espíritu, pero contrapuesta a las leyes o pro­cedimientos de derivación en el nuestro. Dígase, en su lugar, días de multa o cuotas de multa.

   La denominación de «pago consolatorio» para una pena es poco satisfactoria, pero mucho menos el precepto del artículo 59, 1: «En los casos especialmente previstos por la ley se adjudicará el derecho a publicar la sentencia firme en forma idónea y a cargo del autor».

En el artículo 69, 1, y en el 70, 4, se emplea el vicioso giro «en ba­se a...», debiendo decir, en cambio, con base en, con arreglo a, con­forme, según, etc.

   La «revisación» del artículo 75 debiera ser revisión, y las expre­siones «en un año» y «en dos años», de la propia disposición, al año y a los dos años.

Para el artículo 112, 1, 4, hay «enfermedades tortuosas», cosa que, lisa y llanamente, no se sabe lo que es.

   Al llegar al artículo 151, en los delitos contra el honor («Cuando el reproche al autor sea considerablemente reducido por sus motivos o por una excitación emotiva, o cuando la declaración se haya man­tenido, según su forma y contenido, dentro del marco de un impulso de comunicación comprensible, se podrá prescindir de la pena y del pago consolatorio en los casos de los artículos 145 hasta 147»), se imagina uno los sudores que costará a los exegetas dilucidar el sig­nificado de la no breve ni simple frase «dentro del marco de un im­pulso de comunicación comprensible». Tampoco para los jueces se­rán leves los problemas.

   Los verbos «desplazar» y «reemplazar», en gerundio, insertos en el tipo de la apropiación indebida, en el artículo 156 («El que se apro­piare de una cosa mueble ajena, desplazando al propietario en el uso de su derecho y reemplazándolo por sí u otro...»), son desdichadísi­mos y desfiguran lo característico del delito, hasta el punto de ha­cerlo difícilmente discernible de otros, como el hurto.

   Ante el 205, 1 («El que envenenare, o adulterare con sustancias nocivas el agua, o medicamentos, o alimentos u otras cosas destina­das a la circulación, y así peligrare la vida o el cuerpo de otros...»), hay que hacer serios esfuerzos para contener la irritación que pro­duce semejante ejercicio y semejante especie de complacencia para retorcer y maltratar el idioma. ¿Y qué decir de la expresión «instala­ciones vitales», comprensiva de ciertos servicios públicos particular­mente importantes, de las instalaciones hidráulicas y de las de co­municaciones (artículos 221, 212 y 213)?

   La carencia de dominio en el manejo del lenguaje arrastra al pro­yectista hasta situaciones verdaderamente embarazosas y auténticos dislates. Con el célebre «emprendimiento» se llega a castigar simples actos preparatorios con pena nada leve, en el artículo 258, 1 («El que preparare un emprendimiento concreto de traicionar a la República del Paraguay, será castigado con pena privativa de libertad de hasta cinco años»), y a castigar también la tentativa de actos preparatorios, en el 258, 2. Lo cual quizá sea nada en comparación con el despro­pósito de que mediante actos preparatorios se ponga efectivamente en peligro la existencia de la República, que es lo que se prevé y pu­ne en el artículo 259, 1, sin perjuicio de reprimir asimismo la tentativa, en el 259, 2.

   Habiéndose empleado siempre el concepto de tentativa en senti­do amplio, que abarca la frustración, aparece ésta inopinadamente en el artículo 281, 5.

   El examen de pasajes semejantes puede continuar indefinidamente, pero resultaría superfluo y enfadoso y es innecesario para darse cuenta de las deficiencias del Proyecto en este orden. Y al cabo de cuanto queda visto se viene a las mientes el juicio que hace más de un siglo suscitó a Menéndez y Pelayo el estilo de los krausistas es­pañoles: «Castellano de morería, lengua franca de arraeces argelinos y de piratas malayos».



RIVACOBA en párrafos. LA TRANSICIÓN A LA ESPAÑOLA (MODELO EXPORTADO).


 
LA TRANSICIÓN A LA ESPAÑOLA (MODELO EXPORTADO).

“Sabido es que a partir de la segunda mitad de 1936 la ortodo­xia católica, unida a los más poderosos intereses económicos y a una facción considerable del ejército y la fuerzas armadas en general, despertando con rencor tradicionales empeños, se consagró con premeditación y planificación, vigilancia y constancia, y no sin eficacia, a erradicar para siempre de España todo lo que representase pensamiento libre, respeto a las diferencias, convivencia en democracia, labor de cultura y esfuerzo por progresar, mediante el entierro inclemente o, cuando las circunstancias se lo impidieran, el encierro o destierro perpetuo de cualquier con­ciencia o actitud disidente. Con la ayuda de potencias extranje­ras, y olvido de que no se triunfa sobre compatriotas, arrastraron a la muerte o empujaron a la cárcel y al exilio a millones que en su ceguera tomaron por enemigos sin reparar en que eran sus hermanos, y de la inercia y el silencio de un erial hicieron trofeo y prenda de una victoria y una paz indefectibles, sempiternas, bendecidas desde lo alto. Sin embargo no se mata a un pueblo. Hijo y parte, memoria, continuador y heredero soy, por trayectori­a y por voluntad, de la España aherrojada, y, mientras perso­nas como yo vivamos, no faltará el testimonio ni se apagará la voz de cuantos perecieron en la demanda, sobre nuestro suelo o en tierra extraña.

   Las mudanzas del mundo a lo largo del tiempo aconsejaron a los beneficiarios de tal situación y a los que mandan en España, y las fuerzas a cuya merced se encuentran los diversos países les ordenaron, preparar y efectuar una hábil maniobra de prestidigitación o ilusionismo que trocara de súbito las decoraciones de la escena y las apariencias de los personajes, pasando lo que era implacable tiranía a semejar impecable democracia, los réprobos de otrora a ser inocente comparsa y los exiliados a poder volver, siempre que llevemos suficiente provisión de dólares, u otra divisa solvente, para subsistir. Por lo demás, no hubo traición alguna, nadie se sublevó, no ha existido persecución ni tiranía; en fin, los republicanos que se propuso extirpar y que de la oposición ­y la lucha contra su ignominia hicimos razón y tarea de nuestras vidas, sencillamente, no hemos sido ni tampoco so­mos. Silencio, tergiversación, amnesia, ocultación, conformis­mo, conveniencia. Nada. La nada. Mas no he de callar por más que con el dedo,/ ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o­ amenaces miedo./ ¿No ha de haber un espíritu valiente?/ ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?/ ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? O sea, ¿nunca se ha de proclamar o recordar la verdad?”.

[Del Prólogo a su libro “Las causas de justificación”, de 1996].





 
 

RIVACOBA en párrafos. DIGNIDAD HUMANA.


“La noción de la dignidad humana y su respeto suponen una concepción del hombre como ser de razón y de libertad, con capacidad, por tanto, para conocer clara y distintamente la esencia de las cosas, y también a sí mismo, y, para trazarse sobre la base de este conocimiento un plan de vida particularísimo que realizar y proponerse unos fines propios que alcanzar o a los que tender, y con capacidad, asimismo, de obrar por sí, exento de constricciones, de autodeterminarse, en cumplimiento de tal plan y consecución de tales fines. Dicho de otro modo, responden a la convicción de que cada hombre es dueño y titular de un destino perso­nal, que no cabe confundir ni transferir; lo cual significa que no existe un equivalente ni se puede substituir por nada equiparable, y, por ende, que no puede tomarse ni tratarse a sí mismo ni ser tomado ni tratado por los demás como medio para fines ajenos, que no tiene precio, sino que se erige y constituye en fin en sí y es sujeto de dignidad.

   Aunque tenga raíces antiguas, bien se comprende que esta concep­ción hubo de gestarse con la modernidad; es creación de la Ilustración, en el siglo XVIII, y alcanza fundamentación suficiente y formulación co­herente y satisfactoria con Kant (1724-1804). Iluminando y elevando las mentes y la vida en común a finales de dicha centuria, tropieza con innumerables reacciones y obstáculos, a la vez que se enriquece y va exten­diéndose por las diversas capas sociales y abriéndose paso con sacrificio y valor a lo largo de la siguiente; sufre las vicisitudes de la actual, y sólo en este tiempo, sin dejar de concedérsele con excesiva frecuencia un reconocimiento retórico, cuando no demagógico, se manifiesta un decidido movimiento por consagrarla de manera efectiva en documentos de carácter público, rectores del mundo contemporáneo, por extraer sus diferentes y heterogéneas consecuencias y por aplicarlas verdaderamente a la propia estimación de los individuos y a las relaciones de variada índole entre los hombres.

   Proyectada a las relaciones jurídicas por el neokantismo, da origen con Stammler (1856-1938) a los que él llamó principios del Derecho justo, a saber, los del respeto, que prescriben que una voluntad no debe quedar nunca a merced de lo que otro arbitrariamente disponga y que toda exi­gencia jurídica debe reconocer siempre en el obligado al prójimo, y los de la solidaridad, que vedan que un miembro de la comunidad sea jamás excluido de ella por la arbitrariedad de otro y que cualquier poder de disposición jurídicamente otorgado excluya a nadie en el sentido de que deje de verse en el excluido al prójimo. Esto equivale a afirmar que el Derecho ha de garantir que todos reconozcan y acaten en sus tratos con los demás su calidad de sujetos de fines, es decir, de seres humanos, y que nadie considere a otro como un simple objeto y lo tome por medio o instrumento, del que le quepa servirse como si fuese una cosa, pudiendo sólo cada uno disponer de sí en la realización y para el logro de sus aspiraciones. Y va de suyo que semejante intangibilidad del ser humano requiere o impone ante todo el respeto de su componente biológico, base de todos los demás y de la propia personalidad, y con el respeto de la vida el de bienes jurídicos que se vinculan de manera muy estrecha con ella, o sea, la integridad corporal y la salud individual”.

(De “Dignidad humana y pena capital”, 1989).