RIVACOBA en párrafos. LA TRANSICIÓN A LA ESPAÑOLA (MODELO EXPORTADO).


 
LA TRANSICIÓN A LA ESPAÑOLA (MODELO EXPORTADO).

“Sabido es que a partir de la segunda mitad de 1936 la ortodo­xia católica, unida a los más poderosos intereses económicos y a una facción considerable del ejército y la fuerzas armadas en general, despertando con rencor tradicionales empeños, se consagró con premeditación y planificación, vigilancia y constancia, y no sin eficacia, a erradicar para siempre de España todo lo que representase pensamiento libre, respeto a las diferencias, convivencia en democracia, labor de cultura y esfuerzo por progresar, mediante el entierro inclemente o, cuando las circunstancias se lo impidieran, el encierro o destierro perpetuo de cualquier con­ciencia o actitud disidente. Con la ayuda de potencias extranje­ras, y olvido de que no se triunfa sobre compatriotas, arrastraron a la muerte o empujaron a la cárcel y al exilio a millones que en su ceguera tomaron por enemigos sin reparar en que eran sus hermanos, y de la inercia y el silencio de un erial hicieron trofeo y prenda de una victoria y una paz indefectibles, sempiternas, bendecidas desde lo alto. Sin embargo no se mata a un pueblo. Hijo y parte, memoria, continuador y heredero soy, por trayectori­a y por voluntad, de la España aherrojada, y, mientras perso­nas como yo vivamos, no faltará el testimonio ni se apagará la voz de cuantos perecieron en la demanda, sobre nuestro suelo o en tierra extraña.

   Las mudanzas del mundo a lo largo del tiempo aconsejaron a los beneficiarios de tal situación y a los que mandan en España, y las fuerzas a cuya merced se encuentran los diversos países les ordenaron, preparar y efectuar una hábil maniobra de prestidigitación o ilusionismo que trocara de súbito las decoraciones de la escena y las apariencias de los personajes, pasando lo que era implacable tiranía a semejar impecable democracia, los réprobos de otrora a ser inocente comparsa y los exiliados a poder volver, siempre que llevemos suficiente provisión de dólares, u otra divisa solvente, para subsistir. Por lo demás, no hubo traición alguna, nadie se sublevó, no ha existido persecución ni tiranía; en fin, los republicanos que se propuso extirpar y que de la oposición ­y la lucha contra su ignominia hicimos razón y tarea de nuestras vidas, sencillamente, no hemos sido ni tampoco so­mos. Silencio, tergiversación, amnesia, ocultación, conformis­mo, conveniencia. Nada. La nada. Mas no he de callar por más que con el dedo,/ ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o­ amenaces miedo./ ¿No ha de haber un espíritu valiente?/ ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?/ ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? O sea, ¿nunca se ha de proclamar o recordar la verdad?”.

[Del Prólogo a su libro “Las causas de justificación”, de 1996].





 
 

RIVACOBA en párrafos. DIGNIDAD HUMANA.


“La noción de la dignidad humana y su respeto suponen una concepción del hombre como ser de razón y de libertad, con capacidad, por tanto, para conocer clara y distintamente la esencia de las cosas, y también a sí mismo, y, para trazarse sobre la base de este conocimiento un plan de vida particularísimo que realizar y proponerse unos fines propios que alcanzar o a los que tender, y con capacidad, asimismo, de obrar por sí, exento de constricciones, de autodeterminarse, en cumplimiento de tal plan y consecución de tales fines. Dicho de otro modo, responden a la convicción de que cada hombre es dueño y titular de un destino perso­nal, que no cabe confundir ni transferir; lo cual significa que no existe un equivalente ni se puede substituir por nada equiparable, y, por ende, que no puede tomarse ni tratarse a sí mismo ni ser tomado ni tratado por los demás como medio para fines ajenos, que no tiene precio, sino que se erige y constituye en fin en sí y es sujeto de dignidad.

   Aunque tenga raíces antiguas, bien se comprende que esta concep­ción hubo de gestarse con la modernidad; es creación de la Ilustración, en el siglo XVIII, y alcanza fundamentación suficiente y formulación co­herente y satisfactoria con Kant (1724-1804). Iluminando y elevando las mentes y la vida en común a finales de dicha centuria, tropieza con innumerables reacciones y obstáculos, a la vez que se enriquece y va exten­diéndose por las diversas capas sociales y abriéndose paso con sacrificio y valor a lo largo de la siguiente; sufre las vicisitudes de la actual, y sólo en este tiempo, sin dejar de concedérsele con excesiva frecuencia un reconocimiento retórico, cuando no demagógico, se manifiesta un decidido movimiento por consagrarla de manera efectiva en documentos de carácter público, rectores del mundo contemporáneo, por extraer sus diferentes y heterogéneas consecuencias y por aplicarlas verdaderamente a la propia estimación de los individuos y a las relaciones de variada índole entre los hombres.

   Proyectada a las relaciones jurídicas por el neokantismo, da origen con Stammler (1856-1938) a los que él llamó principios del Derecho justo, a saber, los del respeto, que prescriben que una voluntad no debe quedar nunca a merced de lo que otro arbitrariamente disponga y que toda exi­gencia jurídica debe reconocer siempre en el obligado al prójimo, y los de la solidaridad, que vedan que un miembro de la comunidad sea jamás excluido de ella por la arbitrariedad de otro y que cualquier poder de disposición jurídicamente otorgado excluya a nadie en el sentido de que deje de verse en el excluido al prójimo. Esto equivale a afirmar que el Derecho ha de garantir que todos reconozcan y acaten en sus tratos con los demás su calidad de sujetos de fines, es decir, de seres humanos, y que nadie considere a otro como un simple objeto y lo tome por medio o instrumento, del que le quepa servirse como si fuese una cosa, pudiendo sólo cada uno disponer de sí en la realización y para el logro de sus aspiraciones. Y va de suyo que semejante intangibilidad del ser humano requiere o impone ante todo el respeto de su componente biológico, base de todos los demás y de la propia personalidad, y con el respeto de la vida el de bienes jurídicos que se vinculan de manera muy estrecha con ella, o sea, la integridad corporal y la salud individual”.

(De “Dignidad humana y pena capital”, 1989).


 

RIVACOBA en párrafos. ORDEN POLÍTICO Y ORDEN PENAL.

“Las razones del influjo de lo político sobre lo penal son claras. El Derecho político, reflejando o concretando la concepción que lo anima acerca del hom­bre en sus relaciones con la sociedad, delinea la estructura de esta sociedad y la situación en que está el individuo dentro de ella, y condiciona al mismo tiempo la jerarquía de los bienes jurídicos, con lo cual determina el tipo de organiza­ción que el Derecho penal debe proteger, así como los objetos más importantes con arreglo a las valoraciones dominantes, que merecen y exigen también, por tanto, la protección más drástica del ordenamiento, mediante la incriminación y punición de las actividades que los dañen o pongan en peligro. O tal vez con mayor sencillez: siendo el Derecho penal de carácter público y encargado de proteger más eficazmente que ningún otro la subsistencia, seguridad y organiza­ción de la sociedad y los demás bienes jurídicos estimados en ella de principal importancia, se comprende que dependa en su orientación, e incluso en lo sus­tancial de su contenido, de la conformación de dicha sociedad y que los bienes considerados más importantes cambien según las concepciones y valoraciones sociales encarnadas en una organización política. Y, por otra parte, la mentada posición del individuo en el conjunto señala la intensidad posible de la acción estatal sobre él y fija, de consiguiente, las limitaciones de la función penal.

   Tal es el fundamento profundo de las relaciones del Derecho penal con el Derecho político y de la continua y poderosa influencia de éste sobre aquél. Sin carecer totalmente de significación, las demás razones que suelen aducirse se asientan más bien en tierra friable y antes son consecuencias de dicho funda­mento que bases últimas de ninguna relación. Así, el contenido de numerosos preceptos penales, suministrado por intereses políticos y sociales; la noción misma de delito político; la existencia por lo general en los textos constituciona­les de principios cardinales para el Derecho punitivo, como el de legalidad; la prohibición, en algunas constituciones modernas, de ciertas penas, considera­das incompatibles con determinada imagen del hombre y la consiguiente con­cepción de los poderes que es dable al Estado ejercer sobre él; la finalidad que señalan también algunas leyes fundamentales en la actualidad para las penas; la referencia en ocasiones a ciertos delitos, e incluso la tipificación de otros, den­tro del articulado constitucional, dejando a la legislación criminal sólo el señalamiento de la penalidad correspondiente, sin que sea necesario declarar que, por su superior jerarquía, estas disposiciones se imponen siempre, no sólo al Código, sino a todo el ordenamiento punitivo de un Estado.

   Con razón observa Soler, en frase muy aguda, que ‘a un Estado siempre se le puede decir: muéstrame tus leyes penales, porque te quiero conocer a fondo”.

(De “Orden político y orden penal”, 1995).